La legión olvidada (21 page)

Read La legión olvidada Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
8.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Antes has dicho que Romulus es buen luchador.

Brennus se frotó el mentón con aire pensativo.

—Y no a todos agradó que matara a los
murmillones.

—Figulus y Gallus han estado hablando con muchos otros.

—La nubia estaba inquieta.

—Probablemente estén planeando matarte, amor mío.

—Nadie del
ludus
se atrevería a tocarme un pelo. —Intentó disimular que estaba preocupado y le dio una palmadita en el brazo.

—Un hombre solo no, pero…, ¿y si se alían? —repuso ella—. ¡Corres peligro!

—Lo sé —acabó reconociendo el galo—. Y Romulus parece buena persona. De todos modos, quiero que le cuidemos hasta que sea capaz de andar.

Astoria, aliviada, le dio un beso.

—Entonces veremos si Romulus quiere luchar con Brennus.

La pareja cumplió su palabra. Durante los diez días siguientes cuidaron a Romulus mejor de lo que lo habían cuidado jamás desde que era muy pequeño. Al tercer día, el joven luchador pudo sacar las dos piernas de la cama y ponerse en pie sin ayuda. Dos días después, ya daba cortos paseos por el exterior apoyándose en una muleta que le había hecho Brennus. El galo le acompañaba dándole ánimos.

—No parecen muy contentos. —Romulus señaló a Figulus y a Gallus, que los miraban con amargura desde el otro lado del patio.

Brennus escupió.

—¿Y pues?

Romulus no respondió de inmediato.

Los dos luchadores eran enemigos temibles. Figulus, un tracio veterano, era fuerte como un toro y tenía más de diez victorias en combates individuales en su haber. Gallus era bajito, robusto y cojeaba, pero su habilidad con la red y el tridente era legendaria en el
ludus.

—Habrá que matarlos también a los dos —declaró Romulus con la mayor bravuconería de la que era capaz.

—¡Así se habla, joven amigo! Pero no estás a la altura de ninguno de ellos. —Brennus desplegó una amplia sonrisa—. Todavía. Dentro de un par o tres de años, quizá.

—Eso es mucho tiempo si quieren matarme ahora.

—Sí que lo es. —El galo hizo una pausa para pensar—. Por tanto, propongo que nos aliemos. Que cuidemos el uno del otro.

—¿Que yo te cuide a ti? —Romulus abrió y cerró la boca—. Pero si sólo tengo catorce años.

—Y dos muertos en tu haber. Y uno en un combate justo. —A Brennus le brillaban los ojos—. Eres una gran promesa, jovencito. Algún día serás un gran luchador.

—Será un gran honor.

—Entre mi gente, una amistad así no se entabla a la ligera. —El rostro del galo reflejaba la emoción del momento—. Si hace falta, luchamos a muerte el uno por el otro. Nos convertimos en hermanos hasta que uno o los dos muramos. —Apretó la mandíbula—. ¿Estás dispuesto a ello?

Romulus se lo pensó, consciente de que aquel gesto significaba mucho para Brennus. Para él también. En su vida anterior, Juba era el único hombre en el que había confiado. Asintió mientras respiraba hondo.

Brennus le tendió un brazo musculoso y los dos se sujetaron con firmeza. Romulus miró de hito en hito a Brennus y el galo sonrió satisfecho.

—La primera lección será enseñarte a matar rápido. Lentulus estuvo a punto de vencerte al final.

—Estaba tan emocionado por ganar…

—Exacto. Te desconcentraste. —Brennus le dio un suave puñetazo en el pecho—. Ten siempre presente lo que podría hacer un enemigo a continuación.

Romulus miró a Figulus y Gallus. A juzgar por la cara que ponían, a ninguno de los dos agradaba tal muestra de amistad.

—Para empezar tenemos que vigilar a esos dos constantemente.

—Tendremos que matarlos, tarde o temprano —declaró Brennus encogiéndose de hombros—. Olvídate de esos capullos por ahora. ¡Necesitamos un buen baño!

