La jauría (24 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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—¿Conoce usted a un prestamista? —preguntó negligentemente Renée.

—Conozco a diez… Es usted demasiado bondadosa. Entre mujeres, ¿verdad?, podemos decirnos muchas cosas, y porque su marido sea mi hermano no voy a disculparlo por perseguir bribonas y dejar que se aburra al amor de la lumbre una preciosidad de mujer como usted… Esa Laure de Aurigny le cuesta un ojo de la cara. No me extrañaría que le hubiera negado a usted dinero. Se lo ha negado, ¿verdad?… ¡Oh! ¡Qué desgraciado!

Renée escuchaba complacientemente aquella voz blanda que salía de la sombra, como el eco vago de sus propios ensueños. Los párpados entornados, casi acostada en su sillón, ya no sabía que Sidonie estaba allí, creía soñar que la asaltaban malos pensamientos y la tentaban con gran dulzura. La corredora habló mucho tiempo, semejante a un agua tibia y monótona.

—Es la señora Lauwerens la que ha arruinado su existencia. Nunca quiso usted creerme. ¡Ah!, no estaría llorando en el rincón de su chimenea, si no hubiera desconfiado de mí… Y la quiero como a las niñas de mis ojos, guapísima. Tiene usted un pie encantador. Se va usted a burlar de mí, pero quiero contarle mis locuras: cuando hace tres días que no la he visto, necesito imperiosamente venir a admirarla; sí, me falta algo; necesito empaparme de su hermoso pelo, de su rostro tan blanco y delicado, de su esbelto talle… De veras, nunca vi un talle parecido.

Renée acabó por sonreír. Sus propios amantes no tenían ese calor, ese éxtasis absorto, al hablarle de su belleza. Sidonie vio esa sonrisa.

—Bueno, de acuerdo —dijo levantándose prestamente—. Charloteo y charloteo, y me olvido de que le caliento los cascos… Vendrá usted mañana, ¿verdad? Hablaremos de dinero, buscaremos un prestamista… Compréndalo, quiero que sea usted feliz.

La joven, sin moverse, desfallecida por el calor, respondió tras un silencio, como si hubiera necesitado un laborioso trabajo para comprender lo que se decía a su alrededor:

—Sí, iré, de acuerdo, y charlaremos; pero no mañana… Worms se contentará con un adelanto. Cuando me vuelva a atormentar, ya veremos… No me hable más de esto. Tengo la cabeza rota por los negocios.

Sidonie pareció muy contrariada. Iba a volver a sentarse, a reanudar su monólogo acariciador; pero la actitud fatigada de Renée la obligó a dejar su ataque para más adelante. Se sacó del bolsillo un puñado de papeles, donde buscó y acabó por encontrar un objeto encerrado en una especie de caja rosa.

—Había venido a recomendarle un nuevo jabón —dijo recobrando su voz de corredora—. Me intereso mucho por el inventor, que es un jovencito encantador. Es un jabón muy suave, muy bueno para la piel. Lo probará, ¿verdad? y hablará de él a sus amigas… Lo dejo aquí, sobre la chimenea. —Estaba ya en la puerta y volvió otra vez, y, erguida en el resplandor rosa del fuego, con su cara de cera, se puso a elogiar una faja elástica, un invento destinado a sustituir a los corsés—. Le deja una cintura muy tentadora, una auténtica cintura de avispa… —decía—. He salvado eso de una quiebra. Cuando venga usted, se probará las muestras, si quiere… He tenido que andar de abogados durante una semana. El expediente está en mi bolsillo, y me voy ahora mismo a mi alguacil para eliminar una última oposición… Hasta pronto, monina. Ya sabe que la espero y que quiero enjugar sus hermosos ojos.

