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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (22 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Y qué amargo (¡y liberador!) sería muchos meses después utilizar el poder de este reciente descubrimiento cuando la mujer del alcalde la defraudó. Con qué rapidez olvidaría la compasión, que se convertiría en algo completamente…

Sin embargo, en esos momentos, en el verano de 1940, no podía adivinar lo que se avecinaba, y en muchos sentidos. Lo único que tenía delante de ella era a una mujer triste en una habitación abarrotada de libros a la que le gustaba visitar. Eso era todo. La segunda parte de ese verano.

La tercera, gracias a Dios, fue un poco más alegre: jugar al fútbol en Himmelstrasse.

Permíteme que te describa una escena.

Pies que se arrastran por el asfalto.

El fervor del aliento juvenil.

Gritos: «¡Aquí! ¡Pásala!
Scheisse!
».

El brusco rebote de la pelota contra el asfalto.

Todo esto podíamos encontrar en Himmelstrasse ya avanzado el verano, junto con varias disculpas.

Las disculpas procedían de Liesel Meminger.

Iban dirigidas a Tommy Müller.

A principios de julio, por fin consiguió convencerlo de que no iba a matarlo. Desde la paliza que le había propinado en noviembre pasado, Tommy todavía temía tenerla cerca, por lo que en los partidos de fútbol de Himmelstrasse se mantenía a una distancia más que prudencial.

—Uno nunca sabe cuándo puede atacar —le confió a Rudy, mezclando tics y palabras.

En defensa de Liesel he de admitir que ella jamás cejó en su empeño de tranquilizarlo. Le reconcomía haber hecho las paces con Ludwig Schmeikl y no con el inocente Tommy Müller, que seguía encogiéndose ligeramente cada vez que la veía.

«¿Cómo iba a saber yo que ese día me sonreías a mí?», no hacía más que preguntarle ella.

Incluso lo sustituyó en la portería cuando le tocaba a él, hasta que el resto del equipo le suplicó a Tommy que volviera.

—¡Vuelve a la portería y no te muevas de ahí! —le ordenó al final un niño llamado Harald Mollenhauer—. Eres un inútil.

Esto sucedió después de que Tommy lo tirara al suelo estando Mollenhauer a punto de marcar. De no ser porque pertenecían al mismo equipo, habría supuesto un penalti a su favor.

Liesel salió de la portería y, sin saber cómo, siempre acababa marcando a Rudy. Se hacían duras entradas y se ponían la zancadilla sin dejar de insultarse. Rudy comentaba: «Y la pobre
Saumensch Arschgrobbler
se queda con las ganas de regatear. No tiene ni la más mínima posibilidad». Por lo visto, le gustaba decirle que se pasaba el día rascándose el trasero. Era uno de los placeres de la infancia.

Otro de los placeres era robar, por descontado. Cuarta parte, verano de 1940.

Hay que reconocer que a Rudy y a Liesel los unían muchas cosas, pero el hurto acabó de consolidar su amistad. Lo propició la situación y lo impulsó una fuerza ineludible: el hambre de Rudy. El chico sufría de una necesidad constante de llevarse algo a la boca.

Además del racionamiento al que todos estaban sometidos, en los últimos tiempos el negocio de su padre no funcionaba bien (la amenaza de la competencia judía había desaparecido, pero también los clientes judíos). Los Steiner se las ingeniaban como podían para ir tirando. Como mucha otra gente que vivía en la zona de Himmelstrasse, dependían de los trueques. Liesel le daba un poco de comida, pero tampoco sobraba en su casa. Rosa solía hacer sopa de guisantes. La preparaba el domingo por la noche, y si ya apenas llegaba para una ración, mucho menos para repetir. Cocinaba la cantidad justa para que durara hasta el sábado siguiente, y el domingo volvía a preparar una nueva tanda. Sopa de guisantes, pan, a veces patatas o trocitos de carne… Te lo comías, no pedías más y no protestabas.

Al principio se entretenían con lo que fuera para olvidar la comida. Rudy no pensaba en ella si jugaban al fútbol en la calle, o si cogían las bicicletas de sus hermanos y pedaleaban hasta la tienda de Alex Steiner, o si visitaban al padre de Liesel si ese día en concreto trabajaba. Hans Hubermann se sentaba con ellos y les contaba chistes cuando empezaba a oscurecer.

