Si era posible.
Algo que planificar mientras daba placer a los hombres. Algo para mitigar el horror de su situación.
—¿Veías lo que pasaba?
—No, aunque una vez lo vi desnudo cuando estaba excitado. —Retrocedió al recordar la erección del comerciante.
—¿Has visto cómo se aparean los perros en la calle?
—Sí.
—¿Has oído a otros esclavos hablar de sexo?
—Muchas veces.
—Es muy parecido a lo que hacen los animales, aunque tienes que saber más posturas. —Jovina le describió rápidamente las que prefería la mayoría de los hombres.
Fabiola se esforzó por disimular su asombro al enterarse de las más extravagantes. Gemellus sólo conocía una.
—Haz mucho ruido. El cliente debe creer siempre que estás extasiada.
—Sí, madama —respondió rápidamente.
—La primera vez que te penetre un hombre te dolerá mucho. Probablemente te salga también bastante sangre. Es normal. Después de eso, te gustará. —Se carcajeó—. Tienes más cosas que aprender, pero ya te enseñarán las demás. Asegúrate de saber dar placer con la boca.
Fabiola esbozó una sonrisa forzada y se sintió aliviada de que la lección hubiese terminado.
—Puedes hacer lo que quieras con tu habitación. —Jovina sonrió de oreja a oreja y las arrugas del rostro empolvado se le marcaron—. Pero aquí no se le permite la entrada a ningún hombre. Las habitaciones en las que se recibe a los clientes están situadas en la parte delantera del edificio. Los porteros, Benignus y Vettius, siempre están cerca. Grita si los necesitas.
—¿Cuándo empiezo?
—Mañana. Acabo de pagar ocho mil sestercios, así que tienes que empezar a ganar dinero. Pero hoy puedes ir acomodándote. Aprovecha para familiarizarte con el local.
Fabiola habló con voz tranquila.
—¿Y la comida?
—Un poco más de chicha en esos huesos no le iría mal al negocio. —Jovina se rió de su propio comentario e hizo un gesto a la esclava que se había mantenido discretamente apartada—. Docilosa te enseñará el local. Vale la pena visitar el vestidor. Tiene una selección de ropa que ya quisieran para sí los mejores bazares de Roma.
Fabiola abrió la boca.
—Y esfuérzate por vestirte de forma seductora.
Fabiola esbozó una sonrisa.
—Sí, madama.
—Bueno, aquí te irá bien. —Jovina se dio la vuelta y se marchó, dejando tras de sí una intensa estela de perfume.
Fabiola miró a Docilosa, que tenía una edad similar a la de su madre. Era bajita, fea y llevaba un sencillo blusón, pero tenía una expresión agradable.
—¿Puedo comer algo?
—Por supuesto. —Docilosa asintió—. Sígueme.
Poco después, Fabiola devoraba un pedazo de pan con queso sentada a una tosca mesa de madera de la cocina. La experiencia le había dado un hambre voraz, incrementada por la fabulosa selección de comida de las estanterías. Gemellus nunca había alimentado lo suficiente a los esclavos y su niñez había estado marcada por el hambre.
Los esclavos, vestidos tan sólo con un taparrabos, miraban a la nueva chica con curiosidad. Docilosa los señaló uno a uno.
—Ése es Catus, el cocinero. Es buena persona pero tiene mucho genio. —Como no la oía, el hombre de calva incipiente que cortaba carne sobre un gran tajo de madera sonrió.
Fabiola se empapó de información. Quería conocer a todos los del Lupanar.
—Los dos que se encargan del fuego son Nepos y Tancinus. La chica que barre es Germanilla.
Los hombres que sudaban junto al horno de ladrillos candentes la miraron sin interés. Aunque eran relativamente jóvenes, los dos estaban bastante gordos.
—¿Es que comen más que los demás?
—Por supuesto que no —repuso Docilosa—. Es que están castrados.
Fabiola soltó un grito ahogado.
—Para garantizar que no importunan a las chicas. Sois una mercancía valiosa y Jovina protege sus propiedades celosamente.
—¿Y qué me dices de Catus?
—A Catus sólo le gustan los hombres. —Docilosa empleó un tono desdeñoso—. Y la madama raras veces compra alguno, causan demasiados problemas.
—¿Y los porteros?
—Reciben favores de muchas mujeres y ella lo tolera.
—¿Porqué?
—Algunos clientes se ponen violentos. —Imitó el gesto de un hachazo—. Los chicos les dan una paliza.
Fabiola tomó nota mentalmente de hacer buenas migas con Benignus y Vettius.
Docilosa llenó una sencilla jarra negra y roja de loza de una cisterna situada en un rincón. Al igual que en casa de Gemellus, en el Lupanar había agua corriente y sistema de saneamiento.
—La necesitarás en tu cuarto. —Le tendió también un vaso, mirando a Fabiola fijamente—. Me recuerdas a mi hija. —Docilosa le dedicó una breve sonrisa antes de señalar la puerta con actitud práctica—. Te enseñaré dónde se guarda la ropa.