El galo advirtió la mirada inquisitiva de Romulus.

—Memor cedió, me deja volver a usar las termas —dijo con una sonrisa—. El agua caliente te relajará la pierna. Luego el
unctor
podrá dedicarse a reblandecerte el tejido que está cicatrizando.

Romulus fue cojeando por el patio con el brazo apoyado en el hombro de Brennus. Por primera vez desde que había perdido a Juba y su familia, el joven luchador sintió que tenía un amigo en quien confiar.

Con los ojos cerrados.

Era una sensación agradable.

10 - Brutus

Burdel el Lupanar, Roma, 56 a.C.

Fabiola se echó a temblar al oír la llamada de Jovina.

Habían transcurrido dos días en el Lupanar sin que ningún cliente aceptara pagar un precio tan elevado por su virginidad. Varios hombres mayores habían mirado con lascivia a la preciosa muchacha y uno incluso había empezado a manosearle los pechos hasta que Jovina había intervenido. Para alivio de Fabiola, ninguno había puesto sobre la mesa el dinero que solicitaba.

Era última hora de la mañana del tercer día y Fabiola había estado esperando nerviosa en una pequeña antesala situada junto a la recepción. Había pasado allí los dos días anteriores. Las paredes estaban llenas de imágenes pornográficas. Por lo menos la mitad de las posturas parecían físicamente imposibles. Pompeya le había enseñado las técnicas básicas de la mayoría, pero a Fabiola se le encogía el estómago si pensaba en practicarlas. Su experiencia sexual se reducía a haber dado un beso a un joven esclavo en casa del comerciante.

«Céntrate. Conviértete en la mejor. Acuérdate de Gemellus. Acuérdate de Romulus.»

En los bancos adosados a las paredes de la estancia había más de media docena de prostitutas engalanadas. El olor a perfume era intenso. Las mujeres reían entre sí —era otro día de trabajo— mientras Fabiola estaba sola sentada en un rincón. Aunque nadie había sido desagradable, Fabiola echaba mucho de menos a Pompeya. La pelirroja estaba ocupada con un cliente habitual que pagaba bien, un senador de mediana edad a quien le gustaba vestirse con la ropa interior de ella.

Cuando los clientes llegaban y hacían saber sus preferencias a la madama, Jovina llamaba a las chicas adecuadas por su nombre. Las prostitutas elegidas salían para ser evaluadas y escogidas a continuación por quien se encaprichara de ellas.

Fabiola era la única virgen del Lupanar. Su espera había sido solitaria. Pero había conseguido mantener la calma y planear su futuro.

—¡Sal aquí!

—¡Rápido! —susurró la nubia—. No hagas esperar al cliente o Jovina se enfadará.

—¡Ya voy!

—¡Buena suerte! Recuerda lo que Pompeya te ha enseñado.

—Provócale hasta que te suplique más —aconsejó otra mujer.

Agradecida por los ánimos, Fabiola se levantó y se alisó el vestido. Llevaba la bonita túnica de lino blanco con el ribete púrpura que Pompeya había elegido para ella hacía unos días. Fabiola caminó hasta la puerta abierta y salió al suelo de mosaico. El corazón le palpitaba. Se obligó a respirar con tranquilidad tal como le había enseñado Pompeya, exhalando el aire muy lentamente.

—¡Estás guapísima! —Jovina la estaba esperando con la cabeza ladeada. Tenía una sonrisa alentadora dibujada en el rostro maquillado y arrugado.

Al lado de la madama había un hombre moreno de unos veinticinco años, de aspecto agradable. Fabiola no lo había visto nunca. Era de complexión normal, iba bien afeitado y tenía el pelo castaño corto. Vestía una túnica sencilla y elegante ceñida en la cintura con un cinturón, lo cual lo identificaba como soldado. Del estrecho cinturón le sobresalía la empuñadura con piedras preciosas de una daga.

—¡Más cerca!

