La jauría (10 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Cuando Sidonie volvió a subir, todo había acabado. Con un toque de los dedos, como mujer habituada a esa operación, cerró los ojos de Angèle, lo cual alivió singularmente a Saccard. Luego, tras haber acostado a la pequeña, hizo, en un abrir y cerrar de ojos, el arreglo de la cámara mortuoria. Cuando hubo encendido dos velas sobre la cómoda, y estirado cuidadosamente la sábana hasta la barbilla de la muerta, lanzó a su alrededor una mirada de satisfacción, y se tendió en un sillón, donde dormitó hasta la aurora. Saccard pasó la noche en la habitación contigua, escribiendo esquelas de defunción. Se interrumpía, a veces, se abstraía, alineaba columnas de cifras en trozos de papel.

La tarde del entierro, Sidonie se llevó a Saccard a su entresuelo. Allí se tomaron grandes decisiones. El empleado decidió que enviaría a la pequeña Clotilde a uno de sus hermanos, Pascal Rougon, un médico de Plassans, que vivía soltero, con su amor a la ciencia, y que varias veces le había ofrecido llevarse a su sobrina con él, para alegrar su casa silenciosa de sabio. Sidonie le hizo comprender en seguida que no podía habitar por más tiempo en la calle Saint Jacques. Le alquilaría por un mes un piso elegantemente amueblado, en los alrededores del ayuntamiento; trataría de encontrar ese piso en una casa burguesa, para que los muebles parecieran de su pertenencia. En cuanto al mobiliario de la calle Saint Jacques, lo venderían, con el fin de borrar hasta los últimos olores del pasado. Emplearía el dinero en comprarse un ajuar y trajes decentes. Tres días después, pusieron a Clotilde a cargo de una anciana señora que se dirigía justamente al sur. Y Aristide Saccard, triunfante, las mejillas bermejas, como engordado en tres días por las primeras sonrisas de la fortuna, ocupaba en el Marais, calle Payenne, en una casa severa y respetable, un coquetón alojamiento de cinco habitaciones, por el que se paseaba con zapatillas bordadas. Era la vivienda de un joven sacerdote, partido repentinamente hacia Italia, cuya criada había recibido la orden de encontrar un inquilino. Esta criada era una amiga de Sidonie, quien tenía cierta inclinación por la clerigalla; amaba a los curas, con el amor con que amaba a las mujeres, por instinto, estableciendo acaso ciertos parentescos nerviosos entre las sotanas y las faldas de seda. A partir de entonces, Saccard estaba listo; se acomodó a su papel con un arte exquisito; esperó sin pestañear las dificultades y las delicadezas de la situación que había aceptado.

Sidonie, en la horrible noche de la agonía de Angèle, había contado fielmente en pocas palabras el caso de la familia Béraud. El cabeza de familia, el señor Béraud Du Châtel, un anciano alto de sesenta años, era el último representante de una vieja familia burguesa, cuyos títulos se remontaban más atrás que los de ciertas familias nobles. Uno de sus antepasados era compañero de Etienne Marcel. En el 93, su padre moría en el cadalso, tras haber saludado a la República con todo su entusiasmo de burgués de París, por cuyas venas corría la sangre revolucionaria de la ciudad. Él mismo era uno de esos republicanos de Esparta, que soñaban con un gobierno de entera justicia y de sabía libertad. Envejecido en la magistratura, en la que había adquirido una rigidez y una severidad profesionales, presentó su dimisión como presidente de sala en 1851, cuando el golpe de Estado, tras haberse negado a formar parte de una de esas comisiones mixtas que deshonraron a la justicia francesa
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. Desde esa época, vivía solitario y retirado en su palacete de L'Île-Saint-Louis que se encontraba en la punta de la isla, casi frente a la mansión Lambert. Su mujer había muerto joven. Algún drama secreto, cuya herida seguía sangrando, debió de ensombrecer aún más el grave semblante del magistrado. Tenía ya una hija de ocho años, Renée, cuando su mujer expiró al dar a luz una segunda hija. Esta última, a quien llamaron Christine, fue recogida por una hermana del señor Béraud Du Châtel, casada con el notario Aubertot. Renée marchó a un convento. La señora Aubertot, que no tenía hijos, cobró un cariño maternal a Christine, a quien educó a su lado. Al morir su marido, le devolvió la pequeña a su padre, y se quedó entre aquel anciano silencioso y aquella rubita sonriente. Renée fue olvidada en el internado. Durante las vacaciones, llenaba el palacete de tal barullo que su tía lanzaba un gran suspiro de alivio cuando la volvía a llevar por fin a las monjas de la Visitación, donde estaba interna desde la edad de ocho años. Sólo salió del convento a los diecinueve años, y fue para ir a pasar un verano en casa de los padres de su buena amiga Adeline, que poseían, en el Nivernais, una admirable finca. Cuando regresó en octubre, tía Elisabeth se extrañó de encontrarla seria, con una honda tristeza. Una noche la sorprendió ahogando sus sollozos en la almohada, retorciéndose sobre la cama en una crisis de loco dolor. En el abandono de su desesperación, la cría le contó una historia indignante: un hombre de cuarenta años, rico, casado, y cuya esposa joven y encantadora, estaba allá, la había violado en el campo, sin que ella pudiera defenderse ni se atreviera a ello. Esta confesión aterrorizó a la tía Elisabeth; se acusó, como si se hubiera sentido cómplice; su preferencia por Christine la desolaba, y pensaba que, de haber conservado igualmente a Renée a su lado, la pobre niña no habría sucumbido. A partir de entonces, para ahuyentar este agudo remordimiento, cuyo sufrimiento exageraba aún más su tierno natural, sostuvo a la culpable; amortiguó la cólera del padre, a quien las dos enteraron de la horrible verdad con el propio exceso de sus precauciones; inventó, en la turbación de su soledad, aquel extraño proyecto de boda, que le parecía solucionarlo todo, apaciguar al padre, introducir a Renée en el mundo de las mujeres honestas, y cuyo lado vergonzoso y sus fatales consecuencias no quería ver.

