La lectora de secretos (36 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

BOOK: La lectora de secretos
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Sin embargo, cambió de opinión al respecto, por los sucesos recientes y por el diario. Después de leerlo, se dio cuenta de que Towner había estado enamorada de Jack LaLibertie al menos una vez. Probablemente todavía lo quería.

Fue a causa de Jack LaLibertie que Rafferty dejó de asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos de Salem. No porque Jack estuviera allí, no, no era probable que apareciera en mucho tiempo. Jack se había descarriado mucho antes de que Towner volviera a la ciudad. La razón por la que Rafferty había dejado de acudir a las reuniones era que todo el mundo sabía lo de Towner, y eso lo hacía sentirse terriblemente culpable. Tenía un buen motivo. Una vez, antes de que Jack volviera a beber, Rafferty había sido su tutor.

—Vigila tu integridad, Rafferty —le había dicho Roberta la última vez que había ido a una reunión en Salem.

La habitación se quedó en silencio. Era lo que todo el mundo quería decirle y no se atrevía a hacerlo.

Las cosas empeoraron aún más en el trabajo.

Cada partícula del cerebro de policía de Rafferty sabía que lo que le estaba sucediendo era negativo. Y otra gente había empezado a darse cuenta.

El jefe le hizo una advertencia:

—No corrompas el caso sólo porque tienes un calentón.

—Que te jodan —contestó Rafferty.

Ella llevaba tres días en el hospital cuando Rafferty arrestó a Cal por el asalto a Towner. Podría haberlo hecho antes —de hecho, el jefe le había estado presionando para que lo hiciera—, pero él sabía que Cal seguramente estaría fuera antes de veinticuatro horas. Si esperaba hasta las 16.00 horas del viernes, no comparecería hasta el lunes por la mañana. Como poco, Cal pasaría el fin de semana en la cárcel. No era mucho, pero era mejor que nada. Y eso le dio la oportunidad a Rafferty de interrogar a algunos de los seguidores calvinistas sin la omnipresente supervisión de Cal.

Los interrogatorios fueron estériles. En todo caso, los calvinistas eran aún más dogmáticos que su líder. O sencillamente tenían el cerebro lavado.

Rafferty tuvo otra idea, pero era una apuesta arriesgada.

En la comparecencia le pidió al juez que no fijara fianza, alegando que Cal era un peligro para la comunidad, citó las palizas a Emma Boynton como prueba, palizas que habían resultado en una ceguera permanente y en daños cerebrales. Presentó informes médicos y actas judiciales para apoyar sus peticiones.

Naturalmente, el abogado de Cal había previsto aquello, y lo rebatió presentando el expediente impoluto de Cal de los últimos trece años y la mención de honor por sus servicios a la comunidad del alcalde de San Diego.

El día de la audiencia de Cal, la sala del tribunal estaba atestada.

Primero, el jefe de la policía presentó algunas de las quejas de los comerciantes locales en cuyos negocios habían irrumpido los calvinistas y de algunas madres que afirmaban que los exorcismos de Cal incluían castigos físicos que rozaban el abuso.

Después, Rafferty tomó la palabra y le explicó al juez que Cal era el sospechoso principal de la desaparición de Angela Rickey, que supuestamente estaba embarazada de él. Agregó que Angela nunca había regresado a casa de sus padres y que no era probable que lo hiciera.

El abogado de Cal exhibió una declaración jurada de Cal Boynton en la que afirmaba que él nunca había mantenido relaciones sexuales con Angela Rickey.

Rafferty dijo que Angela afirmaba que el bebé era de Cal, y que ella insistía en tenerlo a pesar de que no estaba segura de cómo se sentiría él al respecto. Evidentemente, a Cal no le había gustado. Rafferty también señaló que Cal tenía medios y motivos: «Reconocer la paternidad de un niño sería negativo para el negocio de un hombre que ha ganado tanto dinero predicando el celibato.»

El acusado solicitó decir algunas palabras en su defensa. En una actuación que fue sermón y presentación comercial a partes iguales, Cal se presentó a sí mismo como John Newton, el hombre que había escrito el himno
Amazing grace.
Como él, Newton había sido un pervertido impenitente, un pecador de la peor calaña, explicó; de hecho, había sido un comerciante de esclavos. Y, al igual que Cal, Newton había tenido su gran revelación en el mar. El día de su conversión no fue muy diferente del de Cal, y como Newton, Cal había salido adelante para convertirse en un pastor evangelista.

—Salvado por la gracia y la intervención de Dios —dijo Cal.

»¿Quién entre nosotros no cree en la redención? —imploró volviéndose hacia su congregación: los abogados, el juez, los calvinistas y muchos habitantes de la ciudad que habían asistido a la comparecencia.

» ¿Quién de vosotros tirará la primera piedra? —continuó Cal.

