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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (18 page)

BOOK: La lectora de secretos
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En la siguiente reunión, Roberta le había llevado café de Dunkin' Donuts. Él se dio cuenta de cómo ella perdía la seguridad en sí misma en el instante en que le pasaba el café.

—¿La he cagado? No serás un esnob de Starbucks, ¿verdad?

—No —le había contestado riéndose. Era peor que un esnob de Starbucks, pero no se lo dijo. Ni siquiera bebía café de Starbucks. Antes solía hacerlo, pero el año anterior, su hija había ahorrado de su paga y le había regalado una cafetera exprés francesa por Navidad. Desde entonces, no era capaz de tomar otra cosa.

Aun así, Rafferty valoró el gesto. Aceptó la taza y le dio las gracias, e incluso se desvió de su camino para sentarse a su lado; fingió que se tomaba el café durante la reunión y se llevó la taza prácticamente llena cuando se marchó.

Habían salido unas cuantas veces. Sobre todo porque ella se lo había propuesto. Rafferty todavía era nuevo en la ciudad y estaba solo. Se había esforzado al máximo para convertir aquello en una amistad. En su descargo puede decirse que no se acostó con ella, aunque acabar en su cama habría sido fácil.

—¿Qué tal tus vacaciones? —le preguntó él.

—Fatal —dijo ella—. Mi madre ha decidido que ya no va a cuidar más niños, y mi hermana tuvo que traer al crío.

Rafferty asintió. No conocía a su hermana o al chico, pero había oído sus historias. Roberta hablaba muchísimo de ella en las reuniones de Alcohólicos Anónimos. No en buenos términos. Cuando Roberta recaía, normalmente era después de haber pasado tiempo con su hermana.

—Bueno, ¿qué estáis haciendo aquí?—preguntó ella, en parte curiosa y, en parte, tan sólo molesta—, ¿No ha ido bien tu cita?

—Han denunciado la desaparición de Angela Rickey.

—¿Qué? ¿Otra vez?

—¿La has visto?

—Contrariamente a lo que dice la gente, no soy su cuidadora.

—No te he pedido que la acojas otra vez. Sólo te he preguntado si la has visto.

—Negativo —repuso Roberta, pensativa—. Hace tiempo que no la veo.

Roberta le había contado muy poco sobre las escasas semanas que Angela había pasado con ella. Sólo que finalmente había vuelto con los calvinistas.

—¿No viste pelearse a nadie? ¿O te enteraste de algo inusual antes de que se fuera?

—Define «inusual» —dijo ella.

Como si fuera a propósito, sopló viento del este, que trajo el eco de los gritos desde el hangar de guardacostas abandonado en el que Cal daba sus sermones. El sonido de la agonía humana enfrió el aire, ya de por sí bastante fresco. ¿Qué día era? ¿Jueves? Los jueves por la noche tocaban los exorcismos de adolescentes. Se trataba de salidas familiares que atraían multitudes desde lugares tan alejados como Rhode Island. Era uno de los eventos familiares más populares de Cal.

Y uno de los más ruidosos también. Al parecer, los demonios no abandonaban a sus huéspedes adolescentes sin presentar una ardua batalla, que se oía en el aparcamiento e incluso en el agua, espantando incluso a las gaviotas que habían anidado, y que cambiaban de sitio sin demora. Incluso el viento rechazaba el sonido, intentaba cambiar de dirección, dando vueltas sobre sí mismo en su esfuerzo, derribando con violencia todo lo que encontraba: un viejo cartel de metal, la rama de un árbol moribundo. Finalmente, alcanzaba la brisa que transportaba la música de la banda de percusión y viento del pabellón y mezclaba los dos sonidos hasta que parecía que John Philip Sousa había escrito una canción para sacar a los demonios fuera de sus víctimas y lanzarlos al mar.

Rafferty ya podía oír las llamadas cuando volviera a la comisaría. El sonido arrastrado lejos sobre el agua, incluso en una noche de viento como ésa. Los locales ya estaban acostumbrados a esas alturas. La mayoría de las llamadas eran de los veraneantes. Normalmente creían que era algún tour
freaky
que seguía abierto hasta demasiado tarde. O una de las casas encantadas. Rafferty había dado órdenes al oficial de guardia de que contestase «nos haremos cargo», o «estamos en ello». Sabía por experiencia propia que decirles a los que llamaban la fuente real de los gritos hacía poco para atemperar sus nervios ya crispados.

—Es muy raro —se había quejado una mujer especialmente alterada—, ¿No pueden hacer nada?

La verdad era que no podían. En tanto que las sesiones no excedieran los decibelios autorizados o continuaran más allá de las once de la noche, los calvinistas estaban en su derecho. La única vez que Rafferty había intentado hacer algo, Cal había respondido haciendo que los miembros de su Iglesia llamaran a la comisaría seis veces para denunciar los disturbios de un cantante de folk nocturno en Waikiki Beach de Winter Island, que estaba tratando de versionar la canción de Bob Dylan
My back pages
y, después, al no conseguirlo, había pasado a corear cada vez más alto
Kumbaya.