Se escurrió, desapareció. Renée ni siquiera la oyó cerrar la puerta. Permaneció allí, ante el fuego que moría, prolongando el sueño del día, la cabeza llena de cifras danzantes, oyendo a lo lejos las voces de Saccard y de Sidonie dialogar, ofrecerle sumas considerables, con el tono con que un tasador de subastas pone a la venta un mobiliario. Sentía en el cuello el beso brutal de su marido y, cuando se daba la vuelta, era a la corredora a quien encontraba a sus pies, con su traje negro, su rostro blando, dirigiéndole frases apasionadas, alabando sus perfecciones, implorando una cita amorosa, con la actitud de un amante cuya resignación está agotada. Eso la hacía sonreír. El calor, en la estancia, resultaba cada vez más sofocante. Y el estupor de la joven, los ensueños extravagantes que tenía, no eran sino un sueño ligero, un sueño artificial, en cuyo fondo volvía a ver siempre el pequeño reservado del bulevar, el ancho diván donde había caído de rodillas. Ya no sufría nada. Cuando abría los párpados, Maxime pasaba por el fuego rosa.

Al día siguiente, en el baile del Ministerio, la hermosa señora Saccard estuvo maravillosa. Worms había aceptado una entrega de cincuenta mil francos; ella salía de aquel apuro de dinero con risas de convaleciente. Cuando cruzó los salones, con su aparatoso vestido de falla rosa de larga cola Luis XIV, enmarcado por anchos encajes blancos, hubo un murmullo, los hombres se atropellaron para verla. Y los íntimos se inclinaban, con una discreta sonrisa de inteligencia, rindiendo homenaje a aquellos hermosos hombros, tan conocidos del todo París oficial, y que eran los firmes pilares del Imperio. Se había escotado con tal desprecio de las miradas, avanzaba tan tranquila y tan tierna en su desnudez, que casi no resultaba indecente. Eugéne Rougon, el gran político, que notaba que ese pecho desnudo era aún más elocuente que su palabra en la Cámara, más dulce y persuasivo para hacer disfrutar de los encantos del reinado y convencer a los escépticos, acudió a felicitar a su cuñada por la feliz audacia de haber abierto su corpiño dos dedos mas. Casi todo el Cuerpo legislativo estaba allí, y por la manera en que los diputados miraban a la joven el ministro se prometía un rotundo éxito, al día siguiente, en la delicada cuestión de los empréstitos de la Villa de París. No se podía votar contra un poder que hacía crecer, sobre el humus de los millones, una flor como esta Renée, una extraña flor voluptuosa, de carnes de seda, de desnudeces de estatua, vivo goce que dejaba tras de sí un olor de tibio placer. Pero la comidilla del baile entero fue el tembleque y el collar. Los hombres conocían las joyas. Las mujeres se las señalaban con la mirada, furtivamente. No se habló de otra cosa en todo el sarao. Y los salones extendían su espacio, en la luz blanca de las arañas, llenos de un tropel resplandeciente, como una confusión de astros caídos en un rincón demasiado angosto.

Hacia la una, Saccard desapareció. Había saboreado el éxito de su mujer como un hombre al que el golpe de efecto le ha salido bien. Acababa de consolidar su crédito. Un negocio lo llamaba a casa de Laure de Aurigny, y escapó rogando a Maxime que acompañase a Renée a casa, después del baile.

Maxime se pasó la noche, prudentemente, al lado de Louise de Mareuil, ocupadísimos los dos en hablar horrorosamente mal de las mujeres que iban y venían. Y cuando habían encontrado una locura mayor que las otras, ahogaban sus risas en el pañuelo. Renée tuvo que ir a pedir el brazo al joven, para salir de los salones. En el coche, se mostró de una alegría nerviosa; estaba aún toda vibrante por la embriaguez de luz, de perfumes y de ruidos que acababa de cruzar. Parecía, además, haber olvidado su «tontería» del bulevar, como decía Maxime. Se limitó a preguntarle, con singular tono de voz:

—¿Conque es muy divertida, esa jorobadita de Louise?