Con la llegada de unos pocos días calurosos, aprender a nadar en el Amper se convirtió en una nueva distracción. El agua todavía estaba fría, pero de todos modos se metían.

—Vamos, sólo hasta aquí, que todavía haces pie —la animó Rudy.

Liesel no vio el enorme hoyo en el que estaba a punto de desaparecer y se hundió hasta el fondo. Casi se ahoga por la tromba de agua que tragó, pero salvó la vida gracias a que empezó a manotear como un perrito.

—Serás
Saukerl
… —lo acusó, desplomándose en la orilla.

Rudy fue lo bastante sensato para mantenerse a una distancia prudencial. Había visto lo que le había hecho a Ludwig Schmeikl.

—Ahora ya sabes nadar, ¿no?

No parecía muy agradecida por la lección mientras se alejaba dando grandes zancadas. Llevaba el pelo pegado a un lado de la cara y se le caían los mocos.

—¿Eso quiere decir que no me vas a dar un beso por enseñarte? —le gritó.


Saukerl!

¡Tendrá cara!

Era inevitable.

Al final, la penosa sopa de guisantes y el hambre de Rudy los empujaron a robar, y los animaron a unirse a un grupo de chicos mayores que robaban a los agricultores. Ladrones de fruta. Después de jugar un partido de fútbol, tanto Liesel como Rudy aprendieron las ventajas de tener siempre los ojos bien abiertos. Sentados en el escalón de la puerta de Rudy, vieron que Fritz Hammer —uno de los mayores— se estaba comiendo una manzana. Era de la variedad
Klar
—de las que maduran en julio y agosto— y tenía una pinta estupenda. Otras tres o cuatro abultaban sin reparos en los bolsillos de la chaqueta. Se acercaron disimuladamente a él.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó Rudy.

Al principio, el chico se limitó a sonreír de oreja a oreja.

—Shhh… —dejó de masticar, sacó otra manzana del bolsillo y se la lanzó—. Se mira, pero no se come —les advirtió.

La siguiente vez que vieron al chico con la misma chaqueta, un día demasiado caluroso para llevarla, lo siguieron y llegaron río arriba, cerca del sitio donde Liesel solía leer con su padre cuando estaba aprendiendo.

Lo esperaba un grupo de cinco chicos, algunos larguiruchos, otros bajitos y delgados.

En esos tiempos, por Molching corrían varias pandillas del estilo, y algunas incluso contaban con miembros que apenas superaban los seis años.

El cabecilla de esta en cuestión era un simpático delincuente de quince años llamado Arthur Berg. El muchacho echó un vistazo alrededor y descubrió a los dos niños de once años a su espalda.


Und?
—preguntó—. ¿Y?

—Me muero de hambre —se explicó Rudy.

—Y es rápido —aseguró Liesel.

Berg la miró.

—No recuerdo haber pedido tu opinión —tenía la típica complexión adolescente y el cuello largo. Los granos se distribuían por su cara en grupos homogéneos—. Pero me gustas —era simpático, aunque algo chulo, como suelen serlo los adolescentes—. ¿No fue esta la que le zurró a tu hermano, Anderl?

Por lo visto había corrido la voz. Una buena paliza supera las barreras de la edad.

Otro chico —uno de los bajitos y delgados—, de greñas rubias y piel escarchada, estiró el cuello.

—Creo que sí.

—Lo es —confirmó Rudy.

Andy Schmeikl se acercó y le dio un repaso con la mirada, de la cabeza a los pies, pensativo, antes de esbozar una amplia sonrisa.

—Buen trabajo, niña —incluso le dio una palmada en la espalda, donde se encontró con el borde afilado de un omoplato—. Me las habría cargado si lo hubiera hecho yo.

Arthur se volvió hacia Rudy.

—Y tú eres aquel de lo de Jesse Owens, ¿no?

Rudy asintió.

—Está claro que eres idiota —concluyó Arthur—, pero eres un idiota de los nuestros. Vamos.

Ya tenían una pandilla.

Al llegar a la granja les pasaron un saco. Arthur Berg llevaba su propia bolsa de arpillera. El cabecilla se pasó una mano por la suave mata de pelo.

—¿Alguno de los dos ha robado antes?

—Pues claro —aseguró Rudy—, no hacemos otra cosa.

No sonó demasiado convincente. Liesel fue más específica.

—Yo he robado dos libros.