No había mucho que hacer. El camping de Winter Island era un espacio público. Los calvinistas habían pagado las tasas por adelantado, y habían hecho una reserva para toda la temporada. No se irían a ninguna parte hasta el 12 de octubre, ya que el parque cerraba durante el invierno. Pero para entonces los veraneantes ya se habrían marchado, las ventanas estarían cerradas para evitar el frío aire otoñal y la gente que quedaba estaría esperando Halloween, cuando cualquier grito sencillamente era parte de la celebración.

Rafferty registró algo en su campo de visión. Sus ojos siguieron la silueta de un hombre que se movía por la cresta de la colina. Al enfocar, se dio cuenta de que estaba mirando las túnicas de los calvinistas colgadas en una improvisada cuerda de tender. Se agitaban con el viento. Sujetas a las cuerdas, las túnicas se llenaban de aire, cobraban formas humanas y daban vueltas. Fantasmas bailando. Hipnótico. A Rafferty le daba la impresión de que en cualquier momento se soltarían, bailarían colina abajo hasta el océano y desaparecerían para siempre en la oscuridad. Entonces, como de súbito habían aparecido, el viento cambió de nuevo, la fuerza vital les abandonó y volvieron a tornarse en lo que habían sido en todo momento. Ni bailarines, ni fantasmas, sencillamente la colada de alguien.

«Llevo demasiado tiempo en Salem», pensó Rafferty.

En ese instante se hicieron audibles muchos más gritos. Después se oyó la voz de Cal por encima de las demás.

—¡Manifiéstate, demonio! —bramó él.

Rafferty lo había visto por lo menos unas cien veces. Si el demonio no se marchaba, y normalmente no lo hacía, por lo menos no en el primer intento, Cal cogía al chico y lo sacudía hasta que dejaba de gritar o hasta que se desmayaba, lo que primero sucediera.

A Rafferty le costaba creer que hubiera alguien que se tragara aquella pantomima. La gente era capaz de creer cualquier cosa. Los renacidos a golpe de Biblia eran una cosa. Al menos, se habían leído el libro. Pero eso era ridículo. Los sermones de Cal eran plagios de Cotton Mather, películas antiguas y un número indefinido de telepredicadores evangelistas de altas horas de la madrugada. Cal escogía fragmentos de sus preferidos, sobre todo de cosas sobre el infierno y la condenación. Era como elegir el menú de la carta de un restaurante chino. Fuego del infierno de la columna A, salvación eterna de la columna B. Las mejores las había sacado de la Iglesia católica, de los primeros años, antes de que se hiciera tan ecuménica. Pero no quedaba duda de que los jueves por la noche se habían convertido en su principal fuente de ingresos. A ver, ¿qué padre no piensa que su hijo adolescente está poseído? Rafferty había pasado tiempo suficiente con su hija Leah el verano anterior para tomarle el pelo con llevarla a ver a Cal si no se comportaba.

—Eh, que vivo en Nueva York —le dijo ella—. No me asustas.

Evidentemente, los católicos no se tomaban la imitación como un halago, puesto que ya tenían bastantes problemas en el presente y no querían que les recordaran sus indiscreciones del pasado. Había sido el padre Malloy de Saint James quien había convocado una reunión de iglesias para debatir qué se podía hacer con los calvinistas.

—¿Qué ha pasado con la brea y las plumas?—bromeó el cura cuando las iglesias locales votaron unánimemente formar un consejo que se reuniría una vez al mes hasta que el asunto de Cal Boynton se hubiera resuelto—. No sé, ¿no podemos ni siquiera echarlo de la ciudad metiéndolo en un tren?

El padre Malloy bromeaba a medias. El pastor episcopaliano había secundado la moción, y el doctor Ward, de la Iglesia Unitaria, convocó la votación.

—Ahora en serio —había dicho un representante de la Iglesia metodista cuando las risas decayeron finalmente—, ¿no podemos hacer nada?

—Me temo que no hay mucho que hacer —les había informado Rafferty.

Todo lo que estaba al alcance de su mano ya lo había hecho meses aníes. Como, por ejemplo, enviarles la unidad de fraudes. El problema era que los padres casi siempre estaban satisfechos. Y los chavales no querían hablar del tema.

Roberta aplastó un mosquito, esparciendo un rastro de sangre por la ventanilla. Hizo una mueca y se limpió las manos en los pantalones cortos.

—Está loca, como los demás —dijo Roberta. No pretendía decirlo, pero ahí estaba.

—¿Angela? —preguntó Rafferty.

—Towner Whitney.

Rafferty buscó una respuesta en su cabeza, pero no se le ocurrió ninguna. Quería decir que lo sentía, por la cita de esa noche y, de alguna manera, por haberle dado a Roberta una impresión que nunca había querido darle.

—Estoy segura de que has oído la historia —Roberta no podía dejar el tema—. Sophya, o Towner, o como demonios se llame ahora —escupió las palabras—, está loca de remate.