—¡Oh! Muy divertida… —respondió el joven riendo aún—. ¿Viste a la duquesa de Sternich, con un pájaro amarillo en el pelo, verdad?… Pues Louise pretende que es un pájaro mecánico que bate las alas y que grita: ¡Cucú! ¡Cucú! al pobre duque, al dar las horas.

A Renée le pareció muy cómica esta broma de interna emancipada. Cuando hubieron llegado, y como Maxime iba a despedirse de ella, le dijo:

—¿No subes? Seguramente Céleste me ha preparado un tentempié.

Él subió, con su abandono ordinario. Arriba no había tentempié, y Céleste estaba acostada. Renée tuvo que encender las velas de un pequeño candelabro de tres brazos. Su mano temblaba un poco.

—Esa boba —decía, hablando de su doncella— habrá entendido mal mis órdenes… Nunca podré desvestirme sola.

Pasó a su tocador. Maxime la siguió, para contarle una nueva frase de Louise que se le venía a la memoria, tan tranquilo como si se le hubiera hecho tarde en casa de un amigo, buscando ya su cigarrera para encender un puro. Pero allí, después de dejar el candelabro, ella se volvió y cayó en los brazos del joven, muda e inquietante, pegando su boca a la de él.

Las habitaciones privadas de Renée eran un nido de seda y encaje, una maravilla de lujo coqueto. Un gabinete muy pequeño precedía al dormitorio. Las dos piezas formaban una sola, o al menos el gabinete casi no era más que el umbral del dormitorio, una gran alcoba, guarnecida de tumbonas, sin puerta, cerrada por un doble portier. Las paredes, en una y otra pieza, se hallaban tapizadas con una tela de seda mate gris lino, briscada con enormes ramos de rosas, de lilas blancas y de botones de oro. Las cortinas y los portiers eran de guipur de Venecia, colocado sobre un forro de seda, de franjas alternas grises y rosas. En el dormitorio, la chimenea de mármol blanco, una auténtica joya, desplegaba, como un canastillo de flores, sus incrustaciones de lapislázuli y mosaicos preciosos, que reproducían las rosas, las lilas y los botones de oro del tapizado. Una gran cama gris y rosa, cuya madera no se veía, recubierta por tela y acolchada, y cuya cabecera se apoyaba en la pared, llenaba toda una mitad del dormitorio con su oleada de colgaduras, sus guipures y su seda briscada de ramos, que caían desde el techo hasta la alfombra. Era como un traje femenino, redondeado, recortado, acompañado de polisones, lazos, volantes; y la ancha cortina que se hinchaba, semejante a una falda, hacía soñar con una gran amante, inclinada, desfalleciente, a punto de derrumbarse sobre las almohadas. Bajo las cortinas, era un santuario, batistas plisadas con plieguecitos, una nube de encajes, toda clase de cosas delicadas y transparentes, que se ahogaban en una media luz religiosa. Al lado de la cama, de aquel monumento cuya amplitud devota recordaba una capilla engalanada para una fiesta, los otros muebles desaparecían: asientos bajos, una psique de dos metros, muebles provistos de infinidad de cajones. En el suelo, la alfombra, de un gris azulado, estaba sembrada de rosas pálidas deshojadas. Y a ambos lados de la cama, había dos grandes pieles de oso negro, guarnecidas de terciopelo rosa, con uñas de plata, y cuyas cabezas, vueltas hacia la ventana, miraban fijamente al cielo vacío con sus ojos de cristal.

