—¡Baptistin! —gritó.
El jovencito bizco entró, pero por otra puerta. Ya no llevaba sombrero y hacía rodar una pluma entre los dedos.
—Ve a buscar el registro —le dijo Larsonneau.
Y cuando ya no estuvo allí, debatió la suma que debería dársele.
—Hágalo por mí —acabó por decir francamente.
Entonces, Saccard consintió en dar treinta mil francos sobre los futuros beneficios del asunto de Charonne. Juzgaba que todavía se escurría a buen precio de la mano enguantada del usurero. Este último hizo poner la promesa a su nombre, continuando la comedia hasta el final, diciendo que le pagaría los treinta mil francos al joven. Con risas de alivio, Saccard quemó el registro en la llama de la chimenea, hoja por hoja. Después, terminada esta operación, intercambió vigorosos apretones de mano con Larsonneau, y lo dejó, diciéndole:
—Va usted esta noche a casa de Laure, ¿no?… Espéreme. Lo habré arreglado todo con mi mujer, tomaremos nuestras últimas disposiciones.
Laure de Aurigny, que se mudaba con frecuencia, vivía entonces en un gran piso del bulevar Haussmann, enfrente de la capilla expiatoria. Acababa de fijar un día de recibo a la semana, como las damas del gran mundo. Era una manera de reunir a la vez a los hombres que la veían, uno por uno, durante la semana. Aristide Saccard estaba exultante los martes por la noche; era el amante titular, y volvía la cabeza, con una risa vaga, cuando la dueña de la casa lo traicionaba de pasada, concediendo una cita para esa misma noche a uno de los señores. Cuando se quedaba el último del grupo, encendía un puro más, charlaba de negocios, bromeaba un instante sobre el caballero que se aburría en la calle esperando que él saliera; después, tras haber llamado a Laure su «querida niña», y haberle dado un cachetito en la mejilla, se marchaba tranquilamente por una puerta, mientras el caballero entraba por otra. El secreto tratado de alianza que había consolidado el crédito de Saccard y proporcionado a la de Aurigny dos mobiliarios en un mes continuaba divirtiéndoles. Pero Laure deseaba un desenlace para la comedia. Este desenlace, decidido de antemano, iba a consistir en una ruptura pública, en beneficio de cualquier imbécil que pagara a buen precio ser el protector serio y conocido por todo París. El imbécil había aparecido. El duque de Rozan, harto de fastidiar inútilmente a las mujeres de su mundo, soñaba con una reputación de desenfreno, para acentuar con algún relieve su figura insulsa. Era muy asiduo a los martes de Laure, a quien había conquistado con su ingenuidad absoluta. Desgraciadamente, a sus treinta y cinco años se encontraba aún bajo la dependencia de su madre, hasta el punto de que podía disponer a lo sumo de una decena de luises a la vez. Las noches en que Laure se dignaba cogerle los diez luises, quejándose, hablando de los cien mil francos que necesitaría, él suspiraba, le prometía la suma para el día en que fuera el dueño. Fue entonces cuando ella tuvo la idea de hacerle entablar amistad con Larsonneau, uno de los buenos amigos de la casa. Los dos hombres fueron a almorzar juntos a Tortoni y, a los postres, Larsonneau, contándole sus amores con una española deliciosa, aseguró que conocía prestamistas; pero aconsejó vivamente a Rozan que jamás pasara por sus manos. Esta confidencia endemonió al duque, que acabó por arrancarle a su buen amigo la promesa de ocuparse de «su asuntillo». Éste se ocupó tan bien que debía llevarle el dinero la misma tarde que Saccard lo había citado en casa de Laure.
Cuando Larsonneau llegó, sólo estaban en el gran salón blanco y oro de la de Aurigny cinco o seis mujeres, que le cogieron las manos, le saltaron al cuello, con un cariño furioso. Lo llamaban «¡el gran Lar!», diminutivo cariñoso que Laure había inventado. Y él, con voz aflautada:
—Ea, ea, gatitas mías, vais a aplastarme el sombrero.
