Read La lectora de secretos Online

Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (19 page)

BOOK: La lectora de secretos
3.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se oyó un clic y un chisporroteo. Por un momento, Rafferty creyó que había perdido a Cal, pero el predicador salió por el lado del hangar, vestido con su habitual traje de Armani, a pesar de que hacía mucho calor. Sin embargo, Cal conocía a su público. Era evidente que el diablo era más proclive a dejarse partir el cuello por la seda italiana que por la muselina de Tierra Santa.

Dos discípulos vestidos con túnicas observaban mientras Cal hacía su salida. Rafferty los reconoció: eran sus guardaespaldas. Uno era un ex marine al que solía ver en Alcohólicos Anónimos, y el otro era conocido como Juan Bautista. Cal les hizo una seña para que se marcharan sin él. Hizo una breve pausa para que una penitente pudiera besar su anillo. Tras ofrecerle a la mujer su bendición habitual, emprendió la marcha hacia el coche de Rafferty.

—Una noche maravillosa, detective —Cal pronunció la última sílaba de cada palabra subrayando las consonantes—. Espero que haya venido a preguntar por nuestra hija pródiga.

Rafferty habría elegido otra parábola para describir a Angela, pero se trataba de Cal: él siempre daba su toque personal a las cosas.

—Tengo una orden —dijo Rafferty tendiéndole la hoja.

—No será necesaria —repuso Cal—, No tenemos nada que ocultar.

Los turistas del Mini estaban asando nubes de azúcar en una cocina de gas. La mujer levantó la vista de su sándwich de galletas con moderado interés por los dos hombres que pasaron.

—¿Cuál es la caravana de Angela? —comienza siempre con una pregunta cuya respuesta conoces de antemano.

—Era —repuso Cal—, Angela dejó la orden hace casi un mes.

—¿Alguna idea de adonde fue? —preguntó Rafferty, estudiando la cara de Cal para la respuesta.

—Se fue a casa —dijo Cal—. Al menos allí es donde acordamos que debería ir. Intentamos animar a los adolescentes fugados a reunirse con sus familias. Es el camino de Dios. Y, naturalmente, ahora necesita a su familia más que nunca. Por lo del embarazo y todo eso.

«No hay ni la más remota posibilidad», pensó Rafferty. Ya había llamado a la familia de Angela. Su casa era un lugar al que jamás iría, a menos que no tuviera otra opción.

—¿Te importa si echo un vistazo?

Cal condujo a Rafferty al interior de la vieja caravana que había sido la casa de Angela desde que había regresado con ellos tras su última «desaparición».

—Cuidado con el coco —dijo Cal señalando un saliente de poca altura. «Coco.» La palabra era completamente incongruente en boca de un hombre vestido de Armani. Era algo más propio de una película de Andy Hardy. Se trataba de un término que Cal había hecho suyo para parecer inofensivo.

La caravana era muy antigua y pequeña, pero Rafferty percibía el toque personal de Angela. Velas por todas partes. Y ángeles: los ángeles guerreros Miguel y Gabriel. Por todo el perímetro de la estancia, apiñados en todos los espacios disponibles, había ofrendas religiosas: diminutas piezas de figuras desmembradas; una cabeza, un brazo, un corazón. A pesar de que la familia de Angela procedía de una mezcla de nativos de Maine y canadienses franceses, ella tenía fijación con los objetos españoles, que solía comprar en las tiendas del Cabo. Había una mantilla negra de encaje colgada en un rincón. La típica que se ponían las señoras para ir a misa cuando era obligatorio llevar la cabeza cubierta. Ésta estaba suspendida delante de una imagen de la Virgen, pero hacía más las veces de un velo que de un sombrero.

La caravana olía como la tienda de Ann. Alguna clase de esencias. Sándalo, quizá pachuli.

