La legión olvidada (18 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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Rechazando todas las ofertas de amistad, Tigranes se había negado a entregar a Mitrídates, lo cual lo convertía en un blanco legítimo a ojos del general. Sin vacilar, Lúculo llevó a Tarquinius y sus legiones a Armenia. La batalla se declaró cerca de Tigranocerta, la capital. Aunque los superaban en número con creces, Lúculo había aplastado a las fuerzas armenias en la que fue una de las victorias más asombrosas de la historia de la República. Mataron a decenas de miles de enemigos. Tarquinius destacó en la lucha y ayudó a cambiar el flanco enemigo en una etapa crucial de la batalla. Aunque utilizaba el
gladius
romano cuando estaba en formación, el joven soldado lo cambiaba por el hacha de guerra cuando perseguía a los armenios en el campo de batalla. Los legionarios que estaban cerca observaban sobrecogidos cómo la hoja de hierro lanzaba destellos en el aire y cortaba a los hombres por la mitad. La recompensa de Tarquinius fue ser ascendido a
tesserarius
, el oficial subalterno encargado de la guardia en cada centuria.

Sonrió al recordarlo. En cuanto el centurión de Tarquinius se hubo dado cuenta de que el nuevo
tesserarius
sabía redactar las complicadas listas de turnos por sí solo, le endosó una gran cantidad de tareas burocráticas. Al cabo de poco tiempo, Tarquinius se dedicaba a pedir suministros, calcular la paga de los hombres y encargar pertrechos nuevos.

Mientras tanto, Mitrídates volvió a escapar. Regresó al Ponto y formó nuevos ejércitos con los que derrotó a las fuerzas romanas locales. Empantanado en Armenia, donde luchaba en una guerra de guerrillas, Lúculo fue incapaz de reaccionar. Para colmo de males, se produjo un motín entre sus propias tropas, que para entonces ya llevaban seis largos años de campaña con él. Al igual que todos los legionarios, habían soportado una dura disciplina y peligros constantes a cambio de muy poca paga. Durante otro largo y frío invierno en las tiendas de campaña, corrieron rumores del tratamiento generoso que habían recibido los veteranos de Pompeyo. A pesar de los esfuerzos de Tarquinius y de los otros oficiales, se propagaron por las legiones. Un joven patricio arrogante y descontento llamado Clodio Pulcro avivó el descontento. Era cuñado de Lúculo, y a Tarquinius le había caído mal desde el principio. Lúculo mandó a freír espárragos a su pariente problemático y arrastró a su ejército amotinado al Ponto por la fuerza, pero ya no fue capaz de confiar en los hombres en un combate contra Mitrídates.

Si bien quedaba muy poca resistencia verdadera en la zona, la victoria conseguida no era completa. En situaciones como aquélla, Roma era despiadada. Pompeyo Magno fue enviado inmediatamente al rescate con la mayor fuerza jamás vista en el este. Tarquinius fue testigo, junto con el resto de los soldados, de que Pompeyo, en cuanto llegó, despojó a Lúculo tanto del mando como de sus legiones y lo redujo a mero ciudadano. Fue un final degradante para un general capaz.

Pompeyo barrió rápidamente los últimos focos de resistencia y obligó a Mitrídates a retirarse a las colinas, acabado. Armenia se convirtió en una nueva provincia romana y Tigranes, en un mero rey subordinado. La paz volvió a reinar en Asia Menor y el astuto Pompeyo se llevó todo el mérito. Para entonces, Tarquinius llevaba cuatro años en las legiones. Le había sorprendido descubrir que la vida militar encajaba con él. La camaradería, los distintos idiomas y culturas, e incluso las peleas, le parecían mucho más interesantes que su anterior vida en el latifundio. O eso creía. Desde que se había alistado, había evitado las escasas ocasiones de realizar adivinaciones que se le habían presentado, e incluso había decidido no analizar los patrones meteorológicos.

Al comienzo le había parecido que lo hacía para pasar desapercibido pero, al final, Tarquinius se había dado cuenta de que todo aquello era un intento de olvidar su dolor, de fingir que Olenus no se había marchado para siempre. Tal revelación había hecho que el etrusco desertara del ejército, decidido a redescubrirse. Marcharse de una unidad sin permiso era un crimen castigado con la muerte que convertía automáticamente a Tarquinius en prófugo. Aquello no le preocupaba. Siempre y cuando no llamara la atención, el arúspice sabía que podía ir prácticamente a cualquier sitio sin que lo descubrieran. Su desaparición causaría muy poco alboroto: no había sido más que otro soldado de la tropa de las legiones romanas.