Muchos miembros del consejo de iglesias estaban sentados en el último banco. El pastor presbiteriano le susurró al metodista que
él
tiraría una piedra si creyera que le daría a Cal en la cabeza desde allí atrás. Pretendía ser divertido. Los presbiterianos eran uno de los colectivos más ofendidos por las prácticas de Cal y su adopción del nombre «calvinistas», una denominación que desde siempre había estado asociada a su rama de protestantismo. No se trataba de que ellos quisieran el nombre, ni pensarlo; la etiqueta calvinista había sido una pesadilla para las relaciones públicas de los presbiterianos, habían trabajado muy duro a lo largo de los años para que esa vinculación quedara atrás. Era bastante improbable que el tipo de prensa que Cal inspiraba les fuera a beneficiar en modo alguno.

—A mí me gustaría tirar una piedra o dos. —Una mujer se puso en pie. Su sombrero rojo y su vestido morado destacaban en un mar de gris y marrón.

Otra mujer de sombrero rojo se levantó para sumarse a ella.

—Que sea un pedrusco —dijo.

El juez les hizo una señal a las mujeres para que se acercaran. Cinco mujeres más con sombrero rojo se sumaron mientras se aproximaban al estrado.

—Buenos días, señoras —no pudo evitar decir el juez. Rojo y morado era una combinación de colores que no estaba habituado a ver en la sala. Sin embargo, sabía quiénes eran. Su mujer llevaba amenazándolo con comenzar su propia etapa como sombrero rojo desde que había cumplido los cincuenta.

—Señoría, nos gustaría decir unas palabras en referencia a la peligrosidad de Cal Boynton. —El grupo había nombrado a Ruth portavoz oficial, y Rafferty se había pasado una hora preparándola.

—Adelante —dijo el juez.

—Como muchos de ustedes saben, nosotras éramos clientes habituales del salón de té de Eva Whitney —dijo Ruth—, Tenemos razones para creer que la desaparición de Eva no fue un accidente. —La mujer continuó sin parar ni para tomar aire antes de que el juez tuviera oportunidad de decirle que esa información no tenía relación con el caso presente—. Nosotras fuimos testigos del continuo acoso a Eva Whitney, no sólo en relación con su negocio, sino con su persona también. Él la amenazó en numerosas ocasiones.

—¡Eso es una mentira asquerosa! —exclamó Cal, poniéndose en pie de un salto.

—Siéntese, señor Boynton —le ordenó el juez.

—¿Qué tipo de amenazas le hizo? —preguntó el juez.

—Para empezar, la amenazó con quemarla en una estaca —dijo la madre del chico de la guerra del Golfo que había asistido al funeral de Eva. Rafferty se dio cuenta de que se había deshecho de su sombrero color pastel y llevaba uno rojo brillante.

—¿Disculpe?

—Él la llamaba «bruja» y la amenazó con colgarla, quemarla o ahogarla, todo en diferentes ocasiones.

—Amenazó con matarla, señoría —intervino una tercera mujer de sombrero rojo—. Un día que él no sabía que nosotras estábamos en el salón de té.

—¿Y cómo respondía la señora Whitney a esas amenazas?

—Bueno, naturalmente, llamaba a la policía.

—Eso es cierto, señoría —dijo Rafferty—, Tenemos numerosas denuncias de tales acosos. A comienzos de abril, Eva Whitney solicitó una orden de alejamiento contra Cal Boynton. —Le presentó una copia al juez.

—Ella nos dijo —intervino la madre del chico de la guerra del Golfo— que, si le sucedía algo, Cal Boynton sería el responsable.

—La encontraron más allá de Children's Island —dijo otra mujer de sombrero rojo—. Todo el mundo sabe que allí es donde se tiran los cadáveres.

Unos cuantos años antes, había sido hallado otro cuerpo en Children's Island. Era un asesinato que había sido resuelto recientemente, y una asociación que todo el mundo hacía. Como Eva, y tal vez como Angela, la mujer había estado desaparecida un tiempo antes de que su cuerpo apareciera en Children's Island.

—Eva nunca salía de la bahía cuando iba a nadar —retomó Ruth la palabra—. Tenía ochenta y cinco años, por el amor de Dios. No podría haber hecho ese trayecto a nado.

El abogado de Cal señaló que se había realizado una autopsia al cuerpo de Eva. No se habían encontrado señales de juego sucio.

—No había señales de nada —intervino Rafferty—. Cuando encontramos a Eva, las langostas habían destrozado su cuerpo. Tuvimos que hacer la identificación por la ficha dental.

El juez estableció una detención de treinta días para Cal.

—Si quiere que lo detenga más tiempo, tendrá que traerme un cuerpo.

No estaba hablando de Eva, sino que se refería a Angela Rickey.

Cuando Rafferty salió de la sala, se acercó a las mujeres de sombrero rojo.

—Buen trabajo, señoras —dijo.

—¿Cree que ha ayudado? —preguntó la madre del chico de la guerra del Golfo.

—Muchísimo.

—¿Qué pasa con la otra chica?…, ¿Angela? —preguntó Ruth.

—¿Cree que también la ha matado? —inquirió una tercera mujer de sombrero rojo.

—No estoy seguro de qué pensar —dijo Rafferty. Tenía un mal presentimiento sobre qué le habría sucedido a Angela. Lo único que sabía era que tenía que encontrarla, y de prisa.

