La jauría (38 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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—Es que no tengo dinero —dijo con dulzura, a fin de no exasperarla—. Si me encierras, no podré procurármelo.

—Yo lo tengo, yo —respondió ella con aire de triunfo—. Tengo cien mil francos. Todo se arregla muy bien…

Cogió, en el armario de luna, la escritura de cesión que su marido le había dejado, con la vaga esperanza de que cambiara de opinión. La llevó a la mesita del tocador, obligó a Maxime a darle una pluma y un tintero que se encontraban en el dormitorio y, empujando los jabones, firmó la escritura.

—Ahí tienes —dijo—, la tontería está hecha. Si me roban es porque así lo quiero… Pasaremos por casa de Larsonneau, antes de ir a la estación. Y ahora, mi pequeño Maxime, voy a encerrarte, y escaparemos por la puerta del jardín, cuando haya puesto a toda esa gente en la calle. Ni siquiera necesitamos llevar baúles.

Volvía a estar alegre. Aquella cabezonada la fascinaba. Era una excentricidad suprema, un final que, en aquella crisis de cálida fiebre, le parecía enteramente original. Superaba con mucho su deseo de viajar en globo. Fue a estrechar a Maxime entre sus brazos, murmurando:

—¡Te he hecho daño hace un rato, pobrecito mío! Por eso te negabas… Ya verás como será estupendo. ¿Es que tu jorobada te amaría como yo te amo?… No es una mujer, esa morenucha…

Reía, lo atraía, lo besaba en los labios, cuando un ruido les hizo volver la cabeza. Saccard estaba de pie en el umbral de la puerta. Se hizo un terrible silencio. Lentamente, Renée desprendió sus brazos del cuello de Maxime; y no bajaba la frente, seguía mirando a su marido con sus grandes ojos fijos de muerta; mientras que el joven, aplastado, aterrado, se tambaleaba, la cabeza gacha, ahora que ya no estaba sostenido por su abrazo. Saccard, fulminado por aquel golpe supremo que hacía gritar en él, por fin, al marido y al padre, no avanzaba, lívido, abrasándolos desde lejos con el fuego de sus miradas. En el aire húmedo y oloroso de la pieza, las tres velas ardían en lo alto, recta la llama, con la inmovilidad de una lágrima ardiente. Y, única en cortar el silencio, el terrible silencio, por la estrecha escalera subía una ráfaga de música; el vals, con sus enroscamientos de culebra, se deslizaba, se anudaba, se dormía sobre la alfombra de nieve, en medio de las mallas rasgadas y de las faldas caídas al suelo.

Después el marido avanzó. Una necesidad de brutalidad amorataba su cara, apretaba los puños como para aporrear a los culpables. La cólera, en aquel hombrecillo inquieto, estallaba con ruidos de disparos. Soltó una carcajada estrangulada y, sin dejar de acercarse:

—Le estabas anunciando tu boda, ¿verdad?

Maxime retrocedió, adosado a la pared:

—Escucha —balbució—, es ella…

Iba a acusarla cobardemente, a arrojar sobre ella el crimen, a decir que quería raptarlo, a defenderse con la humildad y los temblores de un niño cogido en falta. Pero no tuvo fuerzas, las palabras se le secaban en la garganta. Renée conservaba su rigidez de estatua, su desafío mudo. Entonces Saccard, sin duda para encontrar un arma, echó una rápida ojeada a su alrededor. Y en la esquina de la mesa de tocador, entre los peines y los cepillos de uñas, vio la escritura de cesión, cuyo papel timbrado amarilleaba el mármol. Miró la escritura, miró a los culpables. Después, agachándose, vio que la escritura estaba firmada. Sus ojos fueron del tintero destapado a la pluma, todavía húmeda, que había dejado Renée al pie del candelabro. Se quedó erguido ante aquella firma, reflexionando.

El silencio parecía crecer, las llamas de las velas se alargaban, el vals se columpiaba en los cortinajes con más blandura. Saccard tuvo un imperceptible movimiento de hombros. Miró aún a su mujer y a su hijo con aire profundo, como para arrancar de sus rostros una explicación que no encontraba. Después dobló lentamente la escritura, se la metió en el bolsillo del frac. Sus mejillas se habían puesto muy pálidas.