Se calmaron, lo rodearon muy de cerca en un confidente, mientras les contaba una indigestión de Sylvia, con quien había cenado la víspera. Después, sacando una bombonera del bolsillo de su traje, les ofreció pralinés. Pero Laure salió de su dormitorio y, como llegaban varios señores, arrastró a Larsonneau a un gabinete situado en uno de los extremos del salón, del que lo separaba un doble perder.
—¿Tienes el dinero? —le preguntó, cuando estuvieron a solas.
Lo tuteaba en las grandes circunstancias. Larsonneau, sin responder, se inclinó graciosamente, golpeando el bolsillo interior de su traje.
—¡Oh! ¡Este gran Lar! —murmuró la joven, encantada. Lo cogió por la cintura y lo abrazó—. Espera —dijo—, quiero ahora mismo esos papelitos… Rozan está en mi cuarto; voy a buscarlo.
Pero él la retuvo, besándole a su vez los hombros.
—¿Recuerdas qué comisión te he pedido a ti?
—¡Eh! Sí, tontorrón, trato hecho.
Regresó, trayendo a Rozan. Larsonneau estaba vestido con más corrección que el duque, mejor enguantado, encorbatado con más arte. Se dieron negligentemente la mano, y hablaron de las carreras de la víspera, en las que habían derrotado a un caballo de un amigo común. Laure estaba en vilo.
—Vamos, eso no es todo, querido mío —le dijo a Rozan—; el gran Lar tiene el dinero, ¿sabes? Habría que terminar.
Larsonneau pareció acordarse.
—¡Ah, sí!, es cierto, tengo la suma… Pero ¡habría hecho usted mejor escuchándome, amiguito! ¿Sabe que esos bribones me han pedido el cincuenta por ciento?… En fin, acepté de todos modos, usted me había dicho que no importaba…
Laure de Aurigny se había procurado pliegos de papel timbrado durante el día. Pero, cuando se trató de pluma y tintero, miró a los dos hombres con aire consternado, dudando de encontrar en su casa esos objetos. Quería ir a ver a la cocina cuando Larsonneau sacó del bolsillo donde estaba la bombonera, dos maravillas, un palillero de plata, que se alargaba con ayuda de un tornillo, y un tintero, de acero y ébano, de un acabado y una delicadeza de joya. Y al sentarse Rozan:
—Haga los pagarés a mi nombre. Comprenda, no he querido comprometerle. Nos arreglaremos entre nosotros… Seis efectos de veinticinco mil francos cada uno, ¿no?
Laure contaba, en una esquina de la mesa, los «papelitos». Rozan ni siquiera los vio. Cuando hubo firmado y levantó la cabeza, ya habían desaparecido en el bolsillo de la joven. Pero ésta fue hacia él y lo besó en ambas mejillas, lo cual pareció encantarle. Larsonneau los miraba filosóficamente, doblando los efectos y guardándose el recado de escribir en el bolsillo.
La joven estaba aún colgada del cuello de Rozan cuando Aristide Saccard alzó una punta del portier.
—¡Qué bien! ¡No se cohíban! —dijo riendo.
El duque se ruborizó. Pero Laure fue a dar rigurosamente la mano al financiero, intercambiando con él un guiño de inteligencia. Estaba radiante.
—Ya está, querido —dijo—; le había avisado. ¿No me guarda demasiado rencor, verdad?
Saccard se encogió de hombros con aire bonachón. Apartó el portier y, eclipsándose para dejar paso a Laure y al duque, gritó, con voz chillona de ujier:
—¡El señor duque, la señora duquesa!
Esta broma tuvo un éxito loco. Al día siguiente, los periódicos la contaron, nombrando crudamente a Laure de Aurigny y designando a los dos hombres con iniciales muy transparentes. La ruptura de Aristide Saccard y la gruesa Laure hizo aún más ruido que sus supuestos amores.