Fabiola salió de la cocina enlosada detrás de su guía por un pasillo que olía a incienso. Los hornacinas que había a lo largo del mismo contenían estatuas griegas.
El vestuario superaba con creces lo que Fabiola había imaginado. Junto a las paredes pintadas había docenas de vestidos suntuosos que colgaban de ganchos de hierro. Grandes placas de bronce en soportes servían de espejos. Las mesas estaban repletas de cuencos y frascos de cristal y de espejos de mano de plata. Dos mujeres, al fondo, se probaban vestidos ajenas a las visitas.
Docilosa observó el panorama y suspiró.
—Te dejo aquí. Así irás conociendo a las demás.
Fabiola se dio cuenta de que eran mayores que ella. La intimidaban. Entró en el vestidor intentando no perder la calma.
Una prostituta pechugona de aspecto germánico ya se había vuelto a medias hacia ella. Se sujetaba la larga melena rubia con las manos mientras admiraba su reflejo en un espejo. Fabiola la observó, intrigada. Su madre era la única persona a la que había visto desnuda con regularidad. Una exigua túnica roja le cubría a duras penas los generosos pechos y el vientre .plano. Al final de unos muslos de un blanco cremoso había una pequeña borla de pelo. Era muy hermosa.
—¿Quién eres?
—Fabiola. —Se calló antes de añadir, innecesariamente—: Soy nueva.
A la rubia no le gustó.
—¿Cuántas jovencitas piensa traer aquí Jovina?
—No le hagas caso. —La otra mujer parecía más agradable—. Hoy tiene un mal día. Me llamo Pompeya y ella es Claudia.
—Nunca he visto tantos tipos de ropa distintos. —Fabiola estaba boquiabierta observando la enorme variedad.
—Es maravilloso, ¿verdad? —Pompeya soltó una risita y Fabiola se quedó prendada enseguida de la alta pelirroja. Era deslumbrante, de ojos verdes y tez de porcelana. La ajustada estola, abierta a los lados hasta la cintura y luego por encima del cinturón hasta los hombros, dejaba al descubierto zonas de piel muy tentadoras—. Además nos vestimos como queremos.
—Jovina me ha dicho que tengo que vestirme de forma seductora.
—Ya me lo imagino —dijo Claudia con una risotada.
Pompeya le lanzó un vestido e inclinó la cabeza hacia Fabiola.
—¿Cuántos años tienes?
—Trece. Casi catorce.
—Cielo santo. ¿Todavía eres virgen?
Fabiola miró el suelo de mármol.
—Da igual, ahora estás aquí. —Pompeya caminó pegada a la pared, repasando las prendas colgadas con los dedos—. Ven conmigo.
Fabiola la siguió lentamente. Iba tocando las prendas sin dar crédito a sus ojos.
—Tampoco tienes que exagerar. Lo más importante es quieres virgen. —Descolgó una túnica blanca de tela fina con un ribete púrpura—. Pruébatela.
Fabiola tendió la mano entusiasmada.
—Qué bonita es.
—Las chicas del Lupanar sólo llevan lo mejor. Póntela.
Fabiola se quitó el vestido raído y se enfundó la prenda nueva. La notó lujosa en contacto con la piel, mucho mejor que cualquier otra cosa que hubiera llevado. Se alisó el vestido.
—Es precioso —susurró.
Claudia resopló despectivamente.
Fabiola vio que Pompeya la repasaba, entusiasmada.
—Perfecto. Pareces una virgen vestal.
—¡Pero esta zorra está a la venta! —exclamó Claudia.
Pompeya se dio media vuelta.
—Es una pena que el tonto de Metellus Celer acabe de morirse, pero enseguida encontrarás otro cliente rico. Deja de meterte con ella.
—El amo se acostaba con mi madre casi cada noche. —Fabiola habló con voz firme—. Sé a qué atenerme.
—Ya no es tu amo —dijo Claudia de repente—. Olvídalo.
Fabiola sonrió al pensarlo.
—He visto a ese cerdo gordo por la mirilla. —Pompeya torció el gesto—. La mayoría de los clientes tiene mejor aspecto. Si eres lista vendrán con regularidad. —Se volvió hacia Claudia para que confirmara sus palabras—. A los hombres les encanta hacer regalos. Llevarte por ahí.
—Lo único que tienes que hacer es satisfacer todos sus deseos —comentó la rubia.
Fabiola reflejó la aprensión que sentía en el rostro. Sus únicos conocimientos sobre sexo se limitaban a haber visto a su madre, que detestaba las visitas de Gemellus.
Pompeya se dio cuenta y asió su mano.
—Te enseñaremos muchas formas de hacerlo, chiquilla. Ven aquí. Mírate en el espejo.
Fabiola observó el bronce batido. La luz rielaba en las curvas diminutas y las abolladuras de la superficie. Se llevó una buena sorpresa al ver que el reflejo era realmente hermoso. Se sintió un poco más segura.
—¿Cuántas… prostitutas trabajan aquí? —La palabra seguía resultándole repugnante, pero era la que la definía.
