La verja de hierro chirría al abrirse. La cierro detrás de mí y entro en la parte cuidada del jardín. Mis pasos crujen sobre la gravilla y las conchas rotas del camino que da a la puerta de atrás.
Estoy en mitad del jardín cuando siento su presencia. Se abalanza sobre mí como un gato sobre la cuna de un bebé. Es densa y opresiva, y me roba el aliento.
Me vuelvo.
La figura de un hombre inmóvil sentado en el banco, inclinado hacia adelante. Está iluminado por el reflejo de las farolas que atraviesa la valla de hierro. Sólo sus ojos se mueven. Los siento sobre mí mientras camino.
Me pesan las piernas como en una pesadilla. Me quedo clavada donde estoy.
La advertencia de Rafferty vuelve a mi cabeza: «Cal vendrá a verte.»
Lo oigo respirar.
No puedo moverme.
Cierro los ojos y trato de convocar a los perros. En la pesadilla, o la alucinación, como mis médicos insisten en llamarla, había perros. Pero mi pesadilla tiene lugar en Yellow Dog Island, no en el jardín de Eva. Aquí no hay perros que puedan ayudarme.
Por primera vez en mi vida, espero estar teniendo una alucinación. Cierro los ojos. Cuando los abra, él no estará ahí.
Lentamente, muy lentamente, abro los ojos. Él sigue ahí. Esto es real.
—¿Qué quieres? —trato de gruñir las palabras.
Sus ojos me queman. Ya he estado aquí antes.
—Vete —digo. Pero el gruñido ha desaparecido y mi voz suena débil, pequeña. Ya he perdido.
El mundo se detiene. Nosotros estamos suspendidos. Cuando finalmente oigo la voz, me impacta:
—Sophya —dice apenas en un susurro.
Emerjo a la superficie desde el agua. Me están arrancando de algo oscuro. Puedo respirar.
—Jack —digo.
Mi vista se despeja, o se adapta a la oscuridad, y lo veo por primera vez. Mi amor de la infancia. Una vez dentro de la casa, unos minutos más tarde, bajo la dura luz eléctrica, podré ver el paso de los años en él. La rabia. La traición. Pero allí, iluminado sólo por la luna y las estrellas, tiene dieciocho años otra vez.
La lectora principiante debe resistir la tentación de interpretar las imágenes que ha visto. Esas imágenes pertenecen por completo a quien pregunta
Guía de
la lectora de encaje.
Me despierto en un barco de vela. Flotando en mar abierto sin tierra a la vista. Mi piel está agrietada por el efecto del sol. Siento la lengua pesada por la deshidratación. Me estoy muriendo.
Trato de aclarar mi mente. He estado aquí antes, o al menos lo he soñado.
Me obligo a sentarme.
«¿Qué es real?»
La fuerza de voluntad despeja mi mente.
«¿Qué es real?»
Estoy en una habitación. La habitación de Eva. Estaba mirando a través del encaje del dosel. Aparto la cabeza y mi visión se emborrona, dejando un rastro en la pared a medida que desaparece.
«¿Qué es real?»
La cama de Eva está exactamente en el centro de la habitación, un barco de vela rodeado de mar abierto. Sus cuatro postes tallados se levantan como las agujas de una catedral en miniatura. La caoba era el lastre de uno de los barcos Whitney que hacía la ruta de Madagascar. Después fue tallada por el fabricante de mástiles de Salem, que era más un aspirante a artista que un carpintero de barcos. El cabecero está labrado toscamente, pero a medida que los postes se levantan, se curvan y giran perfectamente simétricos, elevando el dosel, que Eva hizo a partir de círculos de encaje bordados a lo largo de los años y más tarde unió en una pieza sin sentido. La cama flota a medio camino entre una catedral y un barco de vela, aunque es más lo último, porque tiene un movimiento definido, tanto de su vela dosel como de sus cuatro mástiles.
Me doy cuenta de que estaba mirando a través del dosel. Las imágenes que estoy viendo están en el encaje. Aparto la vista.
Me duele la cabeza y no es sólo la cabeza. Me duele cada músculo del cuerpo. Si es una resaca, es una de las malas. Pero no bebo. Al menos no lo hacía hasta anoche.
Antes de que Jack reuniera el valor para decir lo que había venido a decir, nos acabamos la botella, y después nos bebimos otra de la bodega de Eva.
—Soy hombre muerto —dijo él.
—No —repliqué yo, confundiendo su rabia con aflicción.
—No fue a Cal a quien mataste —dijo él, sus ojos ardiendo en los míos—, sino a mí.
Fui al Hospital Psiquiátrico McLean porque creía que había matado a Cal. Era una alucinación. Una fantasía que cumplía un deseo, así lo clasificaron los médicos. Ver a Cal Boynton despedazado por los perros. Pero Cal estaba más que vivo. Puede que quisiera matar a Cal por lo que les había hecho a mi hermana y a mi tía, pero mi objetivo falló. Fue a Jack a quien terminé golpeando.