Cal arrugó la nariz al percibir el olor. La expresión de su rostro cambió, y se le tensó el cuero cabelludo, dejando a la vista las raíces canosas. La mirada de Rafferty recayó en un minúsculo lavabo blanco. Estaba manchado de color marrón oscuro. Tocó la porcelana fría, pasando el dedo sobre la mancha. No era el sitio habitual para una mancha de óxido. Y era demasiado oscura para tratarse de sangre. Se dio cuenta de que se acercaba mucho al color del pelo de Cal. Angela era quien le teñía el pelo. Por alguna razón, esto caló en Rafferty. Dio por hecho que el bebé era de Cal. Y le importaba, naturalmente que le importaba. Pero, de alguna forma, eso era peor. Rafferty recordaba que el padre de Angela le había contado que había ido a un instituto de belleza durante unos cuantos meses después de dejar el bachillerato. Sí, ella era la que se encargaba de teñirle el pelo a Cal, un tono demasiado oscuro para la edad de su piel deslucida. No era viejo en absoluto, pero su pelo tenía un tono inadecuado. Como todo en Cal. Perfecto a los ojos de algunos, quizá, pero cuando lo mirabas detenidamente, todo en él estaba degradado.

—¿Te importa si me llevo esto? —Rafferty tenía en la mano el cepillo de dientes de Angela.

Cal se estremeció. Era evidente que le importaba. Pero todo cuanto dijo fue: «Tú mismo.»

Rafferty metió con cuidado el cepillo en una bolsa de pruebas, lo cerró y lo etiquetó.

Buscó más objetos en la habitación, elaborando una lista. Encontró la mochila de Angela debajo de la cama. Él la había visto llevándola antes. La tenía en la isla. Era la única pieza de equipaje que poseía. Era grande y pesada, y Roberta se había quejado al respecto durante el breve período de tiempo que Angela se había alojado en su casa.

—Está claro que se fue con prisas —comentó Rafferty señalando la mochila.

—Ya te he dicho que fue algo planeado —dijo Cal. Claramente, estaba mintiendo. Se le daba bien, pensó Rafferty. Normalmente los psicópatas mienten bien.

Había discutido con Eva sobre ese tema. Ella había llamado sociópata a Cal. A ella el fundamentalismo religioso de Cal le parecía algo totalmente fuera de lo normal. Muy «alejado de los límites de la cortesía social» fueron sus palabras. Desde cierto punto de vista, ella tenía razón. Pero, desde otro, Eva era la que traspasaba el límite. Rafferty era policía desde hacía mucho tiempo, el suficiente para saber que dos personas que observaban algo con diferentes ojos rara vez veían lo mismo. Rafferty pensó en los seguidores de Cal, a los que había «salvado». Eran un variado grupo de inadaptados sociales: el ex marine que atribuía a Cal su sobriedad; el tipo al que llamaban Juan Bautista, un esquizofrénico al que Cal le había retirado la medicación. Diez personas distintas podían contarte diez historias diferentes sobre Cal. Y todas serían ciertas y, a la vez, falsas.

Rafferty fue hasta el fondo de la caravana y miró atrás desde esa nueva perspectiva. Desde un lado, la caravana era la habitación de un penitente. Desde otro, con su cama de cortinas de terciopelo y las velas, parecía totalmente otra cosa. Virgen y puta. Los clásicos. Redimido y pecador. Todo y su opuesto. No le extrañaba que Angela hubiera colgado un velo ante el rostro de la Virgen. No quería que María viera los pecados que tenían lugar allí.

Y aun así, según reconocía ella misma, Angela había sido «salvada». Eso era lo que ella le decía una y otra vez a May cuando Rafferty fue a Yellow Dog Island para traerla de vuelta. Tenía que volver con Cal, gritaba sin cesar mientras May iba de un lado a otro del muelle. Había cometido un error fatal al ir allí, dijo. Cal nunca le había pegado, insistió. Fueron los otros, las mujeres en particular, que la odiaban y la acusaban de haber recaído en la brujería.

—Pero tú nunca has sido una bruja —le dijo Rafferty.

