La jauría (12 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Mientras Renée, instalada lujosamente en el piso de la calle de Rivoli, en el centro de ese nuevo París del que iba a ser una de las reinas, meditaba sobre sus futuros vestidos y se ensayaba para la vida de la alta sociedad, su marido cuidaba devotamente su primer gran negocio. Le compró primero la casa de la calle de la Pépinière, gracias a la mediación de un tal Larsonneau, a quien había encontrado huroneando como él en los despachos del ayuntamiento, pero que había cometido la tontería de dejarse sorprender, un día que inspeccionaba los cajones del prefecto. Larsonneau se había establecido como agente de negocios, en el fondo de un patio negro y húmedo de la parte baja de la calle Saint-Jacques. Su orgullo, sus codicias sufrían cruelmente allí. Se encontraba en el mismo punto que Saccard antes de su boda; había inventado también él, decía, «una máquina de monedas de cinco francos»; sólo que le faltaban los primeros anticipos para sacar partido de su invento. Se entendió a medias palabras con su ex colega, y trabajó tan bien que consiguió la casa por ciento cincuenta mil francos. Renée, al cabo de unos cuantos meses, tenía ya grandes necesidades de dinero. Cuando el trato estuvo cerrado, ella le rogó que invirtiese en su nombre cien mil francos que le entregó con toda confianza, para conmoverlo sin duda y hacerle cerrar los ojos sobre los cincuenta mil francos que se guardaba en el bolsillo. Él sonrió con aire astuto; entraba en sus cálculos que ella tirase el dinero por la ventana; aquellos cincuenta mil francos, que iban a desaparecer en encajes y en joyas, deberían producirle a él cien por cien. Llevó su honradez, de tan satisfecho como estaba con su primer negocio, hasta invertir realmente los cien mil francos de Renée y a entregarle los títulos de renta. Como su mujer no podía enajenarlos, estaba seguro de encontrarlos en el nido, si alguna vez los necesitaba.

—Querida mía, será para sus trapos —dijo galantemente.

Cuando poseyó la casa, tuvo la habilidad, en un mes, de revenderla dos veces a dos testaferros, engrosando cada vez el precio de compra. El último comprador no pagó por ella menos de trescientos mil francos. Durante ese tiempo, Larsonneau, único que aparecía a título de representante de los sucesivos propietarios, trasteaba a los inquilinos. Se negaba despiadadamente a renovar los arrendamientos, a menos que consintieran en formidables subidas del alquiler. Los inquilinos, que se olían la próxima expropiación, estaban desesperados; acababan por aceptar la subida sobre todo cuando Larsonneau añadía, con aire conciliador, que la subida sería ficticia durante los cinco primeros años. En cuanto a los inquilinos que se pusieron duros, fueron sustituidos por paniaguados a quienes se dio alojamiento gratis y que firmaron todo lo que se quiso; en eso hubo un beneficio doble; el alquiler subía, y la indemnización reservada al inquilino por su arrendamiento correspondía a Saccard. Sidonie quiso ayudar a su hermano, instalando en una de las tiendas de la planta baja un almacén de pianos. Fue en esa ocasión cuando Saccard y Larsonneau, asaltados por su fiebre, llegaron un poco lejos: inventaron libros de comercio, falsificaron cuentas, para cifrar la venta de pianos en una suma enorme. Durante varias noches, garabatearon juntos. Así manipulada, la casa triplicó su valor. Gracias a la última escritura de venta, gracias a las subidas del alquiler, a los falsos inquilinos y al comercio de Sidonie, podía ser tasada en quinientos mil francos ante la comisión de indemnizaciones.

Los engranajes de la expropiación, de esa máquina poderosa que, durante quince años, trastornó París, soplando la fortuna y la ruina, son de lo más sencillos. En cuanto se decreta una vía nueva, los inspectores de vías públicas trazan el plan parcelario y tasan las propiedades. De ordinario, en el caso de los inmuebles, tras haber investigado capitalizan el alquiler total y pueden dar así una cifra aproximada. La comisión de indemnizaciones, compuesta por concejales, hace siempre una oferta inferior a esa cifra, sabiendo que los interesados reclamarán más, y que habrá mutuas concesiones. Cuando no pueden entenderse, el asunto es llevado ante un jurado que se pronuncia soberanamente sobre la oferta de la Villa y la demanda del propietario o del inquilino expropiado.