Rafferty guardó silencio.

—Te lo cuento sólo porque no estabas aquí cuando sucedió. No estoy segura de que hayas oído las historias.

—Las he oído.

—Confesó un crimen que no había tenido lugar. Puso a toda la ciudad a buscar un cadáver. —Miró hacia la tienda de recreación—. Tres partidas de búsqueda diferentes. No estaba muerto.

—Obviamente —dijo Rafferty mirando colina abajo.

—No llegó a tocarlo. Él ni siquiera estaba en este estado en ese momento.

No habían sido tres partidas de búsqueda. Habían sido dos efectivos y un perro. Escuchar historias sobre Towner Whitney era como aquel viejo juego infantil, el teléfono estropeado, o algo así. La historia cambiaba a medida que pasaba de una persona a otra. La versión de cada uno era ligeramente diferente. De hecho, eran tan diferentes que Rafferty había llegado a consular el historial policial de Towner por sí mismo para intentar averiguar la verdad. Tenía su propia opinión sobre lo que había sucedido aquella noche, y no pensaba compartirla con Roberta.

—Vamos a ceñirnos al asunto que nos concierne —dijo.

—Como quieras —dijo Roberta

Un Mini con matrícula de Kansas se detuvo detrás de él.

—Bajaré a echar un vistazo.

Arrancó el vehículo y acabó con cualquier posibilidad de continuar la conversación. Luego estacionó en el aparcamiento y apagó el motor.

Winter Island era una vieja estación de guardacostas que habían convertido en un camping nacional, una extraña mezcla de complejo industrial y precioso refugio de costa, coronado con su diminuto faro. Las dos zonas estaban separadas por una explanada de aparcamiento de asfalto y una rampa para barcos. Había un ingente hangar de aviones al lado del parking, junto con unas barracas y un economato, bajas de los recortes de Defensa tras la guerra de Vietnam. Cal había instalado estratégicamente la tienda de recreación al fondo del hangar, que estaba iluminado con luces de carnaval que había canjeado con el empleado de un circo ambulante que había robado a su jefe ciego antes de que el espectáculo abandonara la ciudad. Las luces y la tienda, además del dinero que llevaba el irresponsable en el bolsillo, fueron el precio que Cal puso al alma de aquel hombre. Evidentemente, los demonios no se marcharon, pero el empleado sí, dejando atrás sus ganancias obtenidas por medios cuestionables, y que a Cal le parecieron un regalo supremo de Dios, una iglesia portátil con luces y una máquina de humo que Cal colocó dentro del hangar para crear una atmósfera inquietante para los condenados. Siempre propenso al espectáculo, levantó la tienda con la entrada de cara al hangar, para que los pecadores tuvieran que hacer una larga excursión a través del espacio desierto, con el eco de sus pisadas mezclándose con los sonidos de las lechuzas y otras criaturas nocturnas que anidaban en las altas vigas mientras los penitentes se apresuraban a salvar el camino hacia la luz de la reunión de recreación de Cal. Sólo una vez acabado el espectáculo abría la portezuela del otro lado de la tienda y dejaba a los recién salvados volver a tierra firme.

Cal estaba extraño esa noche.

Rafferty se sentó en el capó del coche y escuchó los tres exorcismos siguientes. Algunos demonios tenían voces profundas, otros chillaban y uno hablaba en latín vulgar. Al final del último exorcismo, Cal les pidió a los penitentes que buscaran en lo más hondo de su alma y sus bolsillos e hicieran una contribución para el pastor. Cualquier cosa era válida, dijo, pero se rezarían oraciones especiales de liberación por todos los que pagaran más de ciento veinticinco dólares.

La recolecta llevó más de veinticinco minutos, tras lo cual el coro de brujas redimidas de Cal cantó una enardecida coral,
Bringing in the sheaves
, mientras los congregantes comenzaban a salir.

Rafferty se estaba abanicando con la orden de registro cuando acabó el servicio. La gente llegaba a trompicones al aparcamiento, mareada. El adolescente que había hablado en latín vulgar caminaba sujetado por su padre. La madre, que todavía estaba llorando, iba unos cuantos pasos más atrás.

—Me alegro de tenerte de vuelta —oyó Rafferty que decía el padre a su hijo.

Rafferty no estaba seguro de que el chico hubiera regresado. Daba más la impresión de que sencillamente estaba en estado de
shock.

Se quedó observando mientras la muchedumbre se dispersaba. Saludó con la cabeza a un hombre que reconoció del astillero, pero el tipo parecía avergonzado de que lo hubiera descubierto allí; no miró a Rafferty a los ojos.

Molesta por la multitud, una rata salió de su escondite. Una lechuza que estaba en una de las vigas descendió en picado tras la rata, volando sobre las cabezas de los penitentes y provocando que una mujer se desmayara y cayera sobre sus rodillas, llorando y jurando que acababa de ver al Espíritu Santo.

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