—No lo sé. —Angela parecía confusa—. El reverendo Cal dice que lo era. —Se remangó y le mostró una enorme marca de nacimiento en el brazo—. Tengo las marcas del demonio —dijo—. Aquí —empezó a desabrocharse la camisa—, y aquí.

—Basta —dijo May—. Si quiere marcharse, deja que se vaya.

—Alabado sea Dios —exclamó Angela.

Rafferty había esperado que May opusiera más resistencia.

—Ya tengo suficientes problemas con las que quieren mi ayuda —dijo May.

Se dio media vuelta y caminó muelle arriba.

Él no sabía qué hacer. Era evidente que la chica deliraba.

—Estoy salvada —dijo Angela.

¿Salvada? Rafferty se rió para sus adentros. ¿Violación consentida o abuso de menores? ¿Salvada? Entonces le vino de súbito una imagen a la cabeza. Entendió la atracción. Rafferty, con toda su culpabilidad de católico no practicante. Y la lista de enmiendas que seguía intentando llevar a cabo. Con su ex. Con su hija. En ese momento comprendió la atracción de la redención. Comprendió por qué la gente quería volver a nacer. Acepta a Jesús y consigue un pasaje gratis al cielo. No importa lo que hiciste en el pasado o lo que hagas en el futuro. Cuando estás salvado, estás salvado. No hay castigo. No hay avemarías, inventarios morales ni enmiendas de nueve pasos. Los calvinistas predicaban sobre el fuego del infierno y el azufre, pero sólo para los que no estaban salvados: los católicos, los judíos, los wicca. Los que estaban dentro estaban protegidos. Con unos cuantos mimos y el diezmo podías comprar un seguro.

¿Quién demonios no querría unirse a una religión así?

Capítulo 15

En una pieza de encaje circular, el punto muerto se halla en el centro. Todos los patrones parten de él. En los encajes de Ipswich no es tan fácil dar con el punto muerto. La lectora debe confiar en su intuición. Dentro del punto muerto existen simultáneamente el pasado, el presente y el futuro y, como sabemos, el tiempo desaparece por completo. Es a partir de ahí desde donde debe comenzar la lectura.

Guía de
la lectora de encaje.

Ann se echó a reír cuando Rafferty le dio el cepillo de dientes.

—¿Estás intentando decirme algo?

—Es de Angela.

—¿Y?

—Te oí decirle a la mujer que necesitabas algo personal. Para poder leerle el futuro. Imaginé que un cepillo de dientes era bastante personal. —Rafferty sonrió abiertamente.

Ella cerró la cortina y tomó asiento frente a él. En el suelo, bajo la mesa, había un regulador de potencia, que ella accionó con el pie, disminuyendo la intensidad de las luces hasta que no fueron más que un leve destello.

—Impresionante.

—Cállate —dijo Ann.

Cogió el cepillo de dientes y lo sostuvo durante unos minutos. Lo giró, palpó las cerdas. Cerró los ojos y entonces, de repente, lo dejó caer sobre la mesa y miró intensamente a Rafferty.

—¿Qué? —preguntó él.

Ella le clavó mirada, valorando sus intenciones.

—¿Sabes por qué le pedí algún objeto personal a la mujer antes de poder hacerle la lectura?

—Di por hecho que era porque contenía algún tipo de energía.

—Todo contiene algún tipo de energía —dijo Ann—, Ésa no era la cuestión. Cuando le pedí que me diera algo, lo que en realidad le estaba pidiendo era permiso para leerla.

—No lo entiendo. ¿Acaso no te pagó para que lo hicieras?

—Fue su hija quien me pagó.

—¿Y? —Rafferty estaba confuso.

—Pues que pensé que la hija debía de tener algo planeado.

Rafferty miró el cepillo de dientes.

—¿Era un truco? —le preguntó Ann.

—¿Qué?

—Sabes que no es su cepillo. —Ann hizo una mueca—. Es de Cal Boynton.