Saccard, que se había quedado en el ayuntamiento para el momento decisivo, tuvo por un instante la imprudencia de querer que le designasen, cuando se iniciaron las obras del bulevar Malesherbes, para tasar en persona su casa. Pero temió paralizar con eso su influencia sobre los miembros de la comisión de indemnizaciones. Hizo elegir a uno de sus colegas, un joven dulce y sonriente, llamado Michelin, cuya mujer, de adorable belleza, iba a veces a disculpar a su marido con los jefes, cuando se ausentaba por culpa de una indisposición. Estaba indispuesto muy a menudo. Saccard había observado que la linda señora Michelin, que se deslizaba tan humildemente por las puertas entornadas, era todopoderosa; Michelin ganaba un ascenso a cada una de sus enfermedades, hacía carrera metiéndose en la cama. En una de sus ausencias, mientras mandaba a su mujer casi todas las mañanas a llevar noticias suyas a la oficina, Saccard lo encontró dos veces en los bulevares exteriores, fumando un puro, con la pinta tierna y encantada que no le abandonaba jamás. Eso le inspiró simpatía por aquel buen joven, por aquella feliz pareja tan ingeniosa y tan práctica. Sentía admiración por todas las «máquinas de monedas de cinco francos» hábilmente explotadas. Cuando hubo conseguido que designasen a Michelin, se fue a ver a su encantadora esposa, quiso presentársela a Renée, habló delante de ella de su hermano el diputado, el ilustre orador. La señora Michelin comprendió. A partir de ese día, su marido reservó para su colega sus sonrisas más sosegadas. Éste, que no quería hacer confidencias al digno muchacho, se contentó con encontrarse allí, como por azar, el día que procedió a la tasación del inmueble de la calle de la Pépinière. Lo ayudó. Michelin, la cabeza más vacía y más nula que se pudiera encontrar, se ajustó a las instrucciones de su mujer, que le había recomendado contentar al señor Saccard en todo. No sospechó nada, por lo demás; creyó que el inspector de vías tenía prisa por que acabara su tarea para llevarlo al café. Los arrendamientos, los recibos del alquiler, los famosos libros de Sidonie pasaron de las manos de su colega ante sus ojos, sin que tuviera tiempo siquiera de comprobar las cifras, que aquél anunciaba en alto. Estaba allí Larsonneau, quien trataba a su cómplice como a un extraño.

—Venga, ponga quinientos mil francos —acabó diciendo Saccard—. La casa vale más… Apresurémonos, creo que va a haber un movimiento de personal en el ayuntamiento, y quiero hablarle de eso para que usted prevenga a su mujer.

El asunto se despachó así. Pero tenía aún temores. Temía que esa suma de quinientos mil francos pareciese excesiva a la comisión de indemnizaciones, por una casa que no valía notoriamente más que doscientos mil. Aún no se había producido la formidable alza de los inmuebles. Una investigación le habría hecho correr el riesgo de serios disgustos. Recordaba aquella frase de su hermano: «Nada de escándalos demasiado ruidosos, o te elimino», y sabía que Eugéne era muy capaz de ejecutar su amenaza. Se trataba de volver ciegos y benévolos a los señores de la comisión. Puso los ojos en dos hombres influyentes de quienes se había hecho amigo por la forma en que los saludaba en los corredores, cuando los encontraba. Los treinta y seis concejales estaban elegidos con cuidado por la propia mano del emperador, tras la presentación del prefecto, entre los senadores, los diputados, los abogados, los médicos, los grandes industriales que más devotamente se arrodillaban ante el poder; pero, entre todos, el barón de Gouraud y el señor Toutin-Laroche merecían la benevolencia de las Tullerías por su fervor.

El barón de Gouraud completo cabía en esta corta biografía: nombrado barón por Napoleón I, en recompensa por las galletas estropeadas con que abasteció al Gran Ejército, había sido par sucesivamente bajo Luis XVIII, bajo Carlos X, bajo Luis Felipe, y era senador bajo Napoleón III. Era un adorador del trono, de las cuatro tablas doradas recubiertas de terciopelo; poco le importaba el hombre que en él se sentaba. Con su vientre enorme, su cara de buey, su facha de elefante, era de una tunantería encantadora; se vendía con majestad y cometía las mayores infamias en nombre del deber y de la conciencia. Pero este hombre asombraba aún más por sus vicios. Corrían sobre él historias que sólo se podían contar al oído. Sus setenta años florecían en pleno y monstruoso desenfreno. En dos ocasiones había habido que echar tierra sobre sucias aventuras, para no arrastrar su frac bordado de senador por el banquillo de un tribunal.

El señor Toutin-Laroche, alto y flaco, antiguo inventor de una mezcla de sebo y estearina para la fabricación de velas, soñaba con el Senado. Se había hecho inseparable del barón de Gouraud; se pegaba a él, con la vaga idea de que eso le traería suerte. En el fondo, era muy práctico y, si hubiera encontrado un escaño de senador en venta, habría discutido ásperamente el precio. El Imperio iba a poner en primer plano a esta ávida nulidad, a este cerebro estrecho que tenía el genio de los chanchullos industriales. Fue el primero en vender su apellido a una compañía turbia, una de esas sociedades que crecieron como hongos envenenados bajo el estiércol de las especulaciones imperiales. Se pudo ver pegado en las paredes, por esa época, un cartel que llevaba en gruesas letras negras estas palabras: Sociedad General de los Puertos de Marruecos, y en el cual el nombre del señor Toutin-Laroche, con su título de concejal, se exhibía a la cabeza de la lista de los miembros del consejo de vigilancia, a cual más desconocido. Este procedimiento, del que se ha abusado después, funcionó de maravilla; los accionistas acudieron corriendo, aunque la cuestión de los puertos de Marruecos estuviera poco clara y la buena gente que aportaba su dinero no pudiera explicar ella misma en qué obra iba a emplearse. El cartel hablaba soberbiamente de instalar puestos comerciales a lo largo del Mediterráneo. Desde hacía dos años, ciertos periódicos ensalzaban esta operación grandiosa, que declaraban más próspera cada tres meses. Entre los concejales, el señor Toutin-Laroche pasaba por un administrador de primera fila; era una de las personas de más capacidad del Concejo, y su agria tiranía sobre sus colegas sólo tenía igual en su devota bajeza ante el prefecto. Trabajaba ya en la creación de una gran compañía financiera, el Crédito Vinícola, una caja de préstamos para los viñadores, de la que hablaba con reticencias, con graves actitudes que encendían a su alrededor la codicia de los imbéciles.