—Hizo bien usted al firmar, mi querida amiga —dijo dulcemente a su mujer—. Son cien mil francos que gana. Esta noche le entregaré el dinero. —Casi sonreía, y sólo sus manos conservaban un temblor. Dio unos pasos, agregando—: Uno se ahoga aquí. ¡Qué idea, venir a tramar alguna de vuestras bromas en este baño de vapor!… —Y dirigiéndose a Maxime, que había levantado la cabeza, sorprendido por la voz apaciguada de su padre—: ¡Vamos, vente! —prosiguió—. Te había visto subir, te buscaba para que te despidieras del señor De Mareuil y de su hija.

Los dos hombres bajaron, charlando juntos. Renée se quedó sola, de pie en medio del tocador, mirando el hueco negro de la escalerita, por la cual acababa de ver desaparecer los hombros del padre y del hijo. No podía apartar los ojos de aquel hueco. ¡Cómo!, se habían marchado tranquilamente, amistosamente. Aquellos dos hombres no se habían aplastado. Aguzaba la oreja, escuchaba por si una lucha atroz hacía rodar los cuerpos por los peldaños. Nada. En las tibias tinieblas, sólo un ruido de danza, un largo balanceo. Creyó oír, a lo lejos, las risas de la marquesa, la voz clara del señor De Saffré. ¿Se había acabado el drama, pues? Su crimen, los besos en la gran cama gris y rosa, las noches feroces del invernadero, todo aquel amor maldito que la había abrasado durante meses desembocaba en este final chato e innoble. Su marido lo sabía todo y ni siquiera le pegaba. Y el silencio que la rodeaba, aquel silencio en el que se arrastraba el vals sin fin, la espantaba más que el ruido de un homicidio. Tenía miedo de esa paz, miedo de ese tocador tierno y discreto, lleno de un aroma de amor.

Se vio en el alto espejo del armario. Se acercó, asombrada de verse, olvidando a su marido, olvidando a Maxime, muy preocupada por la extraña mujer que tenía delante. La locura ascendía. Su pelo amarillo, alzado sobre las sienes y sobre la nuca, le pareció una desnudez, una obscenidad. La arruga de la frente era ahora tan profunda que ponía una raya oscura sobre los ojos, la herida menuda y azulada de un latigazo. ¿Quién la había marcado así? Su marido no había levantado la mano, sin embargo. Y sus labios la asombraban por su palidez, sus ojos de miope le parecían muertos. ¡Qué vieja estaba! Inclinó la frente, y cuando se vio con sus mallas, con su leve blusa de gasa, se contempló, las pestañas bajadas, con súbitos rubores. ¿Quién la había desnudado? ¿Qué hacía con aquel desaliño de mujerzuela que se descubre hasta el vientre? No lo sabía. Miraba sus muslos, que las mallas redondeaban; sus caderas, cuyas flexibles líneas seguía bajo la gasa; su busto, ampliamente escotado, y se avergonzaba de sí misma, y un desprecio por su carne la llenaba de una sorda cólera contra quienes la dejaban así, con unos simples aros de oro en los tobillos y en las muñecas para taparle la piel.

Entonces, buscando, con la idea fija de una inteligencia que se anega, qué hacía allí, completamente desnuda, delante de aquel espejo, se remontó de un brusco salto a su infancia, se vio a los siete años, en la sombra grave del palacete Béraud. Se acordó de un día en que la tía Elisabeth las había vestido, a ella y a Christine, con trajes de lana gris a cuadritos rojos. Era por Navidad. ¡Qué contentas estaban con aquellos dos trajes iguales! La tía las mimaba, y llevó las cosas hasta darles a cada una pulsera y un collar de coral. Las mangas eran largas, el cuerpo les subía hasta la barbilla, las joyas se extendían sobre la tela, lo cual les parecía muy bonito. Renée recordaba aún que su padre estaba allí, que sonreía con su aire triste. Ese día, ,.su hermana y ella, en la habitación de las niñas, se habían paseado como personas mayores, sin jugar, para no mancharse. Después, en las monjas de la Visitación, sus compañeras le habían tomado el pelo por «su traje de Pierrot», que le llegaba hasta la punta de los dedos y le subía hasta las orejas. Se había echado a llorar. En el recreo, para que no se burlaran más de ella, se había remangado y se había metido el cuello del traje. Y el collar y la pulsera de coral le parecían más bonitos sobre la piel de su cuello y de su brazo. ¿Fue ese día cuando había empezado a desnudarse?