Fabiola obedeció y se miró con recato las suaves sandalias blancas de cuero. «Por lo menos no es viejo.»

—Mírame. —El hombre habló con voz tranquila y grave.

Fabiola levantó la cabeza y le miró a los ojos azul claro.

—Eres toda una belleza, ¿eh?

Fabiola volvió a bajar la vista, incapaz de mirarlo fijamente.

—¿Quince mil sestercios?

—Una miseria por la virginidad de una chica como ésta. —Jovina hablaba con voz zalamera.

—Es mucho dinero.

—¿Cuándo no han estado mis chicas a la altura del precio, Decimus Brutus?

El sonrió.

—Date la vuelta.

Fabiola giró lentamente bajo su mirada escrutadora. Con el rabillo del ojo vio que Benignus estaba discretamente situado junto a la puerta delantera. Así se sentía más segura durante la inspección.

—Muy bien.

Fabiola notó que se le revolvía el estómago. Había llegado el momento.

—Antes tendrás que firmar un pagaré. —Jovina corrió al escritorio y desenrolló un pergamino hábilmente. Añadió unos cuantos detalles rápidos con la destreza de quien lo ha hecho otras veces.

—Ya sabes que soy buen pagador.

—Por supuesto. Pero cuando Fabiola haya terminado, no estarás en condiciones de firmar —dijo Jovina con una risotada.

Brutus se rió y tomó el punzón. Leyó el pergamino antes de estampar su firma en la parte inferior.

La madama inclinó inmediatamente una vela encendida de forma que la cera cayera al lado de la marca de Brutus.

—¿El sello también? ¡Por todos los dioses! Serías un oficial de intendencia perfecto en las legiones, Jovina. No estás contenta hasta que se acaba todo el papeleo. —Brutus estampó el sello que llevaba en el dedo sobre la cera caliente.

Jovina sonreía de oreja a oreja.

—Ya sabes adonde ir, nena.

Fabiola asintió, incapaz de articular palabra. Tomó a Brutus de la mano y lo condujo por el pasillo poco iluminado. El soldado la siguió sin mediar palabra, lo cual la puso más nerviosa. Las antorchas parpadeaban en los soportes de las paredes e iluminaban las hornacinas con estatuas de los dioses y las pequeñas ofrendas. Al pasar junto a la figura de Afrodita, Fabiola le dedicó una oración.

Condujo a Brutus al primer dormitorio y cerró la puerta. La habitación estaba decorada con gusto y contaba con una cama ancha y una jofaina de mármol. De las paredes colgaban unas cortinas de tela gruesa. Unos pequeños quemadores de aceite proporcionaban luz y el aroma intenso del incienso llenaba el ambiente. A un lado había mesas llenas de comida y vino.

—Nunca se sabe. Quizá quiera comer entre polvo y polvo —había bromeado Pompeya con anterioridad cuando le había explicado qué hacer. Las instrucciones habían sido bien claras—. Asegúrate de que el cliente quede satisfecho. ¡Es lo único que importa!

Fabiola se volvió y miró a Brutus, que la observaba detenidamente.

—¿Desea el señor que le lave?

—Vengo de las termas.

Ligeramente aliviada, Fabiola se le acercó y le recorrió un brazo musculoso con las yemas de los dedos. Brutus estaba en forma, lo cual facilitaba mucho el trabajo.

—Deje que le desnude —dijo, con una confianza que la sorprendió. Le hizo una seña con actitud seductora y lo llevó a la cama. La colcha de seda bordada estaba cubierta de pétalos de rosa. Docilosa se enorgullecía del trabajo bien hecho.

Fabiola tiró de la hebilla del cinturón. Le costó desabrocharlo. Se dio cuenta de que estaba apresurándose y recordó el consejo de Pompeya de hacerlo todo poco a poco. Consiguió desabrochar el cinturón y lo dejó caer al suelo. Le quitó la túnica a Brutus y lo empujó suavemente hacia atrás para que cayera encima de la cama.