A medida que la muchedumbre fue dispersándose, se dio cuenta de que probablemente él era la única persona en la ciudad que no creía que Cal hubiera asesinado a Eva Whitney. Rafferty había permitido a la opinión pública conseguir su objetivo, que era apartar a Cal de las calles, al menos durante un tiempo. Pero no había creído ni por un instante que Cal hubiese matado de verdad a Eva. El motivo era muy sencillo: si Cal lo hubiera hecho, habría sido lo bastante inteligente para dejar el cuerpo en los límites de la bahía, el lugar donde Eva nadaba habitual— mente. El hecho de que el cuerpo fuera encontrado «donde normalmente se tiran los cadáveres» era una de las cosas en las que Eva se había equivocado en su plan para detener a Cal Boynton. Lo de Children's Island tenía el propósito de llamar la atención, y lo había conseguido. Pero para Rafferty llamaba la atención por motivos erróneos.

Lo de nadar había sido una buena idea, pero Eva lo había llevado demasiado lejos. Además, ella era una Whitney, y cualquiera de las Whitney podría haber hecho aquel trayecto. A cualquier edad.

Rafferty le contó a Towner que habían detenido a Cal. No le explicó el resto de las cosas que habían pasado. Supuso que no era algo que necesitara saber.

Él no estaba seguro de qué creer sobre Angela. No se equivocaba sobre lo del bebé, ni tampoco sobre el motivo. Tan sólo esperaba equivocarse sobre su creciente presentimiento de que ya estaba muerta o que pronto lo estaría.

Rafferty no podía hacer gran cosa por Angela. Pero al menos podía echarle un ojo a Towner. O eso era lo que se decía a sí mismo. Lo que Towner necesitaba era reposo y descanso, así que él se esforzaba al máximo para cuidarla. Cocinaba. Se sentaban fuera y observaban los barcos.

Esa noche estaban sentados en el porche mirando el océano.

—¿Leah navega? —preguntó Towner. Era semana de competiciones en Marblehead. Ella estaba mirando más allá de la bahía, a una hilera de barcos de vela globo.

La pregunta estaba tan alejada de sus pensamientos que le cogió por sorpresa.

—¿Qué?

—¿Tu hija navega?

—Sí—dijo él—, un poco.

Fue una de las pocas veces en que Towner habló en toda la velada. Él debía contestarle aunque sólo fuera por continuar cualquier tipo de conversación.

—El barco que quiere que compre es un Scarab.

Towner asintió como si lo comprendiera.

—El ansia por la velocidad —comentó—. Lo superará. Los gustos cambian.

—¿Es eso cierto? —Él estaba esperanzado.

—Sin duda —dijo ella.

Esa noche, Rafferty le ofreció pasta, le propuso hacer unos filetes a la brasa, pero nada parecía despertarle el apetito. Se le estaban acabando las opciones. Estaba cansado.

—No tengo hambre —repuso ella.

Él se levantó de la tumbona y estiró las piernas.

—Entonces voy a salir a correr —dijo él.

—¿Ahora? —Towner parecía sorprendida. Él había estado bostezando toda la noche.

—Sí. Y después pasaré por Willows a por un sándwich de
chop suey.

—Tú y tus sándwiches de
chop suey
—dijo ella.

—¿Quieres venir? —Él siempre preguntaba. Ella nunca decía que sí, pero él seguía preguntando.

—Estoy cansada.

—¿Helado? —Rafferty lo intentó una vez más. Un helado era algo que ella siempre comería.

—Estoy bien.

Rafferty dio tres vueltas a Derby Street antes de rebajar el ritmo. Cada vuelta pasaba por Winter Island. Cal podía estar en la cárcel, pero el resto de los calvinistas eran tan peligrosos como él.

Corrió hasta que se agotó. En el atajo a Willows Park, finalmente redujo la velocidad a un paseo. Estaba bañado en sudor. Pasó por delante de los vecinos sentados en los porches, de niños que jugaban al hockey en la calle. En la playa, el hijo de un vecino dejó de fumar hierba y escondió su alijo detrás de una piedra. Al final de la acera, otra vecina llamaba a su perro.

—Lo siento —le dijo la mujer a Rafferty mientras ataba a su perro en cumplimiento con la ley de correa de Salem. Él intentó sonreír. Ser policía ponía una distancia automática entre él y el resto de la gente de la ciudad.

Alguien que pescaba al final del muelle sacó un ejemplar típico de la zona. El pescado se agitó en el aire como un péndulo, reflejando la luz roja del sol poniente y pintando el cielo con su destello.

Las Harley estaban alineadas justo a un lado de la avenida de locales y espectáculos, y los moteros enfundados en cuero estaban detrás con su disfraz completo. «Contables y dentistas», pensó Rafferty, pero no: también había Ángeles del Infierno. Hacían una peregrinación a Salem dos veces al año, miles de motocicletas. La ciudad cortaba las calles para ellos. Era impresionante. Cuando entraban en la ciudad, se oía el rugido de los motores en Highland Avenue mucho antes de verlos. La gente colocaba las sillas en fila sólo para verlos pasar.

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