Su vida se desplegaba ante ella. Asistía a su largo azoramiento, al alboroto del oro y de la carne que se había encaramado sobre ella, que le había llegado hasta las rodillas, hasta el vientre, después hasta los labios, y cuya oleada sentía ahora pasar sobre la cabeza, golpeándole el cráneo con toques repetidos. Era como una savia mala; le había fatigado los miembros, dejado en el corazón excrecencias de vergonzosas ternuras, criado en su cerebro caprichos de enferma y de bestia. Esa savia, la planta de sus pies la había cogido en la alfombra de su calesa, en otras muchas alfombras, en toda esa seda y ese terciopelo sobre los que andaba desde su boda. Los pasos de los otros debían de haber dejado allí esos gérmenes de veneno, surgidos ahora en su sangre, y que sus venas arrastraban. Recordaba perfectamente su infancia. Cuando era pequeña, no sentía más que curiosidad. Incluso más adelante, después de aquella violación que la había arrojado al mal, no deseaba tanta vergüenza. Se habría vuelto mejor, sí, de haberse quedado haciendo calceta al lado de tía Elisabeth. Y oía el tictac regular de las agujas de la tía, mientras miraba fijamente el espejo para leer ese futuro de paz que se le había escapado. Pero no veía sino sus muslos rosa, sus caderas rosa, esa extraña mujer de seda rosa que tenía delante, y cuya piel de fina tela, de apretadas mallas, parecía hecha para amores de peleles y muñecas. Había llegado a esto, a ser una gran muñeca con un pecho desgarrado del que no sale sino un hilillo de serrín. Entonces, ante las enormidades de su vida, la sangre de su padre, aquella sangre burguesa que la atormentaba en sus horas de crisis, gritó dentro de ella, se rebeló. Ella, que había temblado siempre ante la idea del infierno, tendría que haber vivido en el fondo de la severidad negra del palacete Béraud. ¿Quién la había desnudado?

Y en la sombra azulada del espejo, creyó ver levantarse las figuras de Saccard y de Maxime. Saccard, negruzco, burlón, tenía un color de hierro, una risa de tenaza, sobre sus piernas canijas. Aquel hombre era una voluntad. Desde hacía diez años, ella lo veía en la fragua, en las chispas del metal al rojo, la carne quemada, jadeante, golpeando siempre, alzando martillos veinte veces demasiado pesados para sus brazos, a riesgo de aplastarse a sí mismo. Ahora lo comprendía, se le aparecía engrandecido por ese esfuerzo sobrehumano, por esa tunantería enorme, esa idea fija de una inmensa fortuna inmediata. Se acordaba de él saltando los obstáculos, rodando por el fango, y sin tomarse la molestia de limpiarse para llegar antes, sin detenerse siquiera a disfrutar por el camino, masticando sus piezas de oro al correr. Después, la cabeza rubia y bonita de Maxime aparecía tras el rudo hombro de su padre; tenía su clara sonrisa de chica, sus ojos vacíos de ramera que no se bajaban jamás, su raya en medio de la frente, mostrando la blancura del cráneo. Se burlaba de Saccard, lo encontraba burgués al tomarse tanto trabajo para ganar un dinero que él se comía, él, con tan adorable pereza. Era un mantenido. Sus manos largas y blandas contaban sus vicios. Su cuerpo depilado tenía una cansada actitud de mujer saciada. En todo aquel ser cobarde y blando, en quien el vicio corría con la suavidad de un agua tibia, no brillaba solamente el relámpago de la curiosidad del mal. Se sometía. Y Renée, al mirar las dos apariciones desprenderse de las sombras ligeras del espejo, retrocedió un paso, vio que Saccard la había arrojado como una puesta, como una inversión, y que Maxime se había encontrado allí, para recoger aquel luis caído del bolsillo del especulador. Ella seguía siendo un valor en la cartera de su marido; éste la empujaba a los vestidos de una noche, a los amantes de una temporada; la retorcía entre las llamas de su fragua, sirviéndose de ella, como de un metal precioso, para dorar el hierro de sus manos. Poco a poco, el padre la había vuelto lo bastante loca, lo bastante miserable, para los besos del hijo. Si Maxime era la sangre empobrecida de Saccard, ella se sentía, ella, el producto, el fruto agusanado de aquellos dos hombres, la infamia que ellos habían excavado juntos, y en la cual se revolcaban uno y otro.