Y así fue como Tarquinius visitó los templos de la cercana Lidia para encontrar vínculos con los
rasenna
, su pueblo. Encontró poco más que algún santuario a Tinia y unas cuantas tumbas semiderruidas. Aquello bastaba para demostrar que los etruscos habían vivido allí, pero no indicaba su procedencia exacta. Como era incapaz de alejarse del Mediterráneo, el joven arúspice viajó a Rodas y se encontró con el gran filósofo Posidonio, cuya opinión sobre la hegemonía de Roma le había interesado muchísimo. Luego visitó el norte de África y las ruinas de Cartago, luego Hispania y la Galia. Intentaba siempre evitar los campamentos militares y los hombres que los habitaban. Roma enviaba a sus soldados a todo el mundo conocido e incluso en enclaves de lo más remoto existía una posibilidad, por pequeña que fuera, de que alguien supiera que era desertor.

Poco importaba dónde apoyaba la cabeza, Tarquinius se sentía acechado todas las noches por las imágenes de su antiguo amo Caelius.

«Al final Roma te reclama. El deseo de venganza.»

Olenus había estado en lo cierto. Más de una década después de haberse marchado de Italia, Tarquinius regresó con una obsesión: represalia. Tenía que vengar la muerte de su mentor.

Absorto en sus pensamientos, Tarquinius no oyó la voz hasta que la tuvo prácticamente encima.

—¡Dejad paso! —gritó un guardaespaldas enorme que precedía a una litera imponente con la que cargaban cuatro esclavos musculosos. Cualquiera que fuera demasiado lento para su gusto recibía golpes de bastón en los hombros—. ¡Dejad paso a Craso, vencedor de Espartaco!

—Pensaba que había sido Pompeyo —bromeó un hombre que estaba cerca.

Quienes le oyeron empezaron a reírse divertidos. Era de todos sabido que Craso seguía enfadado por el modo como su rival Pompeyo le había robado el mérito de aplastar la rebelión de esclavos acaecida hacía quince años.

Desenfundando el
gladius
con el ceño fruncido, el guardaespaldas se dio la vuelta para ver quién había hecho aquel comentario insolente. Acostumbrado a gritar insultos, el ciudadano agachó la cabeza y pasó desapercibido entre la muchedumbre. Aunque la voz del pueblo de Roma se tenía muy poco en cuenta para las decisiones que se tomaban en su nombre, éste tenía la libertad de expresar sus opiniones. Los políticos tenían que soportar esas pullas y las pintadas mal escritas que solían verse en las paredes de los edificios públicos o en sus propias casas. Raras veces pillaban a los autores. El guarda descargó su ira dándole un golpe en la espalda al golfillo que tenía más cerca. El sonoro grito que profirió le hizo esbozar una sonrisa amarga.

Tarquinius observó fascinado cómo la litera se detenía al pie de los escalones. Ahí estaba el hombre que había pagado una fortuna a Caelius por la información sobre el hígado de bronce y la espada de Tarquino. Por tanto, era el responsable indirecto de la muerte de Olenus. Las personas que rodeaban al etrusco también estiraron el cuello para ver. Craso era uno de los nobles más prominentes de Roma y, si bien no gozaba de tanta popularidad como Pompeyo, era tan rico que, por lo menos, todo el mundo lo admiraba. O lo envidiaba.

El guardaespaldas levantó la cortina de la litera para indicar a su amo que habían llegado. Pasó un momento antes de que bajara un hombre bajito de pelo cano y vestido con una elegante toga. Se quedó de pie para saludar brevemente a la multitud mientras calibraba el estado de ánimo general con una mirada penetrante. El reconocimiento público era importante para quienes deseaban ocupar altos cargos. Y Craso quería ocuparlos. Era de todos sabido. El dominio que él, Pompeyo y Julio César tenían de las riendas del poder era cada vez mayor. Si bien la rivalidad entre los componentes del triunvirato no trascendía, por la ciudad corrían constantes rumores. Parecía que cada uno de ellos deseaba el poder absoluto. A prácticamente cualquier precio.

—Pueblo de Roma —empezó a decir Craso para lograr un efecto dramático—, he venido al templo del gran Castor para pedir su bendición.

Se oyó un suspiro de expectación.

—Deseo que el gran jinete me haga una señal —anunció Craso—. Un sello de aprobación divina.

Esperó.

Tarquinius miró a su alrededor y vio que la tensión se reflejaba en el rostro de los hombres. «Craso está aprendiendo a manipular a las masas», pensó.

—¿Para qué, señor? —Era el hombre que había hecho la broma sobre Pompeyo. Incluso él quería saber por qué Craso había ido a rendir homenaje al dios.

Satisfecho con la pregunta, Craso se frotó la nariz aquilina.

—¡Para tener una señal de que obtendré una gran gloria para Roma!

Se oyeron vítores al instante.

—Como gobernador de Siria, expandiré las fronteras de la República hacia el este —afirmó Craso con audacia—. ¡Aplastaré a los salvajes que se burlan de nosotros, que amenazan nuestra cultura civilizada!

Los rugidos de aprobación llenaron el ambiente.

Se trataba de un tema redundante. Si Roma consideraba que estaba en peligro, entonces, ¡ay de quienes eran considerados responsables de ello! Cartago, la potencia más importante del Mediterráneo durante una época, había osado declarar la guerra a la República hacía dos siglos. Habían hecho falta tres largas contiendas, pero al final las legiones habían dejado las ciudades cartaginesas reducidas a cenizas.