Mientras estuve en McLean, Jack vino a verme prácticamente todos los días. Conducía la furgoneta de su padre, con las trampas para langostas en la parte trasera. Aparcaba en el parking de atrás, lejos de los otros coches, otros más lujosos.
Cuando comenzaron con los electroshocks, empecé a perder la memoria.
—Puede que no te conozca —le explicaron los médicos—. A veces la memoria a corto plazo desaparece durante un tiempo.
Jack esperó a que yo preguntara por él. Bajaron las temperaturas. Él siguió esperando.
Caminaba con el viento de cara, el cuello subido, la cabeza baja, el abrigo bien cerrado. Lo observaba venir a través de los árboles.
Vino todos los días hasta que cayó la primera nevada. Hasta la noche que su padre se emborrachó y destrozó la furgoneta en un estanque helado.
—No regresará —dijo Eva.
Volví la cabeza hacia la pared y clavé la vista en los árboles. Mantuve los ojos fijos durante semanas. Miré los árboles hasta que las hojas cayeron y dejaron al descubierto sus ramas negras, que parecían de encaje. Busqué a Jack en la trama de encaje. No estaba allí. Busqué también a Lyndley, pero no estaba en ninguna parte. Quedaba una hoja en el árbol, una que seguía colgando del extremo de una rama, y observé esa hoja también, hasta que desperté una mañana y descubrí que había soltado su nexo. Fui hasta la ventana y miré abajo, creyendo que reconocería la hoja en la hojarasca, que la había observado durante tanto tiempo que sería capaz de reconocerla en cualquier parte. Pero se había convertido en una hoja como otra cualquiera. Marrón, muerta. Pronto vendrían y la quemarían con las demás.
Vi a Jack una vez más después de eso. Casi un año más tarde. Fue el día que yo me iba a UCLA. Me dieron el alta de McLean sólo porque tenía un plan. Había enviado mis historias a UCLA y me aceptaron en el curso de escritura. Todo el mundo parecía estar de acuerdo en que era algo positivo. Todo el mundo excepto Eva.
Me quedé de pie en el whaler hasta que Beezer soltó amarras. El barco de Jack entraba justo cuando nosotros salíamos. Los dos de pie al pasar, el uno delante del otro. Él estaba intentando leer mi rostro, buscando alguna muestra de reconocimiento. Yo le devolví la mirada, esforzándome por mantener una expresión neutra. Contuve el aliento.
En realidad, creí que le había engañado. Hasta anoche.
Me duele la cabeza. El dosel se mueve y se arremolina. Para escapar de él, giro sobre la cama. El movimiento me revuelve el estómago. Voy a vomitar.
Me levanto sujetándome al poste de la cama. Me muevo lentamente, agarrándome a los muebles para mantener el equilibrio, tirando de mí misma hasta que llego al viejo lavabo de mármol que hay en la esquina de la habitación. Abro el grifo y espero hasta que el agua sale fría. Me empapo la cara, después me sirvo un vaso y me obligo a bebérmelo entero. Entonces, vomito.
Estoy bañada en sudor.
Necesito aire.
Voy hasta una de las ventanas y la levanto para abrirla, pero pesa demasiado; la cuerda de la guillotina está rota y cuelga. Busco algo con lo que dejarla subida, encuentro una regla vieja. Atravieso la habitación para abrir la ventana opuesta. Se sujeta durante un momento, y después cae de golpe, casi sobre mis dedos. Golpea con fuerza, partiendo dos cristales casi simétricamente por la mitad. Me despierta del todo.
Voy con cuidado de una ventana a la otra, abriéndolas todas. La brisa caliente llena la habitación, trayendo consigo el ruido de la calle.
Las cortinas bailan y golpean como una vela vieja, el dosel de encaje se enrolla y se hincha con el aire, atrapando mi atención con su sonido. Una ráfaga de aire salado, y a continuación la habitación está llena de barcos de vela. Viajo en el tiempo al Salem de la época del comercio con China. Los enormes barcos se mueven lentamente en la bahía. Los mercaderes de las calles venden especias a las señoras de la zona, que se pelean entre sí, y pagan una fortuna por una pequeña cantidad de pimienta que se llevarán a casa y guardarán bajo llave en cajas ornamentadas y casi nunca le servirán a nadie.
Me abro camino hasta la esquina de la cama. Me estiro para coger el borde más bajo del dosel y tiro de él. Lo meto debajo de la cama. La cabeza me da vueltas y más vueltas. Me apoyo sobre un costado y coloco la mano sobre el poste para detener el movimiento de la habitación. Espero que llegue el sueño.
Cuando me despierto otra vez son las doce. Siento un dolor en el estómago.
«¿Cuándo fue la última vez que comiste?», me imagino preguntando a Eva. Ella tendría razón. El dolor es hambre en realidad.
Me levanto. Estoy pensando en que debería bajar la escalera y tomar una tostada carbonizada y un té. La cura de Eva para todo.
Oigo un sonido. Una voz.
Al principio creo que estoy oyendo la voz de Eva otra vez, después reconozco la voz gangosa de la agente inmobiliaria.