Esta habitación tenía una dulce armonía, un silencio ahogado. Ninguna nota demasiado aguda, reflejo de metal, dorado brillante, cantaba en la frase soñadora del rosa y del gris. El propio juego de chimenea, el marco del espejo, el reloj, los pequeños candelabros, estaban hechos con viejas piezas de Sèvres, y apenas dejaban ver el cobre dorado de las monturas. Una maravilla de decoración, sobre todo el reloj, con su ronda de amores mofletudos, que bajaban, se inclinaban en torno a la esfera, como una pandilla de chiquillos desnudos que se burlasen de la rápida marcha de las horas. Este lujo suavizado, estos colores y estos objetos que el gusto de Renée había querido tiernos y sonrientes, ponían allí un crepúsculo, una luz de alcoba en la cual se han corrido las cortinas. Parecía que la cama continuara, que la pieza entera fuera una cama inmensa, con sus alfombras, sus pieles de oso, sus asientos acolchados, su tapizado guateado, que prolongaban la blandura del suelo por las paredes, hasta el techo. Y, como en un lecho, la joven dejaba allí, sobre todas esas cosas, la huella, la tibieza, el perfume de su cuerpo. Cuando uno apartaba el doble portier del gabinete, parecía como si levantase un cubrecama de seda, como si entrase en un gran tálamo todavía cálido y húmedo y encontrase, sobre las telas finas, las formas adorables, el sueño y los ensueños de una parisiense de treinta años.

Una pieza contigua, el vestidor, gran habitación tapizada de cretona antigua, estaba rodeada simplemente por altos armarios de palo de rosa, donde se encontraba colgado el ejército de los vestidos. Céleste, muy metódica, alineaba los vestidos por orden de antigüedad, los etiquetaba, metía la aritmética entre los caprichos amarillos o azules de su ama, mantenía el vestidor en un recogimiento de sacristía y con una limpieza de cuadra de lujo. No había un solo mueble, y no se veía un trapo; los paneles de los armarios relucían, fríos y netos, como los paneles barnizados de un cupé.

Pero la maravilla de las habitaciones, la pieza de la cual hablaba todo París, era el tocador. Se decía: «El tocador de la hermosa señora Saccard», como se dice: «La galería de los espejos de Versalles». Este tocador se encontraba en una de las torrecillas del palacete, justamente encima de la salita botón de oro. Uno pensaba, al entrar en él, en una ancha tienda redonda, una tienda de cuento de hadas, alzada en pleno sueño por alguna guerrera enamorada. En el centro del techo, una corona de plata cincelada retenía los paños de la tienda que iban, redondeándose, a unirse a la pared, desde donde caían rectos hasta el piso. Esos paños, esas ricas colgaduras, estaban hechos de un viso de seda rosa recubierto por una muselina muy clara, plisada a grandes pliegues de trecho en trecho; un aplique de guipur separaba los pliegues, y junquillos de plata grabada bajaban de la corona, corrían a lo largo de la colgadura, a los dos lados de cada aplique. El gris rosado del dormitorio se aclaraba aquí, se convertía en un blanco rosado, una carne desnuda. Y, bajo esa cuna de encaje, bajo esas cortinas que sólo dejaban ver del techo, por el angosto hueco de la corona, un agujero azulado, donde Chaplin había pintado un riente amor, que miraba y aprestaba su flecha, daba la impresión de que uno se encontraba en el fondo de una bombonera, en un precioso cofre de joyas, agrandado, no ya hecho para el brillo de un diamante, sino para la desnudez de una mujer. La alfombra, de nívea blancura, se extendía sin la menor siembra de flores. Un armario de luna, con los dos paneles incrustados de plata; una tumbona, dos pufs, taburetes de raso blanco; una gran mesa de tocador, con superficie de mármol rosa, y cuyas patas desaparecían bajo los volantes de muselina y guipur, amueblaban la pieza. Los cristales de la mesa de tocador, los vasos, los jarrones, la bandeja, eran de viejo bohemia veteado en rosa y blanco. Y había aún otra mesa, incrustada de plata como el armario de luna, donde se hallaba alineado el material, los chismes de tocador, extravagante equipo que desplegaba un considerable número de pequeños instrumentos cuyo uso no se entendía, rascadores, polissoirs, limas de todos los tamaños y de todas las formas, tijeras rectas y curvas, todas las variedades de pinzas y horquillas. Cada uno de estos objetos, de plata y marfil, estaba marcado con las iniciales de Renée.

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