Arthur se echó a reír; tres cortos resoplidos. Sus granos cambiaron de posición.

—Los libros no se comen, mona.

Desde allí estudiaron los manzanos, que se extendían en largas y sinuosas hileras. Arthur Berg dio las instrucciones.

—Uno: que no os pillen en la valla —empezó—. Si os pillan, os dejaremos atrás. ¿Entendido? —todo el mundo asintió con la cabeza o dijo que sí—. Dos: uno en el árbol y el otro abajo, alguien tiene que meterlas en el saco —se frotó las manos. Estaba disfrutando—. Tres: si veis que viene alguien, gritáis como si os fuera la vida en ello… y todo Dios sale pitando.
Richtig?

DOS ASPIRANTES A LADRONES

DE MANZANAS, EN SUSURROS

—Liesel, ¿estás segura? ¿De verdad quieres hacerlo?

—Mira esa valla, Rudy, es muy alta.

—No, no, mira, primero pasas el saco por encima. ¿Ves? Como ellos.

—Vale.

—¡Pues vamos!

—¡No puedo! —dudas—. Rudy…

—¡Mueve el culo,
Saumensch
!

La empujó hacia la valla, colocó el saco vacío sobre los alambres espinosos, saltaron y corrieron detrás de los demás. Rudy se subió al árbol que tenía más cerca y empezó a arrojar las manzanas al suelo. Liesel esperaba abajo y las iba metiendo en el saco. Una vez lleno, se toparon con un nuevo problema.

—¿Cómo vamos a volver a saltar la valla?

Obtuvieron la respuesta cuando vieron a Arthur Berg trepar lo más cerca posible de uno de los postes.

—El alambre aguanta más cerca de ese lado —concluyó Rudy.

El chico lanzó el saco, dejó que Liesel saltara primero y, acto seguido, aterrizó junto a ella, entre la fruta que se había desparramado.

Junto a ellos, Arthur Berg, con sus piernas larguiruchas, los observaba divertido.

—No está mal —dijo la voz desde las alturas—, no está nada mal.

Una vez en el río, ocultos entre los árboles, Berg consiguió el saco y les dio una docena de manzanas a cada uno.

—Buen trabajo —fue su último comentario al respecto.

Esa tarde, antes de volver a casa, Liesel y Rudy devoraron seis manzanas cada uno en menos de media hora. Al principio se plantearon compartir la fruta en sus respectivos hogares, pero se arriesgaban mucho si lo hacían. A ninguno de los dos les entusiasmaba la idea de tener que explicar de dónde había salido la fruta. Liesel llegó a pensar que tal vez bastara con contárselo a su padre, pero no quería que él creyera que vivía con una delincuente compulsiva, así que calló y comió.

Devoró las manzanas a la orilla del río donde había aprendido a nadar. Poco habituados a esa clase de lujos, sabían que seguramente caerían enfermos.

No obstante, comieron.


Saumensch!
—la reprendió su madre esa noche—. ¿Por qué vomitas tanto?

—Igual es por la sopa de guisantes —sugirió Liesel.

—Igual sí —la secundó el padre. Estaba mirando por la ventana otra vez—. Tiene que ser eso, yo también me encuentro un poco mal.

—¿Y a ti quién te ha preguntado,
Saukerl
? —rápida, se volvió hacia la
Saumensch
vomitona—. ¿Y bien? ¿Qué tienes, eh? ¿Qué es lo que tienes, cochina?

¿Y qué hizo Liesel?

No dijo nada.

Las manzanas, pensó feliz. Las manzanas, y volvió a vomitar una vez más, de propina.

La tendera aria

Estaban ante la tienda de frau Diller, apoyados en la pared de yeso.

Liesel Meminger tenía un caramelo en la boca.

El sol le daba en los ojos.

A pesar de todos estos impedimentos, todavía era capaz de hablar y discutir.

OTRA CONVERSACIÓN ENTRE

RUDY Y LIESEL

—Date prisa,
Saumensch
, ya van diez.

—Mentira, sólo ocho, todavía me faltan dos.

—Bueno, pues entonces espabila. Te dije que tendríamos que haber traído un cuchillo para partirlo por la mitad… Eh, eso son dos.

—Vale, toma, pero no te lo tragues.

—¿Te crees que soy tonto?

(Breve pausa.)

—Esto es genial, ¿verdad?

—Ya lo creo,
Saumensch
.

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