Este segundo cuadro tuvo aún más éxito que el primero. La idea pareció particularmente ingeniosa. El atrevimiento de las piezas de veinte francos, aquel chorro de caja de caudales moderna caída en un rincón de la mitología griega, subyugó la imaginación de las damas y de los financieros que allá estaban. Las palabras «¡Cuántas monedas! ¡Cuánto dinero!» corrían, con sonrisas, con largos estremecimientos de gusto; y seguramente cada una de aquellas damas, cada uno de aquellos caballeros, soñaba con poseer todo aquello para sí solo, en un sótano.
—Inglaterra ha pagado, son sus millones —murmuró maliciosamente Louise al oído de Sidonie.
Y la señora Michelin, con la boca un poco abierta en arrobado deseo, apartaba su velo de almea, acariciaba el oro con mirada brillante, mientras el grupo de hombres serios desfallecía. El señor Toutin-Laroche, muy regocijado, murmuró unas palabras al oído del barón, cuya cara se jaspeaba con manchas amarillas. Pero los Mignon y los Charrier, menos discretos, dijeron con brutal ingenuidad:
—¡Diantre! ¡Hay ahí para demoler París y reedificarlo!
La frase le pareció profunda a Saccard, que empezaba a creer que los Mignon y Charrier se burlaban de la gente haciéndose los imbéciles. Cuando las cortinas se cerraron, y el piano terminó la marcha triunfal con un gran ruido de notas lanzadas unas sobre otras, como postreras paletadas de escudos, los aplausos estallaron, más vivos, más prolongados.
Entre tanto, en medio del cuadro, el ministro, acompañado por su secretario, el señor De Saffré, había aparecido en la puerta del salón. Saccard, que acechaba impaciente a su hermano, quiso precipitarse a su encuentro. Pero aquél, con un gesto, le rogó que no se moviera. Y se acercó lentamente hasta el grupo de los hombres serios. Cuando las cortinas se cerraron y advirtieron su presencia, un prolongado bisbiseo corrió por el salón, las cabezas se volvieron: el ministro equilibraba el éxito de los Amores del bello Narciso y la ninfa Eco.
—Es usted un poeta, señor prefecto —le dijo sonriendo al señor Hupel de la Noue—. Publicó usted en tiempos un volumen de versos,
Convólvulos
, creo… Veo que los desvelos de la administración no han secado su imaginación.
El prefecto notó, en aquel cumplido, una pizca de epigrama. La repentina presencia de su jefe lo desconcertó tanto más, cuanto que al examinarse de una ojeada para ver si su apariencia era correcta descubrió, en la manga del frac, la manita blanca, que no se atrevió a limpiar. Se inclinó, balbució.
—Realmente —continuó el ministro, dirigiéndose al señor Toutin-Laroche, al barón de Gouraud, y a los personajes que se encontraban allí—, todo ese oro constituía un espectáculo maravilloso… Haríamos grandes cosas si el señor Hupel de la Noue acuñara moneda para nosotros.
Era, en lenguaje ministerial, la misma frase que la de los Mignon y Charrier. Entonces el señor Toutin-Laroche y los otros hicieron su corte, jugaron con la última frase del ministro: el imperio había hecho ya maravillas; no era oro lo que faltaba, gracias a la alta experiencia del poder; jamás Francia había tenido una posición tan buena ante Europa; y aquellos caballeros acabaron por resultar tan insulsos que el propio ministro cambió de conversación. Los escuchaba, la cabeza erguida, las comisuras de la boca un poco levantadas, lo cual daba a su gruesa cara blanca, cuidadosamente afeitada, un aire de duda y de sonriente desdén.
Saccard, que quería sacar el anuncio de la boda de Maxime y Louise, maniobraba para encontrar una transición hábil. Aparentaba una gran familiaridad, y su hermano se hacía el bonachón, accedía a prestarle el servicio de parecer quererlo mucho. Estaba realmente superior, con su mirada clara, su visible desprecio por las pillerías mezquinas, sus anchos hombros que, de un encogimiento, habrían derribado a toda aquella gente. Cuando por fin se habló de la boda, se mostró encantador, dio a entender que ya tenía preparado su regalo; se refería al nombramiento de Maxime como auditor del Consejo de Estado. Llegó hasta repetirle dos veces a su hermano, con un tono totalmente campechano:
—Comunícale a tu hijo que quiero ser su testigo.
