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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (16 page)

BOOK: La lectora de secretos
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—Qué guay —dice. Es una palabra que él normalmente no usaría. Si lo leyera en un guión, no me lo creería.

»¿Y vives en Hollywood? —Busca la mantequilla, pero no la encuentra.

—A veces.

Me observa extrañado.

—Me mudo mucho… —Esto ha sido duro—, ¿Estoy siendo interrogada por algo?

Se ríe abiertamente.

—Yo vine de Nueva York —comienza él. Se trata de puro material de Eva: cuenta algo de ti mismo para que la conversación prosiga. No es lo mismo que preguntar sobre la sopa, pero es un comienzo.

—Guay —digo.

Él sonríe.

—¿Sales mucho?

Ahora soy yo quien tiene que reírse.

—No mucho —digo, confirmando lo evidente.

Él se pone rojo y los dos nos echamos a reír.

—Por Dios —dice él—. Al menos uno de los dos debería ser bueno en esto.

Finalmente me doy cuenta de que estoy en una cita. No sé en qué estaba pensando. Que era una idea de último momento, una especie de detalle. ¿Que si salgo mucho? La verdad es que no he tenido jamás una cita.

—Lo siento —dice él—. Quizá esto no ha sido una buena idea.

Mi mente se apresura en busca de algo que decir. «Vamos, Eva —suplico—, dame algo que pueda utilizar.»

—¿Cuánto tiempo hace que viniste aquí? —pregunto. La voz es débil, como si casi no fuera mía.

Sabe que me estoy esforzando y parece agradecido.

—Hace dos años —responde.

—¿Por qué? —inquiero, y me doy cuenta de cómo suena.

Nos reímos otra vez.

—Me gusta navegar —dice él.

—Eso tiene sentido —convengo. Es cierto. Comienzo a relajarme.

—¿Tú navegas? —pregunta.

—No muy bien —respondo.

—Mentirosa. —Se ríe.

Sabe más acerca de mí de lo que pensaba. Caigo en la cuenta de que Eva debe de habérselo contado. Estoy a punto de decirle que Lyndley era la buena navegante de la familia, mucho mejor que yo, pero algo me detiene.

—Ha pasado mucho tiempo —digo finalmente.

Él asiente y se queda mirándome. Me doy cuenta de que Rafferty es una persona a la que no puedo leer. Aunque tampoco lo intentaría. Paso la mayor parte del tiempo intentando no leer a la gente, deseando evitar la intimidad de invadir sus pensamientos privados. A Rafferty se le puede leer, pero sólo cuando lo permite, y si lo permite.

—¿Qué? —digo finalmente.

—Estaba pensando que te pareces un poco a Eva.

—¿De veras?… —Él nota que no le creo.

Asiente.

—Para mí, te pareces.

—Erais buenos amigos —digo, y me percato de que sólo estoy ligeramente más a gusto con la idea que la otra noche.

Él sonríe.

—A Eva siempre le gustó ayudar a los desamparados y a los perdidos.

—La verdad es que sí.

—Quizá demasiado, a veces. —Una sombra cruza su rostro.

—¿Qué quiere decir eso?

Se repone rápidamente forzando una sonrisa.

—Quiere decir que se hizo amiga mía cuando llegué a la ciudad y me alimentó como a cualquier perdido, después ya no pudo librarse de mí.

—¿Sándwiches elaborados?

—Exacto. —Se ríe.

—Buena comida para un perdido.

Me siento aliviada cuando comienzan a iluminar la bahía. Las tripulaciones encienden bengalas alrededor de su perímetro.

Tan pronto como hay bastante oscuridad, empiezan los fuegos artificiales. Son buenos, mejores de lo que los recordaba. Con cada explosión se puede ver a la gente en la orilla: miles de personas sentadas en sillas en los jardines que se extienden delante de las casas del extremo de la bahía o agrupados en los muelles de la ciudad, en los yates de los clubes o tan lejos como Devereux Beach. La bahía está tan abarrotada de barcos que se podría ir caminando de un extremo al otro por encima de ellos. En los amarres hay hasta dos y tres barcos, todos con los flotadores fuera. Tras cada fuego artificial, el barco toca la sirena como muestra de su aprobación y la gente de la orilla vitorea, sus voces viajando a través del agua.

El sonido me pone nerviosa. Siento los ojos de alguien sobre mí. Otra vez me observan.

«Me apuesto lo que sea a que está liada con él.»

—¿Estás bien? —me pregunta Rafferty. Está claro que no. El sudor desciende por mi rostro. Me tiemblan las manos.

«Se está tirando al policía.»

No sé a quién estoy leyendo. No quiero saberlo.

—¿Mareada? —El barco se mueve mucho.

—No —digo. Yo nunca me he mareado. Una desagradable sensación de pánico sube por mi espalda y me recorre los hombros.

Él lo percibe y mira a nuestro alrededor.

—Podemos marcharnos si quieres.

—No —digo—. Estoy bien.