Saccard se ganó la protección de estos dos personajes haciéndoles favores, cuya importancia fingía ignorar hábilmente. Puso en relación a su hermana y al barón, comprometido entonces en una historia de las menos limpias. La llevó a su casa, con el pretexto de reclamar su apoyo en favor de la buena mujer, que solicitaba desde hacía mucho tiempo un suministro de cortinas para las Tullerías. Pero ocurrió que, cuando el inspector de vías los hubo dejado solos, fue Sidonie la que prometió al barón tratar con cierta gente, lo bastante torpe para no sentirse honrada con la amistad que un senador se había dignado testimoniar a su hija, una niñita de unos diez años. Saccard actuó en persona con el señor Toutin-Laroche; se procuró una entrevista con él en un pasillo y sacó la conversación del famoso Crédito Vitícola. Al cabo de cinco minutos, el gran administrador, pasmado, estupefacto por las asombrosas cosas que oía, cogió campechanamente del brazo al empleado y lo retuvo durante una hora en el pasillo. Saccard le sugirió mecanismos financieros de un prodigioso ingenio. Cuando el señor Toutin-Laroche se separó de él, le estrechó la mano de forma expresiva, con un guiño de ojos masónico.

—Será usted de los nuestros —murmuró—, tiene que serlo.

Se mostró superior en todo este asunto. Observó prudencia hasta no convertir al barón de Gouraud y al señor Toutin-Laroche en cómplices. Los visitó por separado, les deslizó una frase al oído en favor de un amigo suyo que iba a ser expropiado, en la calle de la Pépinière; tuvo buen cuidado de decir a cada uno de los dos compinches que no hablaría de aquel asunto con ningún otro miembro de la comisión, que era una cosa en el aire, pero que contaba con toda su benevolencia.

El inspector de vías tenía razones para temer y para tomar sus precauciones. Cuando el legajo referente a su inmueble llegó a la comisión de indemnizaciones, resultó justamente que uno de los miembros vivía en la calle de Astorg y conocía la casa. Aquel miembro clamó contra la cifra de quinientos mil francos que, según él, debería reducirse en más de la mitad. Aristide había tenido la imprudencia de pedir setecientos mil francos. Aquel día, el señor Toutin-Laroche, de ordinario muy desagradable con sus colegas, estaba de un humor todavía más insoportable que de costumbre. Se enfadó, tomó la defensa de los propietarios.

—Todos somos propietarios, caballeros —gritaba—. El emperador quiere hacer grandes cosas, no seamos cicateros por una miseria… Esa casa debe de valer los quinientos mil francos; es uno de nuestros hombres, un empleado de la Villa, quien ha fijado esa cifra… Realmente, se diría que vivimos en el puerto de arrebatacapas, ya verán ustedes cómo acabamos por sospechar unos de otros.

El barón de Gouraud, hundido en su asiento, miraba con el rabillo del ojo, con pinta de sorprendido, al señor Toutin-Laroche echando chispas en favor del propietario de la calle de la Pépinière. Tuvo una sospecha. Pero, en resumen, como esta salida violenta le dispensaba de tomar la palabra, se puso a cabecear suavemente, en señal de aprobación absoluta. El miembro de la calle de Astorg se resistía, escandalizado, no queriendo doblegarse ante los dos tiranos de la comisión, en una cuestión en la cual era más competente que aquellos señores. Fue entonces cuando el señor Toutin-Laroche, habiendo observado las señales aprobadoras del barón, se apoderó vivamente del legajo y dijo con voz seca:

—Está bien, aclararemos sus dudas… Si ustedes lo permiten, me encargo del asunto, y el barón de Gouraud hará la investigación conmigo.

—Sí, sí —dijo gravemente el barón—, que nada turbio empañe nuestras decisiones.

El legajo había desaparecido ya en los amplios bolsillos del señor Toutin-Laroche. La comisión tuvo que resignarse. En la calle, cuando salían, los dos compinches se miraron sin reír. Se sentían cómplices, lo cual redoblaba su aplomo. Dos espíritus vulgares habrían provocado una explicación; ellos continuaron defendiendo la causa de los propietarios, como si alguien pudiera aún oírlos, y deplorando el espíritu de desconfianza que se insinuaba en todas partes. En el momento en que iban a separarse:

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