El joven se estremeció encantado, imaginándose la impresionante estampa del rey ataviado con armadura de bronce, de pie con el arco tensado detrás del auriga. El resto de las cuadrigas y el pelotón de infantería le habrían seguido formando una cuña enorme.
—Las formaciones en testudo soportaban bien los ataques —suspiró Olenus—. Se cubrían con los escudos y capeaban la tormenta de flechas.
[7]
Tarquinius asintió entristecido porque conocía la historia del fin de Falerii. No se sabía muy bien cómo, pero había resistido más de setenta años después de que Roma aplastara a todas sus vecinas. Cuando llegó su fin, el destino de Falerii, la última de las orgullosas ciudades-estado, se decidió en el plazo de unas pocas horas. Los legionarios romanos masacraron a los soldados de infantería etruscos, menos disciplinados, y abatieron a numerosos aurigas lanzando las jabalinas con precisión. Con el ejército desmembrado, Prisco, herido de muerte, huyó del campo de batalla.
—¿Está enterrado aquí? —preguntó, mirando hacia los rincones.
Olenus negó con la cabeza.
—El último deseo del rey fue que incineraran su cuerpo. Los guerreros supervivientes cumplieron sus órdenes y trajeron aquí el carro, lejos del saqueo de la ciudad.
—¿No lo hubiesen incinerado de todos modos?
Olenus se encogió de hombros.
—Quizás esperaban que Etruria se alzara de nuevo algún día.
Tarquinius frunció el ceño.
—Entonces es que ninguno de ellos era arúspice.
—No se puede luchar contra el destino de nuestro pueblo, Tarquinius —declaró Olenus, dándole una palmadita en el brazo—. Nuestro momento casi ha llegado a su fin.
—Lo sé. —Cerró los ojos y dedicó una oración a los fieles seguidores que habían sudado la gota gorda para subir el magnífico carro por la montaña, con la esperanza de algún día recuperar la gloria perdida. No sería así. La gloria de Etruria había desaparecido para siempre. Lo sabía. Había llegado el momento de aceptarlo definitivamente.
Olenus le observaba con expresión inescrutable.
—Ven. —El anciano le hizo una señal para guiarle hacia la cámara principal.
Siguieron internándose en la cueva hasta que se detuvieron ante un altar bajo de piedra con una curiosa pintura en la pared contigua.
—Es Caronte. El demonio de la muerte. —Olenus inclinó la cabeza—. Es el guardián de la espada de Tarquino. Ha yacido aquí durante más de trescientos años.
Tarquinius observó con cierta repugnancia y un poco de temor a la achaparrada criatura azul de pelo rojizo. De la espalda le salían alas emplumadas y enseñaba los dientes afilados con una especie de gruñido. Caronte enarbolaba un martillo enorme, dispuesto a aplastar a cualquiera que se le acercara.
En la losa plana de abajo había una espada con la hoja corta y recta y la empuñadura de oro. La luz de la antorcha resplandecía en el metal bruñido. Olenus volvió a inclinar la cabeza antes de pasarle el arma con reverencia.
Tarquinius hizo equilibrios con la trabajada empuñadura en una palma y luego dibujó un suave arco en el aire con la espada.
—Un peso perfectamente equilibrado. También se maneja bien.
—¡Por supuesto! Se forjó para un rey. Prisco fue el último en empuñarla. —El arúspice hizo un gesto y Tarquinius le devolvió rápidamente el
gladius.
Olenus señaló el enorme rubí incrustado en la base de la empuñadura.
—Vale una fortuna. Llamará mucho la atención, así que guárdala bien. Quizás algún día te resulte útil.
Tarquinius abrió unos ojos como platos al ver la hermosa talla de la gema, mucho mayor que otras que había visto.
—Ya basta por hoy. —De repente Olenus parecía agotado y tenía las arrugas más marcadas en la frente—. Asemos el cordero.
Tarquinius no protestó. Las expectativas que había puesto en el viaje estaban más que cumplidas. Tenía mucho en lo que pensar.
Regresaron a la entrada en silencio.
Antes de que oscureciera, Tarquinius fue a buscar un poco de leña y a ver si advertía rastros de movimiento, animal o humano. Se sintió aliviado cuando no encontró más que rastros de lobo. Regresó con los brazos cargados y vio que Olenus había empezado a hacer una pequeña hoguera con algunas ramas. No tardó mucho en arder con fuerza.
Los dos hombres se sentaron uno junto al otro sobre una manta, disfrutando del calor y observando cómo se cocinaba la cena. La grasa goteaba en el fuego y llameaba al caer.
Como si deseara aligerar el ambiente, Olenus empezó a hablar de una gran sala de banquetes de la ciudad que había existido bajo la cueva.
—Era una sala alargada magnífica con lechos altos dispuestos alrededor de mesas. —Olenus cerró los ojos y se inclinó hacia el fuego—. La parte superior de las mesas estaba recubierta de mármol y eran bastante bajas, con unas patas exquisitamente ornamentadas y doradas. Los músicos tocaban mientras servían todo tipo de alimentos. Y tanto hombres como mujeres asistían á los banquetes.
—¿De veras? —La nobleza romana solía mantener a las mujeres al margen de las cenas oficiales. Tarquinius giró el cordero ligeramente en el espetón—. ¿Estás seguro?
