—No se baila con dos damas.
Pero mister Simpson no quería soltar los dos talles. Adeline y Suzanne se recostaban en sus brazos entre risas. Se juzgaba el caso, las señoras se enfadaban, el alboroto se prolongaba, y los fraques, en los vanos de las ventanas, se preguntaban cómo iba a salir Saffré con honor de aquel asunto delicado. Pareció, en efecto, perplejo un momento, buscando el refinamiento de gracia con el que pondría a los que se reían de su parte. Luego esbozó una sonrisa, cogió a la señora De Espanet y a la señora Haffner, a cada una de una mano, les hizo una pregunta al oído, recibió su respuesta y, dirigiéndose a continuación a mister Simpson:
—¿Qué escoge usted, hierba doncella o verbena?
Mister Simpson, un poco atontado dijo que escogía la verbena. Entonces, el señor De Saffré le entregó a la marquesa, diciendo:
—Ahí tiene la verbena.
Aplaudieron discretamente. Opinaron que había sido muy bonito. El señor De Saffré era un director de cotillón «que nunca se quedaba cortado», tal fue la expresión de las señoras. Durante ese tiempo, la orquesta había reanudado con todas sus voces la frase de vals, y mister Simpson, tras haber dado una vuelta al salón valsando con la señora De Espanet, la acompañó a su sitio.
Renée pudo pasar. Se había mordido los labios hasta hacerse sangre, ante todas aquellas «tonterías». Opinaba que aquellas mujeres y aquellos hombres eran estúpidos al lanzar bufandas y adoptar nombres de flores. Sus oídos zumbaban, una furiosa impaciencia le inspiraba bruscos deseos de lanzarse de cabeza y abrirse un camino. Cruzó el salón con rápido paso, chocando con las parejas rezagadas que volvían a sus asientos. Iba derecha al invernadero. No había visto a Louise ni a Maxime entre los bailarines, se decía que debían de estar allá, en algún hueco de los follajes, reunidos por ese instinto de las burlas y de las travesuras que les llevaba a buscar los rincones en cuanto se encontraban juntos en alguna parte. Pero visitó inútilmente la media luz del invernadero. Sólo vislumbró, al fondo de una glorieta a un joven alto que besaba devotamente las manos de la menuda señora Daste, murmurando:
—Ya me lo había dicho la señora De Lauwerens: ¡es usted un ángel!
Esta declaración, en su casa, en su invernadero, le chocó. ¡Realmente, la señora De Lauwerens tendría que dedicarse a su comercio en otra parte! Y a Renée le habría aliviado expulsar de su casa a toda aquella gente que gritaba tan fuerte. De pie ante el estanque, miraba el agua, se preguntaba dónde habían podido meterse Louise y Maxime. La orquesta seguía tocando aquel vals, con cuyo lento balanceo le daba un vuelco el corazón. Era insoportable, una no podía reflexionar en su propia casa. Ya no sabía. Olvidaba que los jóvenes aún no estaban casados, y se decía que era muy sencillo, se habían ido a acostar. Después pensó en el comedor, subió vivamente la escalera del invernadero. Pero, en la puerta del gran salón, la detuvo por segunda vez una figura del cotillón.
—Son los «puntos negros», señoras —decía graciosamente el señor De Saffré—. Es de mi invención, y les entrego la primicia.
Se reían mucho. Los hombres explicaban la alusión a las jóvenes. El emperador acababa de pronunciar un discurso que reconocía, en el horizonte político, la presencia de ciertos «puntos negros». Esos puntos negros, sin saber por qué, se habían puesto de moda. El ingenio de París se había apoderado de la expresión hasta tal punto que, desde hacía diez días, todo se refería a los puntos negros. El señor De Saffré colocó a los caballeros en uno de los extremos del salón, de espaldas a las señoras, a las que dejó en el otro extremo. Después les ordenó que se levantaran los fraques, de forma que taparan la parte de atrás de la cabeza. Esta operación se realizó entre una alegría loca. Jorobados, con los hombros encogidos, con los faldones de los fraques que ya no les colgaban de la cintura, los caballeros estaban realmente horribles.