Jamás se supo cómo olfateó Sidonie aquel buen negocio. El honor de los Béraud había callejeado en su cesta, con los protestos de todas las mujerzuelas de Paris. Cuando conoció la historia, casi se impuso a su hermano, cuya mujer agonizaba. La tía Elisabeth acabó por creer que tenía que estar agradecida a aquella señora tan dulce, tan humilde, que se consagraba a la desdichada Renée hasta el punto de elegirle un marido en su familia. La primera entrevista de la tía y de Saccard se produjo en el entresuelo de la calle del
faubourg
Poissonnière. El empleado, que había llegado por la puerta cochera de la calle Papillon, comprendió, al ver llegar a la señora Aubertot por la tienda y la escalerita, el mecanismo ingenioso de las dos entradas. Se mostró lleno de tacto y de corrección. Trató la boda como un negocio, pero como un hombre de mundo que satisficiera sus deudas de juego. La tía Elisabeth estaba mucho más temblorosa que él; balbucía, no se atrevía a hablar de los cien mil francos que había prometido. Fue él quien inició primero la cuestión del dinero, con la pinta de un abogado que discute el caso de un cliente. Según él, cien mil francos eran una aportación ridícula para el marido de la señorita Renée. Insistía un poco en esta palabra, «señorita». El señor Béraud Du Châtel despreciaría más a un yerno pobre; lo acusaría de haber seducido a su hija por su fortuna, y quizá incluso se le ocurriera la idea de hacer secretamente una investigación. La señora Aubertot, asustada, pasmada por las palabras calmosas y pulidas de Saccard, perdió la cabeza y accedió a doblar la suma, cuando él hubo declarado que por menos de doscientos mil francos jamás se atrevería a pedir a Renée, pues no quería que lo tomasen por un indigno cazador de dotes. La buena señora se marchó muy turbada, sin saber ya lo que debía pensar de un muchacho que sentía tales indignaciones y que aceptaba semejante trato.

Esta primera entrevista fue seguida por una visita oficial que la tía Elisabeth hizo a Aristide Saccard, en su piso de la calle Payenne. Esta vez, iba en nombre del señor Béraud. El ex magistrado se había negado a ver a «ese hombre», como llamaba al seductor de su hija, mientras no estuviera casado con Renée, a la cual por lo demás había prohibido igualmente su puerta. La señora Aubertot tenía plenos poderes para tratar. Pareció encantada con el lujo del empleado; había temido que el hermano de aquella Sidonie de faldas chafadas fuera un patán. El la recibió envuelto en una deliciosa bata de casa. Era la hora en que los aventureros del 2 de diciembre, tras haber pagado sus deudas, arrojaban a las alcantarillas las botas desgastadas, las levitas blancas por las costuras, se afeitaban una barba de ocho días, y se convertían en hombres como es debido. Saccard entraba por fin en la pandilla, se limpiaba las uñas y ya sólo se lavaba con polvos y perfumes inestimables. Estuvo galante; cambió de táctica, se mostró de un prodigioso desinterés. Cuando la anciana señora habló de las capitulaciones, hizo un gesto, como para decir que le importaba poco. Desde hacía ocho días hojeaba el Código, meditaba sobre esta grave cuestión, de la que dependía en el futuro su libertad de especulador.

—Por favor —dijo—, acabemos con esta desagradable cuestión de dinero… Mi opinión es que la señorita Renée debe seguir siendo dueña de su fortuna y yo dueño de la mía. El notario lo arreglará.

Tía Elisabeth aprobó esta forma de pensar; temblaba de que aquel muchacho, en quien sentía vagamente una mano de hierro, quisiera meter los dedos en la dote de su sobrina. Habló en seguida de esa dote.

—Mi hermano —dijo—, tiene una fortuna que consiste sobre todo en fincas e inmuebles. Y no es hombre capaz de castigar a su hija mermándole la parte que le destinaba. Le da una finca en Sologne, tasada en trescientos mil francos, así como una casa, situada en París, que se valora en unos doscientos mil francos.

Saccard quedó deslumbrado; no esperaba semejante cifra; se volvió a medias para no dejar ver la oleada de sangre que le subía al rostro.