Ahora sabía. Era esa gente la que la había desnudado. Saccard había desabrochado el cuerpo, y Maxime había hecho caer la falda. Después, entre los dos, acababan de arrancarle la camisa. Y en ese momento se encontraba sin un jirón, con aros de oro, como una esclava. Ellos la miraban hacía un rato, no le decían: «Estás desnuda». El hijo temblaba como un cobarde, se estremecía ante la idea de llegar hasta el fin en su crimen, se negaba a seguirla en su pasión. El padre, en lugar de matarla, le había robado; aquel hombre castigaba a la gente vaciándole los bolsillos; una firma caía como un rayo de sol en medio de la brutalidad de su cólera y, en venganza, se llevaba la firma. Después Renée había visto sus hombros hundiéndose en las tinieblas. Nada de sangre en la alfombra, nada de gritos, nada de quejas. Eran unos cobardes. Ellos la habían desnudado.

Y se dijo que una sola vez había leído el futuro, el día en que, ante las sombras susurrantes del parque Monceau, la idea de que su marido la ensuciaría y la arrojaría un día a la locura había venido a espantar sus deseos crecientes. ¡Ah! ¡Cómo sufría su pobre cabeza! ¡Cuánto sentía, en esa hora, la falsedad de aquella imaginación, que le daba la ilusión de vivir en una feliz esfera de goce e impunidad divinos! Había vivido en el país de la vergüenza, y se veía castigada con el abandono de todo su cuerpo, con la muerte de su ser que agonizaba. Lloraba por no haber escuchado las altas voces de los árboles.

Su desnudez la irritaba. Volvió la cabeza, miró a su alrededor. El tocador conservaba su pesadez almizclada, su silencio cálido a él seguían llegando las frases del vals, como los últimos círculos lánguidos en un lienzo de agua. Aquella risa debilitada de lejana voluptuosidad pasaba sobre ella con mofas intolerables. Se tapó las orejas para no oírla. Entonces vio el lujo del tocador. Alzó los ojos hasta la cortina rosa, hasta la corona de plata que dejaba vislumbrar un amor mofletudo aprestando su flecha; se detuvo en los muebles, en el mármol de la mesa de tocador, atestado de tarros y de utensilios que ya no reconocía; fue a la bañera, todavía llena: el agua dormía; empujó con el pie las telas que colgaban sobre el raso blanco de los sillones, el disfraz de la ninfa Eco, las enaguas, las toallas olvidadas. Y de todas esas cosas emanaban voces de vergüenza: el traje de la ninfa Eco le hablaba del juego que había aceptado, por la originalidad de ofrecerse a Maxime en público; la bañera exhalaba el olor de su cuerpo, el agua donde se había bañado introducía, en la pieza, su fiebre de mujer enferma; la mesa, con sus jabones y sus aceites; los muebles, con sus redondeces de lecho, le hablaban brutalmente de su carne, de sus amores, de todas esas basuras que quería olvidar. Regresó al centro del tocador, el rostro púrpura, sin saber adónde huir de aquel perfume de alcoba, de aquel lujo que se descotaba con un impudor de cortesana, que desplegaba todo aquel rosa. La pieza estaba desnuda como ella; la bañera rosa, la piel rosa de las colgaduras, los mármoles rosa de las dos mesas se animaban, se desperezaban, se acurrucaban, la rodeaban de tal desenfreno de voluptuosidades vivas que cerró los ojos, bajando la frente, hundiéndose bajo los encajes del techo y de las paredes, que la aplastaban.

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