A Tarquinius no le quedaba más remedio que respetar la arrogancia ocasional de incluso los ciudadanos más humildes. No temían a nada. Y si bien la mayoría no comprendía por qué Craso anhelaba el liderazgo de Siria, la idea de la gloria militar atraía a todos. Daba igual que no hubieran insultado a la República ni matado a sus enviados en el este. Los romanos respetaban la guerra de forma instintiva. Desde tiempos inmemoriales, sus hombres habían librado guerras cada año y regresado a las granjas en otoño.

—¡Y cuando regrese —continuó Craso—, duplicaré la distribución de cereales!

Aquello produjo una respuesta incluso mejor. Gracias a la caída en picado del precio de los productos agrícolas, la mayoría de la población se había quedado sin tierras y dependía de los donativos de comida y dinero para sobrevivir. La cantidad de cereales permitida entonces no bastaba para mantener a una familia durante un año, y toda promesa de incrementarla sería recibida con agrado.

Craso sonrió satisfecho y subió los escalones que conducían a la entrada mientras los gritos se elevaban a su espalda. Un sacerdote servil le aguardaba en lo alto para acompañarle al interior. Los murmullos emocionados de la muchedumbre comentando lo que acababa de presenciar fueron reemplazando el clamor.

Tarquinius comprendió a la perfección lo que pasaba. La visita al templo estaba planificada. Era el momento de máximo bullicio en el Foro. Si Craso hubiera deseado rezar en privado, le habría bastado con llegar unas horas antes o después. Obviamente iba a por todas en su lucha por el poder. Deseoso de emular los éxitos militares de sus rivales, Craso estaba empezando a mostrar las cartas. Tarquinius alzó los ojos al cielo y los achicó para mitigar la luz cegadora del sol. Una ligera brisa. Pocas nubes. El aire cambiaría pronto y traería lluvias.

«Craso viajará hacia el este con un ejército —pensó—. A Partia y más allá. Y yo iré con él.»

—¡Tarquinius!

Estaba tan poco acostumbrado a oír su nombre que el arúspice tardó unos instantes en reaccionar.

—¡
Tesserarius
! —exclamó la misma voz.

Tarquinius se envaró y enseguida centró la mirada en una silueta conocida que se abría paso entre los curiosos. El hombre, sin afeitar, tenía unos treinta y cinco años, era de estatura mediana y llevaba el pelo rapado al estilo militar. La túnica manchada de vino no acababa de ocultar los músculos fibrosos de los brazos y las piernas, mientras que la daga corta que llevaba en el cinturón identificaba al recién llegado como soldado. El etrusco se dio media vuelta pero el otro ya le había sujetado con fuerza el brazo izquierdo.

—¿Te has olvidado de tus viejos camaradas? —comentó el hombre con desprecio.

Tarquinius se volvió hacia él fingiendo sorpresa.

—Legionario Marcus Gallo —dijo tranquilamente, maldiciendo su decisión de intentar pasar desapercibido, pues significaba que tenía el puñal en el morral, fuera de su alcance—. ¿Te han echado ya del ejército por borracho?

Gallo hizo una mueca.

—Estoy de permiso oficial. Chusma de desertor —susurró—. ¿Te acuerdas de lo que hacen a los hombres como tú? Estoy seguro de que al centurión le encantaría hacer una demostración. —Miró a su alrededor con ojos somnolientos buscando a sus compañeros de juerga.

No se los veía por ningún sitio, todavía. Pero con tanta gente alrededor, la acusación enseguida había llamado la atención. A Tarquinius se le aceleró el corazón. Respiró hondo y pidió el perdón de los dioses. El etrusco tenía pocas opciones. Gallo le sujetaba el brazo con la fuerza de un torno. Si no hacía nada, al atardecer lo habrían crucificado para dar ejemplo.

—¡Loco borracho! —exclamó Tarquinius con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Has olvidado que te salvé ese pellejo tan duro que tienes en el Ponto?

La respuesta rápida y ocurrente era exactamente lo que necesitaba. Las risas sustituyeron los ceños fruncidos y buena parte de quienes los rodeaban apartaron la mirada. Gallo lo miró enojado y abrió la boca para refutar el comentario de Tarquinius.

Antes de que pudiera articular palabra, el arúspice se le acercó más y le quitó la daga con la mano derecha. Fingiendo que se abrazaban como viejos amigos, Tarquinius le clavó el puñal entre las costillas, directo al corazón. Al legionario se le desorbitaron los ojos de la sorpresa y abrió la boca como un pez fuera del agua. Tarquinius le besó en la mejilla mientras Gallo le soltaba el brazo, lo cual le permitió aguantar erguido al hombre herido de muerte con el brazo izquierdo. Entre tanta gente, nadie vio lo ocurrido.

—Lo siento —susurró, aunque sus palabras cayeron en oídos sordos.

Las facciones de Gallo se relajaron y un reguero de saliva le cayó de los labios.

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