El señor De Mareuil se ruborizaba de gusto. Felicitaron a Saccard. El señor Toutin-Laroche se ofreció como segundo testigo. Después, bruscamente, pasaron a hablar del divorcio. Un miembro de la oposición acababa de tener el «triste valor» decía el señor Haffner, de defender esa vergüenza social. Y todos protestaron. Su pudor encontró palabras muy profundas. El señor Michelin sonreía delicadamente al ministro, mientras los Mignon y Charrier observaban con extrañeza que el cuello de su frac estaba gastado.
Durante este tiempo, el señor Hupel de la Noue estaba cohibido, apoyándose en el sillón del barón de Gouraud, quien se había contentado con intercambiar un silencioso apretón de manos con el ministro. El poeta no se atrevía abandonar el lugar. Un sentimiento indefinible, el temor a parecer ridículo, el miedo de perder el favor de su jefe, lo retenían, pese a las ganas furiosas que sentía de ir a colocar a las señoras en la tarima, para el último cuadro. Esperaba que se le ocurriese una frase feliz que lo congraciase con el ministro. Pero no encontraba nada. Se sentía cada vez más incómodo, cuando vio al señor De Saffré; lo cogió del brazo, se aferró a él como a una tabla de salvación. El joven acababa de entrar, era una víctima fresca.
—¿No sabe usted la frase de la marquesa? —le preguntó el prefecto. Pero estaba tan turbado que ya no sabía presentar la cosa de forma picante. Se liaba—. Yo le dije: «Lleva usted un traje encantador»; y ella me respondió…
—Tengo uno mucho más bonito debajo —agregó tranquilamente el señor De Saffré—. Es vieja, querido amigo, viejísima.
El señor Hupel de la Noue lo miró, consternado. La frase era vieja, ¡y él que iba a profundizar más su comentario sobre la ingenuidad de aquella frase que creía que le había salido del alma!
—Vieja, vieja como el mundo —repetía el secretario—, la señora De Espanet la ha dicho ya dos veces en las Tullerías.
Fue el golpe decisivo. Al prefecto le trajo sin cuidado entonces el ministro, el salón entero. Se dirigía hacia la tarima cuando el piano preludió, con voz triste, con trémulas notas que lloraban; después la queja se ensanchó, se arrastró largamente, y las cortinas se abrieron. El señor Hupel de la Noue, que ya había desaparecido a medias, regresó al salón, al oír el ligero chirrido de las anillas. Estaba pálido, exasperado; hacía un violento esfuerzo sobre sí mismo para no apostrofar a aquellas señoras. ¡Se habían colocado solas! Debía de ser la pequeña De Espanet la que había montado el complot de apresurar los cambios de vestuario y prescindir de él. ¡No era eso, eso no valía nada!
Regresó, mascando sordas palabras. Miraba a la tarima, con encogimientos de hombros, murmurando:
—La ninfa Eco está demasiado al borde… Y esa pierna del bello Narciso no tiene nobleza, ninguna nobleza…
Los Mignon y Charrier, que se habían acercado para oír «la explicación», se aventuraron a preguntarle «qué hacían el joven y la chica, acostados en el suelo». Pero él no respondió, se negaba a explicar más su poema; y como los contratistas insistían:
—¡Ah! ¡La cosa no me concierne, ya que esas señoras se colocan sin mí!