—¿Contándonos a nosotras? Unas treinta. Depende. —Pompeya metió un pincel en un cuenco de ocre y se aplicó un poco en las mejillas—. Depende de cuántas sean vendidas u obtengan la manumisión.
Fabiola aguzó el oído.
—¿Vendidas?
—A veces a un cliente le gusta tanto una chica que la compra. La mayoría acaba llevando una vida de lujo. Con una villa en Pompeya o cosas así. —Hablaba con nostalgia—. Las menos afortunadas son descartadas cuando están enfermas. O cuando son demasiado viejas.
—Igual que las que desobedecen a Jovina —añadió la rubia en tono amenazador.
—¿Adonde las envían?
—A uno de los burdeles baratos. A alguien que necesite mano de obra barata.
—Las minas de sal, los latifundios, ya te puedes imaginar. —Claudia frunció el ceño—. Hay que seguir en la brecha y mantenerse hermosa.
Fabiola pensó en su madre y se estremeció.
Pompeya creyó que temblaba de miedo y le dio una palmadita en el brazo.
—¡No te preocupes! Jovina no va a vender un verdadero tesoro como tú.
—¿Algunas chicas consiguen la libertad?
Pompeya sonrió.
—Jovina nos permite quedarnos una pequeña cantidad por nuestros servicios. Los clientes habituales también nos dan algo de dinero. Ahorra hasta el último sestercio. ¿Verdad que es aconsejable?
Claudia asintió con fuerza mientras se empolvaba la cara con tiza y albayalde.
—Un poco más, no estás suficientemente pálida. No olvides aplicarte un poco de antimonio en los párpados. —Pompeya volvió a centrarse en Fabiola—. Mantén una buena relación con Jovina. Dentro de unos años quizá te permita comprar tu libertad.
Claudia soltó un bufido.
—Esa vieja bruja dice eso para tenernos contentas. Ya lo sabes. ¿Conoces a alguien que haya comprado su manumisión desde que llegamos?
Pompeya puso cara larga y Fabiola comprendió su aflicción. Estaba claro que la vida en el Lupanar no era fácil. Tendría que trabajar duro para sobrevivir.
La pelirroja vio que miraba el despliegue de frascos y botellas de la mesa.
—Es maquillaje. Lociones.
—¿Puedo probar alguno?
—Eres demasiado guapa.
—Pero vosotras dos os habéis puesto.
Pompeya se echó a reír.
—¡Hace mucho tiempo que estamos aquí! Tenemos que seguir teniendo buen aspecto. Tú estás fresca como una rosa.
—¿Ni siquiera un poco de ocre?
—Un poco quizá. En los labios. Nada más.
Sin saber muy bien qué querrían los hombres que visitaban el Lupanar, Fabiola se miró en el espejo grande.
—A los clientes les encantarás. —Pompeya hizo un gesto amplio, como si quisiera abarcar un público inexistente—. Dentro de poco quizá necesites un poco de albayalde, pero por ahora eres la virgen vestal.
—Pompeya tiene razón. —Claudia empleó un tono más amable—. En tu caso es mejor que seas discreta. —Se echó a reír y señaló sus más que generosas curvas.
Fabiola sonrió.
—Nos estamos entreteniendo demasiado. ¡Debe de estar apunto de atardecer! —De repente Pompeya sacó la vena práctica—. Date un buen baño y acuéstate temprano. Nosotras tenemos que trabajar. Enseguida empezarán a llegar los clientes.
Fabiola dedicó una mirada de agradecimiento a su nueva amiga.
—Gracias.
—Vendré a buscarte por la mañana. ¡Te explicaremos cómo hacer que los hombres giman y pidan más!
—¡O que griten!
Pompeya puso los ojos en blanco.
—Ésa es la especialidad de Claudia.
Fabiola las dejó y recorrió el pasillo acariciando la tela de lino con un secreto placer. La reconfortó ver que, aparte de una vieja esclava, que le proporcionó en silencio aceite de oliva y un estrígil, era la única persona que había en la zona de baños embaldosada.
La experiencia fue mucho mejor de lo que había imaginado. Gemellus sólo permitía que los esclavos se lavaran en el patio trasero con un cubo de agua fría. Poder recostarse en una piscina de agua caliente, admirando pinturas de colores a través del vapor fue un completo éxtasis. Fabiola fantaseó sobre el momento en que artesanos de talento pintarían las paredes de su villa con representaciones similares de Neptuno y otras criaturas marinas de la mitología.
Limpia y relajada, la muchacha se retiró a su habitación. Se tumbó encima de la ropa de cama contemplando el parpadeo de las sombras que proyectaba la antorcha. El dolor por haberse separado de su familia se había mitigado un poco tras encontrarse con una nueva amiga y los lujos relajantes del Lupanar. Pompeya sería una buena aliada, alguien en quien podría confiar. Y tenía un objetivo: convertirse en la mejor prostituta del burdel. Teniendo en cuenta que entre la clientela se contaban políticos y nobles influyentes, conseguiría poder verdadero si era buena en su nueva profesión. Le resultaba reconfortante saber que los hombres ricos que pagaran por acostarse con ella podían acabar a su merced.