Mientras tanto, Saccard había soltado el portier sobre la carcajada de gozo que su broma había levantado en el salón.
—¡Ah, qué buena chica! —dijo volviéndose hacia Larsonneau—. ¡Es de un vicio!… Y usted, picarón, es el que se va a beneficiar de todo esto. ¿Qué es lo que le dan?
Pero él se defendió con sonrisas, y se estiraba los puños, que se le subían. Por fin fue a sentarse, cerca de la puerta, en un confidente al que Saccard lo llamaba con el gesto.
—Venga aquí, no pretendo confesarlo, ¡qué diablos!… A los negocios serios ahora, amiguito. He tenido, esta tarde, una larga conversación con mi mujer… Asunto concluido.
—¿Consiente en ceder su parte? —preguntó Larsonneau.
—Sí, pero mi trabajo me ha costado… ¡Las mujeres son de un terco! La mía había prometido no vender a una vieja tía, ¿sabe? Y tenía escrúpulos hasta nunca acabar… Afortunadamente, yo había preparado una historia completamente decisiva.
Se levantó para encender un puro en el candelabro que Laure había dejado sobre la mesa y regresó a estirarse muellemente en el confidente.
—Le he dicho a mi mujer —continuó—, que usted estaba totalmente arruinado… Usted jugó a la Bolsa, se comió su dinero con las mujeres, se embarulló con malas especulaciones; en fin, está usted a punto de una quiebra espantosa… Entonces le expliqué que el asunto de Charonne iba a zozobrar con el desastre de usted, y que lo mejor sería aceptar la propuesta que usted me había hecho de dejarla a ella al margen, comprándole su parte, por un pedazo de pan, eso es cierto.
—No es muy inteligente —murmuró el agente de expropiaciones—. ¿Se figura usted que su mujer va a creerse semejantes patrañas?
Saccard esbozó una sonrisa. Estaba en una hora de desahogo.
—Es usted ingenuo, querido mío —prosiguió—. El fondo de la historia no importa mucho; son los detalles, el gesto y el acento los que lo hacen todo. Llame a Rozan, y apuesto a que lo convenzo de que es de día. Y mi mujer no tiene mucha más cabeza que Rozan… Le he dejado entrever abismos. Ni siquiera sospecha la inminente expropiación. Y cuando se asombraba de que, en plena catástrofe, usted pudiera pensar en aceptar una carga más pesada, le dije que, sin duda, ella le estorbaba para alguna mala pasada que preparaba usted para sus acreedores… Por último, le aconsejé el negocio como única manera de no encontrarse mezclada en pleitos interminables y de sacar algún dinero de los terrenos.
A Larsonneau la historia le seguía pareciendo un poco brutal. Sus métodos eran menos dramáticos; cada una de sus operaciones se anudaba y se desanudaba con elegancias de comedia de salón.
—Yo habría ideado otra cosa —dijo—. En fin, cada cual tiene su sistema… Sólo nos queda, entonces, pagar.
—Sobre este asunto quería entenderme con usted —respondió Saccard—. Mañana le llevaré la escritura de cesión a mi mujer, y ella no tendrá más que devolverle esa escritura a usted, para cobrar el precio convenido… Prefiero evitar toda entrevista.
Jamás había querido, en efecto, que Larsonneau fuera a su casa en pie de intimidad. No lo invitaba, lo acompañaba a ver a Renée los días que era totalmente indispensable que los dos socios se viesen; eso había ocurrido tres veces. Casi siempre trataba él con poderes de su mujer, pensando que era inútil dejarle ver sus negocios de demasiado cerca.
Abrió su cartera, añadiendo:
—Ahí tiene los doscientos mil francos de pagarés firmados por mi mujer; se los dará usted en pago, y agregará cien mil francos que le traeré mañana por la mañana… ¡Qué sacrificio, querido amigo! Este asunto me cuesta un ojo de la cara.