—No se rían, señoras —gritaba el señor De Saffré con una seriedad de lo más cómica—, o hago que se pongan los encajes sobre la cabeza.
La alegría se redobló. Y él usó enérgicamente su energía con algunos de aquellos señores que no querían taparse la nuca.
—Ustedes son los «puntos negros» —decía—; enmascaren sus cabezas, no muestren más que la espalda, es preciso que estas damas no vean más que negro… Y ahora, en marcha, mézclense unos con otros, para que no los reconozcan.
La hilaridad llegaba a su colmo. Los «puntos negros» iban y venían, sobre sus piernas delgaduchas, con balanceos de cuervos sin cabeza. Se vio la camisa de un caballero, con la punta de un tirante. Entonces las damas pidieron clemencia, se ahogaban, y el señor De Saffré tuvo a bien ordenarles que fueran a buscar a los «puntos negros». Salieron, como un vuelo de perdices jóvenes, con un gran rumor de faldas. Después, al final de su carrera, cada cual cogió al caballero que más a mano tenía. Fue un barullo inexpresable. Y en fila, las improvisadas parejas se apartaban, daban una vuelta al salón valsando, entre el canto más alto de la orquesta.
Renée se había apoyado en la pared. Miraba, pálida, los labios apretados. Un anciano caballero fue a preguntarle galantemente por qué no bailaba. Tuvo que sonreír, responder algo. Escapó, entró en el comedor. La estancia estaba vacía. Entre los trincheros saqueados, las botellas y los platos en desorden, Maxime y Louise cenaban tan tranquilos, en una esquina de la mesa, uno al lado de otro, sobre una servilleta que habían desplegado. Parecían a sus anchas, reían, entre aquel desorden, aquellos vasos sucios, aquellas fuentes manchadas de grasa, aquellos despojos todavía tibios de la glotonería de los comensales de guantes blancos. Se habían contentado con limpiar las migas a su alrededor. Baptiste paseaba gravemente a lo largo de la mesa, sin una mirada a la estancia, que parecía haber sido atravesada por una manada de lobos; esperaba que los sirvientes viniesen a ordenar un poco los trincheros.
Maxime había podido reunir aún una cena muy respetable. Louise adoraba el turrón de pistachos, y en lo alto de un aparador había quedado un plato lleno. Tenían delante tres botellas de champán empezadas.
—Quizás papá se haya marchado —dijo la joven.
—¡Mejor! —respondió Maxime—, yo la acompañaré. —Y como ella reía—: Ya sabe que, decididamente, quieren que me case con usted. Ya no es en broma, va en serio… ¿Qué haremos cuando estemos casados?
—¿Qué vamos a hacer? ¡Lo que los demás! —Esta gracia se le había escapado un poco deprisa; prosiguió vivamente, como para retirarla—: Iremos a Italia. Me sentará bien al pecho. Estoy muy enferma… ¡Ah!, pobre Maxime, ¡qué mujer tan absurda va a tener usted! Abulto menos que diez céntimos de mantequilla. —Sonreía, con una pizca de tristeza, con su traje de paje. Una tos seca subió rubores a sus mejillas—. Es el turrón —dijo—. En casa me prohíben que lo coma… Páseme el plato, voy a meterme el resto en el bolsillo.
Y vaciaba el plato cuando Renée entró. Ésta fue directa hacia Maxime, haciendo esfuerzos inauditos para no blasfemar, para no pegarle a aquella jorobada a la que encontraba allí, sentada a la mesa con su amante.
—Quiero hablar contigo —tartamudeó con voz sorda.
Él vacilaba, con miedo, temiendo un cara a cara.
—Sólo contigo, y en seguida —repetía Renée.
—Vaya, Maxime —dijo Louise con su mirada indefinible—. E intente, al mismo tiempo, encontrar a mi padre. Lo pierdo en todos los saraos.