Estoy intentando tranquilizarme, poniendo en práctica cada uno de los trucos que me ha enseñado mi terapeuta. Respira. Utiliza los sentidos. Huele, toca… lo que sea para permanecer aquí y ahora.

Siento que estoy comenzando a calmarme cuando estalla una pelea.

Lo oigo antes de verlo. El sonido gana fuerza lentamente en medio de las explosiones de los fuegos artificiales, pero es distintivo y diferente, violento. No me doy cuenta de qué es hasta que se acercan a Rafferty y él se marcha con quienes han venido a buscarlo para acabar con la situación. No sé si han venido a buscarlo porque han olvidado que no están en Salem, donde sería la autoridad lógica a la que convocar, o porque es el único policía del lugar. El barco de la policía de Marblehead está en el otro extremo de la bahía. Con tal densidad de barcos, les llevaría diez minutos llegar hasta aquí, y para entonces el daño ya estaría hecho.

La cronología de la pelea es perfecta, ha empezado justo antes de que terminen los fuegos artificiales. En medio del enorme espectáculo de luz, alcanzo a ver a Rafferty sujetando a uno de ellos, un tipo grande; el otro, prototipo de un club de vela, está sangrando por la boca. Es una vieja historia, el local contra el pijo, salvo que esos tipos son demasiado mayores para eso. El pijo me resulta vagamente familiar, alguien a quien tal vez conocí en algún baile. No veo la cara del local. Ya no están lanzando puñetazos pero siguen insultándose. Rafferty tiene que agarrar con más fuerza al local, que está preparado para soltar otro golpe. Lo contiene durante un minuto hasta que finalmente lo suelta.

El pijo vuelve a sentarse a su mesa. Uno de sus amigos vierte hielo de un vaso en una servilleta y se lo pasa para que se lo ponga en la boca, pero él no lo acepta.

Sin embargo, mira hacia donde estoy yo. Todos están mirando.

—Eres un maldito imbécil —oigo que dice el local, arremetiendo otra vez contra el otro. Rafferty atrapa su brazo antes de que éste haga impacto.

Reconozco la voz y observo cómo mi novio de la infancia, Jack, arroja dinero sobre la mesa y se levanta. Luego salta a su barco, del mismo modo que un cowboy saltaría sobre un caballo en marcha en un western antiguo.

Rafferty les dice algo a los pijos, que vuelven a concentrarse en sus cervezas de diseño.

Cuando regresa a la mesa, coge una servilleta y se limpia.

—¿De qué iba todo eso? —pregunto, tratando de mantener la voz serena pero consciente, paranoica o no, de que de algún modo yo tengo algo que ver.

Está claro que iba sobre mí. Mi psiquiatra diría que no todo tiene que ver conmigo. Mi psiquiatra también rebosa frases hechas de Eva. En circunstancias normales mi psiquiatra tendría razón, pero esta vez no.

—¿De qué va siempre?

Está intentando disimular. Tiene los pantalones empapados de cerveza y maldice en voz baja mientras se los frota.

—Salgamos de aquí —dice.

En el perímetro de la bahía, las bengalas siguen desprendiendo su luz roja, pero están empezando a acabarse. Ahora, en la línea de costa, el destello es intermitente, y entre una y otra bengala hay grandes intervalos a oscuras.

Toda la comodidad de que disfrutábamos el uno en compañía del otro ha desaparecido. Rafferty ignora todos los límites de velocidad, algo con lo que yo no tengo ningún problema. Lo único que queremos ambos es acabar con esta velada cuanto antes.

Cuando pasamos por Winter Island, oigo el sonido de música religiosa, el chisporroteo de un altavoz malo. Rafferty acelera.

No volvemos a hablar hasta que estamos en el coche patrulla delante de la casa de Eva.

Apaga el motor y se vuelve hacia mí.

—Siento haberte llevado allí —dice.

—No pasa nada —respondo.

—Sé que Jack LaLibertie es amigo tuyo.

—Era —digo.

—Sé que tuvisteis una historia —se corrige.

No sé qué decir, así que no digo nada. Claramente, estoy incómoda.

La radio salta y se oye un eco.

—Eh, ¿Rafferty?—dice la voz de la radio—. ¿Has encontrado el restaurante?

—Déjame en paz, Jay-Jay —replica él—. Es mi noche libre. —Acaban de poner una denuncia por desaparición. —La veré mañana. —Alarga la mano hacia el interruptor. —Se trata de Angela Rickey.

—Mierda —murmura, y levanta el micrófono para que no se oigan los detalles.

Me muevo para abrir la puerta, pero él levanta una mano para detenerme.

—Consigue una orden firmada —dice—. Pasaré a recogerla. —Tapa el micro con la mano.

»Esto ha sido un desastre —dice dirigiéndose a mí. —Ha estado bien. —Intentémoslo de nuevo. Eso me sorprende.

—Mañana por la noche —dice—. Podemos salir a navegar.

La radio todavía está retumbando.

—Vale, vale —dice Rafferty—. Voy en seguida.

Baja el volumen y me mira.

—Te recogeré en el muelle Derby a las siete en punto. Vuelve a centrar su atención en la radio antes de que yo tenga la oportunidad de decir que no. Coge un pañuelo y se frota el pantalón.