—Tenía mis sospechas. Necesitaba confirmarlo.

—Para que luego digan que los médiums son unos embaucadores. —Ann se disculpó y fue hasta el lavabo. Abrió el agua caliente y se lavó las manos hasta los codos. Después se las secó y se aplicó un aceite de petitgrain para protegerse.

Volvió y se sentó nuevamente.

—¿No acabas de destruir tu prueba?

—Es un cepillo de dientes, no el arma homicida. Sólo estaba buscando la confirmación de su relación.

—No es por decir lo evidente, pero yo diría que su aspecto últimamente te sirve de confirmación —repuso Ann.

—Necesito algo más —dijo él. No quería molestarla más de lo que ya lo había hecho, así que Rafferty prosiguió—: Quiero una lectura de Angela de verdad. Si es que puedes hacerla, claro.

—¿Tienes algún otro objeto personal para mí? ¿Hilo dental usado o algo parecido?

—No —contestó Rafferty—. Nada más.

Ann lo observó nuevamente. Era sincero.

—No voy a hacer una lectura —declaró ella—, Pero si quieres te ayudaré a hacer una.

—Vale.

—Hablo en serio —dijo Ann—, Si quieres mi ayuda, vas a tener que trabajar un poco.

—No sé —replicó él. No tenía talento en absoluto para ese tipo de cosas.

—Una meditación guiada —sugirió ella—. Yo te conduciré.

—No sé —repitió él.

—O lo tomas o lo dejas —dijo ella—. Hoy estoy muy ocupada.

—Vale —dijo Rafferty—. ¿Qué tengo que hacer?

—Puedes empezar por respirar.

—Bueno, parece que eso lo hago habitualmente.

—Despacio.

Él la miró.

—O crees en esto o no.

Rafferty intentó ralentizar su respiración. Se sentía ridículo.

—Cualquiera puede aprender a hacer lecturas —dijo ella—. Eva debió de decírtelo.

De hecho, Eva se lo había dicho, aunque también le había explicado que alguna gente tenía un talento innato para predecir. Como Ann. Y Towner.

—Vale, vale. Ayúdame un poco —dijo Rafferty. Estaba empezando a hiperventilar.

—Inspira profundamente y retén el aire —le indicó Ann.

La primera inspiración profunda le hizo toser. Luchó contra sus ganas de reírse. Inspiró nuevamente y contuvo el aliento durante un buen rato.

—Vale —dijo ella—. Ahora exhala.

Rafferty repitió las respiraciones hasta que sintió que empezaba a relajarse. Durante un minuto sintió como si estuviera resbalándose de la silla. Pensó que quizá debería abrir los ojos para comprobar si era así, pero no lo hizo.

—Ahora vamos a meditar un poco —la voz de Ann parecía llegar desde muy lejos.

Rafferty asintió con la cabeza.

—Imagínate a ti mismo en una casa. Puede ser cualquier casa. Una con la que estés familiarizado o cualquiera que simplemente imagines.

Rafferty visualizó la casa en la que se había criado, un extenso rancho posterior a la guerra que necesitaba una mano de pintura.

—Abre la puerta —ordenó Ann—, Vamos a entrar.

Rafferty hizo lo que le decía. Cerró los ojos e inspiró profundamente.

—Vamos a subir un tramo de la escalera —dijo ella—. Siete escalones.

Rafferty respiró. No había escalera en la casa en la que él había crecido. No había segunda planta. Ya la había cagado.

—Despacio, relajado.

Rafferty intentó visualizar otra casa. No le venía nada a la cabeza.

—En lo alto de la escalera hay un pasillo con muchas puertas.

BOOK: La lectora de secretos
3.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

How Sweet It Is by Melissa Brayden
Men Who Love Men by William J. Mann
In Harmony by Helena Newbury
The Switch by Lynsay Sands
Baleful Betrayal by John Corwin
Simon's Brides by Allison Knight