El piano sollozaba blandamente. En la tarima, un claro, donde el rayo eléctrico proyectaba un retazo de sol, abría un horizonte de hojas. Era un claro ideal, con árboles azules, grandes flores amarillas y rojas, que se elevaban tan altas como robles. Allí, sobre una colinilla de césped, Venus y Plutón estaban uno al lado del otro, rodeados por ninfas que habían acudido de los bosquecillos vecinos a servirles de escolta. Estaban las hijas de los árboles, las hijas de los manantiales, las hijas de los montes, todas las divinidades risueñas y desnudas del bosque. Y el dios y la diosa triunfaban, castigaban la frialdad del orgulloso que los había despreciado, mientras el grupo de ninfas miraba curiosamente, con sagrado pavor, la venganza del Olimpo, en primer plano. El drama llegaba a su desenlace. El bello Narciso, tumbado al borde de un arroyo, que bajaba del fondo del escenario, se miraba en el claro cristal; y se había llevado la veracidad hasta colocar una lámina de auténtico espejo en el fondo del arroyo. Pero ya no era el joven libre, el merodeador de los bosques; la muerte lo sorprendía en medio de la arrobada admiración de su imagen, la muerte le hacía languidecer, y Venus, con el dedo extendido, como un hada de apoteosis, le lanzaba la suerte fatal. Se convertía en flor. Sus miembros verdeaban, se alargaban, en su ceñido traje de raso verde; el tallo flexible, las piernas ligeramente dobladas, iban a hundirse en tierra, a arraigar, mientras que el busto, engalanado con anchos trozos de raso blanco, se abría en una corola maravillosa. La cabellera rubia de Maxime completaba la ilusión, ponía, con sus largos rizos, pistilos amarillos entre la blancura de los pétalos. Y la gran flor naciente, humana aún, inclinaba la cabeza hacia la fuente, los ojos anegados, el rostro sonriente con voluptuoso éxtasis, como si el bello Narciso hubiera al fin contentado con la muerte los deseos que se había inspirado a sí mismo. A unos cuantos pasos, la ninfa Eco moría también, moría de deseos insatisfechos; se encontraba poco a poco atrapada en la rigidez del suelo, sentía sus miembros ardientes helarse y endurecerse. No era una roca vulgar, manchada de musgo, sino mármol blanco, por sus hombros y sus brazos, su gran traje de nieve, del que habían resbalado el cinturón de hojas y el chal azul. Postrada en medio del raso de su falda, que se rompía en anchos pliegues, como un bloque de Paros, echada hacia atrás, ya no tenía de viviente, en su cuerpo inmóvil de estatua, sino sus ojos de mujer, ojos que brillaban, clavados en la flor de las aguas, inclinada lánguidamente sobre el espejo de la fuente. Y parecía ya que todos los ruidos de amor del bosque, las voces prolongadas de los matorrales, los misteriosos temblores de las hojas, los suspiros profundos de los grandes robles, iban a golpear la carne de mármol de la ninfa Eco, cuyo corazón, que seguía sangrando en el bloque, resonaba largamente, repetía a lo lejos las menores quejas de la Tierra y el Aire.
—¡Oh! ¡Cómo han vestido al pobre Maxime! —murmuró Louise—. Y la señora Saccard, parece una muerta.
—Está cubierta de polvos de arroz —dijo la señora Michelin.
Circulaban otras frases poco amables. Este tercer cuadro no obtuvo el franco éxito de los otros dos. Y sin embargo, era ese trágico desenlace lo que entusiasmaba al señor Hupel de la Noue con su propio talento. Se admiraba en él, como su Narciso en la lámina de espejo. Había incluido en él multitud de intenciones poéticas y filosóficas. Cuando las cortinas se corrieron por última vez, y los espectadores aplaudieron como personas bien educadas, experimentó un mortal pesar por haber cedido a la cólera y no haber explicado la última página de su poema. Quiso dar entonces a las personas que lo rodeaban la clave de las cosas encantadoras, grandiosas o simplemente verdes que representaban el bello Narciso y la ninfa Eco, y hasta intentó contar lo que Venus y Plutón hacían en el fondo del claro; pero a aquellos caballeros y aquellas damas, cuyos espíritus claros y prácticos habían comprendido la gruta de la carne y la gruta del oro, no les interesaba profundizar en las complicaciones mitológicas del prefecto. Sólo Mignon y Charrier, que querían saberlo todo, tuvieron la bondad de interrogarlo. Se apoderó de ellos, los tuvo de pie, en el vano de una ventana, durante cerca de dos horas, contándoles las
Metamorfosis
de Ovidio.