—Mierda —remuga otra vez.

Capítulo 14

Para limpiar el encaje: la presencia de la alegría.

Para limpiar a la lectora: meditación u oración.

Para limpiar a quien pregunta: respirar.

Guía de
la lectora de encaje.

Ann estaba leyendo la decimoquinta cabeza de la noche cuando Rafferty fue a buscarla. Eran casi las diez. Ella llevaba a cabo las lecturas en la parte de atrás de la tienda, donde preparaba las esencias. Allí también tenía un caldero, pero era sólo por las apariencias. El espacio situado tras las cortinas de terciopelo, que separaban las cabinas para leer el futuro, tenía más aspecto de laboratorio de química, con vasos de precipitados, tubos y mecheros Bunsen para preparar los aceites y otras pociones que vendía.

Ann vio a Rafferty en cuanto entró, y le hizo un gesto para que esperara hasta que acabara con una madre y una hija que habían ido para que les hiciera una lectura.

—Voy a necesitar algún objeto personal —oyó Rafferty que decía Ann a la mujer más mayor—. Un anillo, unas llaves, algo así.

—Dele su anillo, madre —dijo la mujer más joven.

—Tu madre es quien debe decidir qué darme —dijo Ann.

La mujer mayor lo pensó un minuto y entonces metió la mano en su bolso y sacó una bufanda. Se la entregó con torpeza a Ann.

—Gracias —dijo ella.

Después cerró los ojos y agarró la bufanda, respirando lentamente, metiéndose en su interior. Cuando abrió los ojos nuevamente, le devolvió la bufanda a la mujer, que la metió en el bolso y preguntó:

—¿Qué pasa ahora?

—Ahora haré la lectura —explicó Ann, poniéndose en pie y colocándose detrás de la silla de la mujer. Posó las manos con delicadeza en la cabeza de la mujer y comenzó a masajearla.

La mujer suspiró.

—Esto es maravilloso —dijo, cerrando los ojos finalmente.

Rafferty observaba fascinado.

Cuando la respiración de la mujer mayor se hizo más pausada, Ann comenzó a mover las manos de otra forma, estirando la cara de la mujer de tal manera que formaba expresiones extrañas mientras ella notaba los bultos, las hendiduras y otras imperfecciones que servirían para predecir su futuro. Los ojos de Rafferty fueron hasta el cuadro de frenología que había en la pared. Este bulto determinaba la longevidad, este otro indicaba las inclinaciones artísticas.

Rafferty dejó de observar cuando Ann comenzó a interpretar. A pesar de que la hija estaba tomando notas, ése era un momento privado. En lugar de escuchar, decidió echar una ojeada a la tienda, deteniéndose para mirar los pequeños sobrecitos de hierbas y hechizos: rosa y verbena para conciliar el sueño, milenrama y jengibre para encontrar el amor perdido. Había bolsitas para la prosperidad, la protección, la salud, incluso una para ganar las elecciones. Ann tenía una variedad de inciensos enorme. El olor era apabullante. Rafferty se alejó rápidamente hacia la zona, aún más grande, de libros de autoayuda. Cogió unos cuantos y los hojeó. Después fue a los cristales. Pasó la mano por un cubo de cuarzo rosa, después sobre otro de obsidiana.

Tenía el brazo metido hasta el codo en las ágatas de fuego cuando Ann finalmente se reunió con él.

—Ésas son buenas para la potencia —señaló, y Rafferty se apresuró a sacar el brazo.

»Lo siento —dijo ella—. No he podido evitarlo.

Condujo a Rafferty a la trastienda, apartando a un gato o dos del futón que tenía allí. Había un calendario lunar colgado de la pared. Era el mismo que había visto en casa de Eva, salvo que éste no tenía los símbolos de sombreros rojos. Fueron las señoras de los sombreros rojos quienes denunciaron la desaparición de Eva. Eran sus clientes habituales. Cuando no abrió el salón de té el día de su cita, ellas fueron directamente a la comisaría para denunciar su desaparición.

—Todo el mundo desaparece —dijo Rafferty, casi para sí.

Dos mujeres en un mes, eso ya era bastante raro, pero no era difícil ver que ambas estaban conectadas. Eva había ayudado a Angela en más de una ocasión, dándole de comer y a veces alojándola. Y Eva era la persona a la que Angela recurría cuando se metía en problemas. Al menos eso era lo que había hecho la última vez. La vez que Eva la había enviado al refugio de May. Cal odió a Eva por ello. En realidad, Cal odiaba a Eva por muchas razones.

—Un año extraño —comentó Ann—. No eres alérgico a los gatos, ¿verdad?

—Sólo a los perros —dijo él.

—Siéntate —Ann dio la orden como si le estuviera hablando a un perro.

Rafferty no pudo evitar sonreír. Le gustaba Ann y su sentido del humor. La mayor parte del tiempo era sutil, y la mayoría de la gente no lo captaba. Rafferty apartó a un tercer gato y tomó asiento.

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