—Eso suma quinientos mil francos —continuó la tía—; pero no debo ocultarle que la finca de Sologne sólo produce el dos por ciento.

Él sonrió, repitió un gesto de desinterés, queriendo decir que eso no podía afectarle, ya que se negaba a inmiscuirse en la fortuna de su mujer. Tenía, en su sillón, una actitud de adorable indiferencia, distraído, jugando con la zapatilla con el pie, aparentemente escuchando por pura cortesía. La señora Aubertot, con su bondad de ánimo ordinaria, hablaba con dificultad, elegía los términos para no herirle. Prosiguió:

—Por último, quiero hacerle un regalo a Renée. No tengo hijos, mi fortuna pasará un día a mis sobrinas, y yo no voy a cerrar hoy la mano porque una de ellas esté deshecha en lágrimas. Los regalos de boda de las dos estaban preparados. El de Renée consiste en vastos terrenos situados hacia Charonne, que creo poder evaluar en doscientos mil francos. Sólo que… —Ante la palabra terreno, Saccard tuvo un leve estremecimiento. Bajo su teatral indiferencia, escuchaba con profunda atención. La tía Elisabeth se turbaba, no encontraba sin duda la frase, y continuó, ruborizándose—: Sólo que deseo que la propiedad de esos terrenos sea puesta a nombre del primer hijo de Renée. Ya comprende mi intención, no quiero que ese niño pueda resultar un día una carga para usted. En el caso de que muriera, Renée quedaría como única propietaria.

Él no rechistó, pero sus cejas tensas anunciaban una gran preocupación interna. Los terrenos de Charonne despertaban en él un mundo de ideas. La señora Aubertot creyó haberle herido al hablar del hijo de Renée y se quedó cortada, sin saber cómo reanudar la conversación.

—No me ha dicho usted en qué calle se encuentra el inmueble de doscientos mil francos —preguntó él, recobrando su tono de risueña llaneza.

—En la Pépinière —respondió—, casi en la esquina de la calle Astorg.

Esta simple frase produjo en él un efecto decisivo. Ya no dominó su arrobamiento; acercó su sillón, y con su volubilidad provenzal, con voz mimosa:

—Mi querida señora, se acabó, ¿vamos a seguir hablando de ese maldito dinero?… Mire, quiero confesarme con total franqueza, pues estaría desesperado si no mereciera su estima. He perdido a mi mujer últimamente, tengo dos hijos a cuestas, soy práctico y razonable. Al casarme con su sobrina, hago un buen negocio para todo el mundo. Si le quedan algunas prevenciones contra mí, me perdonará más adelante, cuando yo haya secado las lágrimas de cada uno y enriquecido hasta a mis tataranietos. El éxito es una llama dorada que lo purifica todo. Quiero que el propio señor Béraud me tienda la mano y me lo agradezca…

Se abstraía. Habló mucho tiempo así, con un cinismo jocoso que se traslucía a veces bajo su aire bonachón. Sacó a colación a su hermano el diputado, a su padre el recaudador particular de Plassans. Acabó por conquistar a la tía Elisabeth, que veía con una alegría involuntaria cómo, bajo los dedos de aquel hombre hábil, el drama que sufría desde hacía un mes terminaba en una comedia casi alegre. Se convino que irían al notario al día siguiente.

En cuanto la señora Aubertot se hubo retirado, Saccard se dirigió al ayuntamiento, y se pasó el día escudriñando ciertos documentos conocidos por él. En el notario, presentó una objeción; dijo que como la dote de Renée se componía sólo de bienes raíces, temía que eso le acarreara muchas molestias, y que creía prudente vender al menos el inmueble de la calle de la Pépinière para constituirle una renta con garantía estatal. La señora Aubertot quiso informar al señor Béraud Du Châtel, que seguía enclaustrado en su casa. Saccard siguió con sus gestiones hasta la noche. Fue a la calle de la Pépinière, recorrió París con el aire pensativo de un general en vísperas de una batalla decisiva. Al día siguiente, la señora Aubertot dijo que el señor Béraud Du Châtel se remitía por entero a ella. El contrato fue redactado sobre las bases ya debatidas. Saccard aportaba doscientos mil francos, Renée tenía en dote la finca de Sologne y el inmueble de la calle de la Pépinière, que se comprometía a vender; además, en caso de muerte de su primer hijo, quedaba como única propietaria de los terrenos de Charonne que le daba su tía. El contrato se estableció con el régimen de separación de bienes, que conserva a los esposos la total administración de su fortuna. Tía Elisabeth, que escuchaba atentamente al notario, pareció satisfecha con este régimen cuyas disposiciones parecían asegurar la independencia de su sobrina, poniendo su fortuna al abrigo de cualquier tentativa. Saccard esbozaba una vaga sonrisa, al ver a la buena señora aprobar cada cláusula con un ademán de la cabeza. Se fijó la boda en el plazo más corto.

Cuando todo estuvo arreglado, Saccard fue ceremoniosamente a anunciar a su hermano Eugéne su unión con la señorita Renée Béraud Du Châtel. Este golpe magistral extrañó al diputado. Y, como dejaba transparentarse su sorpresa:

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