El se levantó, trató de detener a la joven en el centro del comedor, preguntándole qué le corría tanta prisa decirle. Pero ella replicó entre dientes:
—¡Sígueme, o lo cuento todo delante de la gente!
Se puso muy pálido, la siguió con una obediencia de animal apaleado. Ella creyó que Baptiste la miraba; pero, en ese momento, ¡mucho le importaban las miradas claras del lacayo! En la puerta, el cotillón la retuvo por tercera vez.
—Espera —murmuró—. ¡Cuándo acabarán estos imbéciles!
Y le cogió la mano, para que no tratara de escaparse.
El señor De Saffré colocaba al duque de Rozan, de espaldas a la pared, en una esquina del salón, al lado de la puerta del comedor. Puso una dama delante de él, después un caballero de espaldas a la dama, después otra dama delante del caballero, y así en fila, pareja a pareja, en una larga serpiente. Como había bailarinas que charlaban, que se demoraban:
—¡Vamos, señoras —gritó—, en sus puestos para las «columnas»!
Ellas acudieron, quedaron formadas las «columnas». La indecencia de encontrarse así cogida, apretada entre dos hombres, apoyada contra la espalda de uno, teniendo ante sí el pecho de otro, regocijaba mucho a las damas. Las puntas de los senos tocaban las solapas de los fraques, las piernas de los caballeros desaparecían entre las faldas de las bailarinas y, cuando una brusca alegría hacía inclinarse una cabeza, los bigotes de enfrente se veían obligados a apartarse, para no llevar las cosas hasta el beso. Un bromista, en cierto momento, debió de dar un ligero empujón; la fila se encogió, los fraques entraron más profundamente en las faldas; y hubo grititos, y risas, risas que no acababan nunca. Se oyó a la baronesa de Meinhold decir: «Pero, caballero, ¡me está usted ahogando! ¡No me apriete tan fuerte!», lo cual pareció tan divertido, imprimió a toda la fila un acceso de hilaridad tan loco, que las «columnas», sacudidas, se tambaleaban, se entrechocaban, se apoyaban unas en otras, para no caer. El señor De Saffré, con las manos alzadas, dispuestas a aplaudir, esperaba. Después aplaudió. Ante esa señal, de repente, cada cual se dio la vuelta. Las parejas que estaban cara a cara se cogieron por el talle, y la fila desgranó por el salón su rosario de valsadores. Sólo el pobre duque de Rozan, al volverse, se encontró con la nariz contra la pared. Se burlaron de él.
—Ven —dijo Renée a Maxime.
La orquesta seguía tocando el vals. Esa música blanda, cuyo ritmo monótono resultaba soso a la larga, redoblaba la exasperación de la joven. Llegó a la salita, llevando a Maxime de la mano, y, empujándolo por la escalera que subía al tocador, le ordenó:
—Sube.
Ella lo siguió. En ese momento, Sidonie, que había rondado toda la noche en torno a su cuñada, extrañada de sus continuos paseos a través de las estancias, llegaba justamente a la escalinata del invernadero. Vio las piernas de un hombre hundirse en las tinieblas de la escalerita. Una pálida sonrisa iluminó su rostro de cera y, levantándose la falda de maga para ir más deprisa, buscó a su hermano, trastornando una figura del cotillón, dirigiéndose a los sirvientes que encontraba. Por fin, encontró a Saccard con el señor De Mareuil en una estancia contigua al comedor, que habían transformado provisionalmente en salón de fumar. Los dos hombres hablaban de dote, de capitulaciones. Pero, cuando su hermana le dijo una frase a la oreja, Saccard se levantó, se disculpó, desapareció.
Arriba, el tocador estaba en pleno desorden. Por las sillas colgaban el disfraz de la ninfa Eco, las mallas rasgadas, trozos de encaje arrugados, ropa interior tirada en revoltillo, todo lo que la prisa de una mujer a la que esperan deja tras de sí. Los pequeños utensilios de marfil y plata yacían un poco por doquier; había cepillos, limas, caídos en la alfombra; y las toallas todavía húmedas, los jabones olvidados sobre el mármol, los frascos sin tapar, desprendían, en la tienda de color carne, un olor fuerte, penetrante. La joven, para quitarse el blanco de brazos y espaldas, se había metido en la bañera de mármol rosa, después de los cuadros plásticos. Placas irisadas se redondeaban sobre la sábana de agua enfriada.