Me dijo que vendría a enseñar la casa, pero lo había olvidado por completo. No me advirtió que no estuviera aquí cuando viniera. Simplemente dio por sentado que yo me atendría al protocolo.
Están subiendo. Oigo a la agente inmobiliaria explicarle a la pareja que la escalera es volada y que las vigas están metidas en la pared para que dé la impresión de que la escalera no tiene ningún medio visible de sujeción. Estoy segura de que no sabe que estoy en la casa, porque la historia ha cambiado desde que yo se la conté. Se detiene en la ventana del descansillo para llamar la atención sobre el jardín de abajo, añadiendo nuevos híbridos a la colección de mi tía: no sólo menciona la rosa que recibió el nombre de Eva, sino dos o tres más de las que nunca he oído hablar y que parece estar inventándose sobre la marcha. También añade algo sobre las puertas acristaladas del tercer piso, algo que es totalmente falso, pero reconozco que sería un argumento de venta si no fuera una exageración tan grande. No obstante, aun desde aquí me doy cuenta de que esa gente no está interesada en la casa; su actuación es una verdadera pérdida de tiempo.
«Morí por ti.»
Me quedo helada. Es la voz de Eva, tan alta que estoy segura de haberla oído.
Siguen subiendo la escalera.
Debo salir de aquí ahora mismo.
Antes de tener la oportunidad de escabullirme, la agente inmobiliaria y sus clientes han llegado al descansillo. Retrocedo hacia la puerta trasera. Estoy mareada, durante el trecho que recorro entre las paredes siento como si la habitación se hubiera quedado a oscuras, a pesar de que veo cada objeto. El sudor se desliza por mi rostro. La agente inmobiliaria capta un movimiento en su campo de visión y levanta la mirada. La veo detectarme y entonces posa la vista en la carpintería de Samuel McIntire, dándome tiempo a escapar por la puerta trasera y bajar por la escalera de servicio.
Espero a la agente inmobiliaria en el jardín. Estoy muy tensa. Oigo retazos de su conversación mientras charlan en la puerta. Estoy intentando escucharlos para situarme con el sonido de sus voces, voces reales. Son de algún sitio del Medio Oeste. Chicago, tal vez. La mujer había estado en Salem una vez, dice, en una excursión. Le cuenta a la agente inmobiliaria que recordaba la arquitectura y pensó en Salem cuando supo que su marido estaba a punto de ser trasladado al área de Boston.
Noto que su marido está menos entusiasmado, tanto con la casa como con Salem.
—¿Así que todavía queman brujas en la ciudad? —Intenta ser gracioso.
—No las queman, las cuelgan. —La agente inmobiliaria sonríe. Después redirige la conversación a la venta—. Aquí el valor de las propiedades es mucho mejor que en Beacon Hill —la oigo decir, tratando de encandilarlo a él—, E incluso que en Back Bay… En Back Bay se pagaría de tres a cuatro millones por una casa como ésta.
El hombre pregunta por las comunicaciones. Dice que le ha llevado cuarenta y cinco minutos llegar desde la ciudad. Hay un leve fastidio en su voz por haber tenido que tomarse semejante molestia.
—Eso es por la Gran Excavación —le dice la agente—. Debería haber cogido el puente en lugar del túnel.
No lo convence. Yo me doy cuenta, y ella también. Ella le explica cómo funciona el tren, le dice que hay veinte minutos andando desde North Station. Lo que la mayoría de la gente hace es coger el tren, dice ella, pero estoy segura de que ese hombre es el tipo de persona que no cogería un tren en la vida. Es un hombre al que le gusta estar al mando de su propio vehículo.
Enseñarles la casa ha sido una pérdida de tiempo. La agente inmobiliaria me dice más tarde que lo supo al venir.
—Él quería quitar el jardín —dice—, para construir una segunda plaza de parking. ¿Te lo puedes imaginar?
Dice que tiene otra visita a las cuatro y que realmente sería mucho mejor si yo no estuviera en casa cuando ella vuelva.
—La presencia del propietario tiende a intimidar a los compradores potenciales —me explica—. Al menos si saben que estás aquí.
Voy hasta la casa. Pongo agua a hervir para preparar té. Un Assam normal y una tostada carbonizada. Me obligo a ingerirlo. A la una del mediodía empezaré a encontrarme un poco mejor.
Había olvidado por completo que había quedado con Ann a la hora de comer para que me ayudara a retirar los capullos muertos de las flores. Aparece en el mismo momento en que la sirena del barco de fiesta indica que son las doce.
—¿Estás bien? —pregunta ella—. Te veo un poco pálida.
—Resaca —digo. Me siento estúpida al decirlo, pero es convincente.
No tiene mucho tiempo, así que nos ponemos manos a la obra de inmediato. Trabajamos juntas. Avanzamos fila a fila cortando las enormes flores. La tarea es rítmica, hipnótica: arrancar, recoger, llevar la cesta adelante y atrás. El calor del sol calma mis músculos doloridos.