—Pero —observó el agente de expropiaciones— eso sólo asciende a trescientos mil francos… ¿Es que el recibo será por esa suma?
—¡Un recibo de trescientos mil francos! —prosiguió Saccard riendo—. ¡Pues sí! Estaríamos aviados más adelante. Es preciso, según mis inventarios, que la finca sea tasada hoy en dos millones quinientos mil francos. El recibo será por la mitad, naturalmente.
—Su mujer nunca querrá firmarlo.
—¡Claro que sí! Le digo que todo está convenido… ¡Y tanto! Le he dicho que ésa era su primera condición. Usted nos pone la pistola al pecho con su quiebra, ¿comprende? Y entonces es cuando yo parecí dudar de su honradez y lo acusé de pretender timar a sus acreedores… ¿Es que mi mujer entiende algo de todo esto?
Larsonneau movía la cabeza, murmurando:
—Da lo mismo, podía haber buscado usted algo más sencillo.
—Pero ¡si mi historia es la sencillez misma! —dijo Saccard muy extrañado—. ¿Dónde diablos ve usted la complicación?
No tenía conciencia del increíble número de triquiñuelas que sumaba al asunto más ordinario. Disfrutaba con auténtica alegría de aquel cuento como una catedral que acababa de meterle a Renée; y lo que le encantaba era el impudor de la mentira, el cúmulo de imposibilidades, la asombrosa complicación de la intriga. Hacía mucho tiempo que habría tenido los terrenos de no haber ideado todo este drama, pero habría gozado menos al tenerlos cómodamente. Por otra parte, ponía la mayor ingenuidad en hacer de la especulación de Charonne todo un melodrama financiero.
Se levantó y, cogiendo del brazo a Larsonneau, se dirigió al salón.
—Me ha entendido bien, ¿no? Conténtese con seguir mis instrucciones, y después me aplaudirá… Mire usted, querido amigo, comete un error al llevar guantes amarillos, eso le estropea la mano.
El agente de expropiaciones se contentó con sonreír, murmurando:
—¡Oh! Los guantes tienen algo bueno, querido maestro: uno lo toca todo sin ensuciarse.
Al entrar en el salón, Saccard se quedó sorprendido y un poco inquieto al encontrar a Maxime al otro lado del portier. El joven estaba sentado en un confidente, al lado de una señora rubia, que le contaba con voz monótona una larga historia, la suya, sin duda. En efecto, había oído la conversación de su padre y de Larsonneau. Los dos cómplices le parecían unos pillos redomados. Vejado aún por la traición de Renée, saboreaba una alegría cobarde al enterarse del robo de que iba a ser víctima. Eso lo vengaba en parte. Su padre fue a estrecharle la mano, con aire desconfiado; pero Maxime le dijo al oído, señalándole a la señora rubia:
—¿No está mal, verdad? Quiero «trabajármela» para esta noche.
Entonces Saccard se contoneó, se mostró galante. Laure de Aurigny fue a unirse a ellos por un momento; se quejaba de que Maxime apenas la visitaba una vez al mes. Pero él aseguró que había estado muy ocupado, lo cual hizo reír a todo el mundo. Añadió que a partir de ahora sólo lo verían a él.
—He escrito una tragedia —dijo—, y sólo ayer encontré el quinto acto… Cuento con descansar en casa de todas las bellezas de París.
Se reía, saboreaba sus alusiones, que sólo él podía comprender. Mientras tanto, sólo quedaban ya en el salón, a los dos lados de la chimenea, Rozan y Larsonneau. Los Saccard se levantaron, así como la señora rubia, que residía en la casa. Entonces la de Aurigny fue a hablar en voz baja con el duque. Este pareció sorprendido y contrariado. Viendo que no se decidía a abandonar su sillón, ella dijo a media voz:
—No, en serio, esta noche no. ¡Tengo una jaqueca!… Mañana, se lo prometo.