Entre tanto, el ministro se retiraba. Se disculpó por no poder esperar a la hermosa la señora Saccard para felicitarla por la gracia perfecta de la ninfa Eco. Acababa de dar dos o tres vueltas por el salón del brazo de su hermano, estrechando algunas manos, saludando a las señoras. Nunca se había comprometido tanto por Saccard. Lo dejó radiante cuando, en el umbral de la puerta, le dijo, en voz alta:
—Te espero mañana por la mañana. Ven a almorzar conmigo.
El baile iba a empezar. Los sirvientes habían alineado a lo largo de las paredes los sillones de las señoras. El gran salón extendía ahora, desde la salita amarilla a la tarima, su alfombra desnuda, cuyas grandes flores de púrpura se abrían, bajo los chorros de luz que caían del cristal de las arañas. El calor aumentaba, las colgaduras rojas oscurecían con sus reflejos el oro de los muebles y del techo. Para abrir el baile se esperaba a que las damas, la ninfa Eco, Venus, Plutón y las otras, se cambiasen de traje.
La señora De Espanet y la señora Haffner aparecieron las primeras. Habían vuelto a ponerse sus disfraces del segundo cuadro; una iba de Oro, otra de Plata. Las rodearon, las felicitaron, y ellas narraban sus emociones.
—¡Yo estuve a punto de estallar —decía la marquesa— cuando vi de lejos la narizota del señor Toutin-Laroche, que me miraba!
—Creo que me ha dado una tortícolis —proseguía lánguidamente la rubia Suzanne—. No, en serio, si llega a durar un minuto más, habría colocado la cabeza de forma natural, de tanto como me dolía el cuello.
El señor Hupel de la Noue, desde el vano adonde había empujado a los Mignon y Charrier, echaba inquietas ojeadas al grupo formado en torno a las dos jóvenes; temía que se estuvieran burlando de él. Las otras ninfas llegaron unas tras otras; todas se habían puesto sus disfraces de piedras preciosas; la condesa Vanska, de Coral, tuvo un éxito loco cuando pudieron examinar de cerca los ingeniosos detalles de su traje. Después entró Maxime, correcto con su frac, con aire sonriente; y un tropel de mujeres lo rodeó, le hicieron corro, le tomaron el pelo sobre su papel de flor, sobre su pasión por los espejos; él, nada cohibido, como encantado con su personaje, continuaba sonriendo, respondía a las bromas, confesaba que se adoraba y que estaba lo bastante curado de mujeres como para preferirse a ellas. Reían más fuerte, el grupo crecía, ocupaba todo el centro del salón, mientras el joven, ahogado en aquel montón de hombros, en aquel jaleo de disfraces resplandecientes, conservaba su perfume de amor monstruoso, su viciosa dulzura de flor rubia.
Pero cuando Renée bajó, por fin, se hizo casi el silencio. Se había puesto un disfraz nuevo, de una gracia tan original y de tal audacia que caballeros y damas, habituados sin embargo a las excentricidades de la joven, tuvieron un primer movimiento de sorpresa. Iba de tahitiana. Ese traje, al parecer, es de los más primitivos: unas mallas de color tierno, que le llegaban de los pies hasta los senos, le dejaban los hombros y los brazos al aire; y, sobre esas mallas, una simple blusa de muselina, corta y guarnecida con dos volantes, para ocultar un poco las caderas. En el pelo, una corona de flores campestres; en los tobillos y en las muñecas, aros de oro. Y nada más. Estaba desnuda. Las mallas tenían una suavidad de carne, bajo la palidez de la blusa; la línea pura de esta desnudez se encontraba, de las rodillas a las axilas, vagamente desdibujada por los volantes, pero se acentuaba y reaparecía entre el tul de los encajes al menor movimiento. Era una salvaje adorable, una muchacha bárbara y voluptuosa, apenas oculta bajo un vapor blanco, bajo un lienzo de bruma marina en el que se adivinaba todo su cuerpo.