Maxime caminó sobre un corsé, estuvo a punto de caer, intentó reírse. Pero tiritaba ante el rostro duro de Renée. Ella se le acercó, empujándolo, diciéndole en voz baja:
—Entonces, ¿vas a casarte con la jorobada?
—¡Por nada del mundo! —murmuró él—. ¿Quién te ha dicho eso?
—¡Eh! No mientas, es inútil…
Él tuvo un impulso de rebelión. Renée lo inquietaba, quería acabar con ella.
—¡Bueno, pues sí! Me caso. ¿Y qué?… ¿Es que no soy muy dueño?
Renée fue hacia él, con la cabeza un poco gacha, con una risa maligna, y cogiéndole las muñecas:
—¡Dueño tú! ¡Muy dueño!… Sabes muy bien que no. Soy yo quien soy el dueño. Te rompería los brazos, si fuera mala; no tienes más fuerza que una chica. —Y como él se debatía, le retorció los brazos, con toda la violencia nerviosa que le daba la cólera. Él lanzó un débil grito. Entonces ella lo soltó, prosiguiendo—: No nos peguemos, ya ves: sería yo la más fuerte.
Maxime se quedó pálido, con la vergüenza de aquel dolor que sentía en las muñecas. La miraba ir y venir por el tocador. Empujaba los muebles, reflexionando, estableciendo el plan que le daba vueltas en la cabeza desde que su marido la había informado de la boda.
—Voy a encerrarte aquí —dijo por fin—, y cuando amanezca nos marcharemos a Le Havre.
Él palideció aún más, inquieto y estupefacto.
—Pero ¡es una locura! —exclamó—. No podemos irnos juntos. Pierdes la cabeza…
—Es posible. En cualquier caso, sois tú y tu padre quienes me la habéis hecho perder… Te necesito y te cojo. ¡Peor para los imbéciles! —Destellos rojos brillaban en sus ojos. Continuó, aproximándose de nuevo a Maxime, quemándole el rostro con su aliento—: ¿Qué sería de mí si te casaras con la jorobada? Os burlaríais de mí, a lo mejor me vería forzada a recobrar a ese papanatas De Mussy, que ni siquiera me calentaría los pies… Cuando se ha hecho lo que nosotros hemos hecho se permanece unidos. Además, está clarísimo, me aburro cuando no estás y, como me marcho, te llevo… Puedes decirle a Céleste lo que quieres que vaya a buscar a tu casa.
El infeliz extendió las manos, suplicó:
—Vamos, mi pequeña Renée, no hagas tonterías. Vuelve en ti… Piensa en el escándalo.
—¡Me río del escándalo! Si te niegas, bajo al salón y grito que me he acostado contigo y que eres lo bastante cobarde para querer ahora casarte con la jorobada.
Él dobló la cabeza, la escuchó, cediendo ya, aceptando esta voluntad que se le imponía tan rudamente.
—Iremos a Le Havre —prosiguió ella más bajo, acariciando su sueño—, y desde allí nos dirigiremos a Inglaterra. Nadie volverá a molestarnos. Y si no estamos lo bastante lejos, nos marcharemos a América. Yo, que siempre tengo frío, estaré bien allá. A menudo he envidiado a las criollas…
Pero, a medida que iba ampliando su proyecto, el terror invadía de nuevo a Maxime. ¡Abandonar París, irse tan lejos con una mujer que con toda seguridad estaba loca, dejar a sus espaldas una historia cuyo cariz vergonzoso lo desterraba para siempre! Era como una pesadilla atroz que lo ahogaba. Buscaba con desesperación un medio para salir de aquel tocador, de aquel reducto rosa donde doblaban las campanas del manicomio. Creyó haberlo encontrado.