El noble se tumbó deleitándose con la experiencia.

Fabiola se arrodilló para desatarle las cintas de cuero de las cáligas. La suela de las sandalias estaba guarnecida de clavos, característica inequívocamente militar, lo cual era una señal clara de que Brutus no era soldado por obligación.

—¿Sirve usted en el ejército, señor?

—Soy oficial del Estado Mayor de César —se enorgulleció Brutus—. Estoy de permiso después de servir en la Galia. Por lo menos dos meses, gracias a los dioses. —Se pasó una mano por los ojos—. Me alegro de volver a la civilización.

Fabiola subió a la cama y empezó a acariciarlo de la cabeza a los pies. El suspiraba de placer mientras le masajeaba los músculos y se los presionaba hasta relajarlos.

—Cierre los ojos. Descanse, señor.

Brutus parecía encantado de obedecer.

Fabiola cambió de ritmo y le describió suaves círculos con ambas manos muy lentamente alrededor del pecho y el vientre y la parte superior de los muslos. Según Pompeya, aquélla era una de las partes más importantes de la seducción. Al cabo de un rato, Fabiola se concentró en el
licium
, el taparrabos de lino que llevaban todos los nobles. Poco a poco fue incluyéndolo en cada círculo mientras continuaba acariciando al oficial por todo el cuerpo. Tales agasajos tuvieron éxito y la excitación de Brutus se puso de manifiesto bajo el
licium
. Gimió cuando Fabiola dedicó más atenciones a su miembro erecto. La joven prostituta no se precipitó. Brutus no tardó en retorcerse al tiempo que dejaba escapar breves gemidos entre los labios.

Al final le liberó la erección de la ropa interior. Mientras le frotaba arriba y abajo con una mano, Fabiola miró fijamente a Brutus. Tenía los ojos cerrados pero, a juzgar por su respuesta, lo estaba haciendo bien. Pensando más en el consejo de Pompeya que en lo que estaba haciendo realmente, Fabiola se llevó el miembro a la boca.

Hizo que la experiencia fuera duradera, tal como le había insistido la pelirroja. Al final, incapaz de soportar más tanta provocación, Brutus sujetó la cabeza de Fabiola y empujó en un arrebato de lujuria.

Más tarde, Brutus se quedó profundamente dormido y ella se puso a observar cómo le subía y bajaba el pecho. El oficial era bastante apuesto a su manera. Fabiola se alegraba de que no fuera un hombre horrible y gordo como Gemellus. Una primera experiencia sexual con alguien así hubiera sido demasiado parecida al sufrimiento que soportaba su madre. También se alegraba de que Brutus fuera compañero de Julio César. Como todos los habitantes de Roma, Fabiola había oído hablar del ambicioso ex cónsul que se había marchado de repente a la Galia, dispuesto a conquistar un nuevo territorio para la República y hacerse un nombre. Conseguir que Brutus se convirtiera en cliente habitual podía ser un buen comienzo.

Cuando Brutus se despertó, vio que Fabiola le estaba observando.

—Ha estado muy bien, chica.

—Ha sido un placer, señor. —Le acarició el pecho.

—Hace más de seis meses que no estoy con una mujer. —Brutus le guió la mano hacia abajo—. ¿Por qué no te quitas ese vestido?

Obedeció, un tanto cohibida. Sorprendentemente, cuando Brutus tumbó a Fabiola en la cama, empezó a acariciarle todo el cuerpo y la penetró al cabo de unos instantes con una delicadeza que ella no se esperaba. El dolor fue agudo pero soportable y desapareció rápidamente. A Fabiola le pareció bastante fácil aferrarse a Brutus mientras la embestía una y otra vez con impaciencia. Ella gimió con fuerza y le agarró de las nalgas con ambos pies para sujetarlo.

Other books

Dead on Delivery by Eileen Rendahl
Frayed by Pamela Ann
Choices by Sydney Lane
Hart's Hope by Orson Scott Card
Dark Whispers by Debra Webb