Olenus asintió con los ojos vigilantes clavados en la carne que se asaba.
—¿Lo sabes por las pinturas?
—El arúspice más viejo que sobrevivió me lo contó cuando era pequeño. —Hizo un gesto desdeñoso hacia la antorcha de junco que parpadeaba—. ¡Nuestros antepasados no elegían bagatelas! Tenían grandes trípodes de bronce con garras de león, coronadas por candelabros de plata.
Lo único que Tarquinius sabía sobre el lujo se reducía a haber visto alguna vez la sencilla sala de banquetes de la villa de Caelius. En comparación, las estatuas y pinturas eran anodinas. Su amo no despilfarraba el dinero en frivolidades.
—Los
rasenna
eran ricos —continuó Olenus—. En la época de máximo apogeo, dominamos el mar Mediterráneo comerciando con joyas, figuras de bronce y ánforas con todas las civilizaciones existentes.
—¿Qué aspecto tenían nuestros antepasados?
—Las damas ricas vestían con túnicas elegantes y llevaban hermosos collares, brazaletes y pulseras de oro y plata. Algunas iban con la melena suelta hasta los hombros. Otras se dejaban mechones a ambos lados de la cara.
—¡Buena compañía para la cena!
—No sé si ellas habrían pensado lo mismo. ¡Míranos: un viejo arúspice y un joven cuyas únicas pertenencias son un arco y una flecha! —Rompieron a reír ante la imagen de dos etruscos en una cueva que rememoraban la riqueza de una raza que había quedado reducida a cenizas hacía generaciones.
El cordero estaba muy tierno, la carne se desprendía del hueso con facilidad. Mientras Tarquinius observaba cómo el arúspice devoraba más de la mitad de la carne asada, le vino a la mente una imagen de Dexter. Tarquinius apartó al capataz fornido de sus pensamientos. Estaba decidido a disfrutar de la comida, de los últimos días con Olenus.
Cuando terminaron, los dos hombres se acurrucaron junto a las brasas calientes. Tarquinius era incapaz de desprenderse de la tristeza que le embargaba y Olenus parecía contentarse con guardar silencio.
Observó al adivino dormido un buen rato. De vez en cuando esbozaba una sonrisa en su rostro arrugado. Olenus estaba en paz consigo mismo.
Tarquinius tardó muchas horas en cerrar los ojos.
Cuando se despertó, Olenus había sacado manojos de manuscritos y los había dejado en pilas polvorientas encima del altar de basalto. Hizo que Tarquinius los estudiara durante horas sin dejar de hacerle preguntas sobre el contenido. La actitud de Olenus denotaba verdadero apremio, por lo que Tarquinius se concentró al máximo y memorizó todos los detalles.
Olenus también le mostró un mapa, desdoblando la piel agrietada con sumo cuidado.
—No me lo habías enseñado nunca.
—No lo consideré necesario. —El anciano sonrió maliciosamente.
—¿Quién lo dibujó?
—Uno de nuestros antepasados. Quizá fuera un soldado del ejército de Alejandro. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? El
Periplus
ya era antiguo antes de que yo naciera.
Tarquinius se volcó en el pergamino. Todavía no había visto nada de todo aquello, pero el mundo que había más allá de Etruria le fascinaba sobremanera.
Olenus señaló el centro del dibujo.
—Esto es el mar Mediterráneo. Desde que destruyeron Cartago, los romanos lo llaman
Mure Nostrum
. Nuestro mar.
—Cabrones arrogantes.
—¡Presta atención! —Olenus habló con severidad—. Ya conoces Italia y Grecia. Aquí está Lidia, en el suroeste de Asia Menor. A lo largo de la costa, Siria, Judea y Egipto.
—¿Y esto? —Tarquinius señaló al este de donde indicaba Olenus con el dedo.
—Eso es Partía y más allá está Margiana. —Olenus adoptó tina expresión curiosa pero no explicó nada más—. Tarquino era de Resen, ciudad situada a orillas del gran río Tigris. La tierra se llamaba Asiria mucho antes de que los partos la conquistaran.
—¡Tarquino! —Tarquinius pronunció el nombre en voz alta con orgullo.
—Fue un gran hombre que consiguió que nuestro pueblo superara muchos peligros. —Olenus volvió a dar un golpecito a la piel gastada, cerca del margen derecho, por encima de Margiana—. Aquí está Sogdia. Sus gentes tienen la piel amarilla y el pelo largo y negro. Son jinetes expertos que luchan con arcos. Al sudeste está Escitia, donde Alejandro Magno se vino abajo.
Tarquinius estaba intrigado. Aquellos lugares estaban mucho más lejos de lo que era capaz de imaginar.
—¿Los
rasenna
procedían de Partia?
—¿Quién sabe? —Olenus arqueó una de sus bien pobladas cejas—. Descúbrelo tú mismo.
De repente recordó la interpretación del arúspice. Tarquinius no se atrevía siquiera a soñar con seguir la ruta por la que habían viajado los primeros etruscos.
—Un viaje de vuelta a nuestros orígenes. —Olenus contempló la ladera de la montaña en la que había pasado toda su vida—. A mí me habría gustado hacerlo —reconoció con voz queda.
—¡Pensaré en ti allá donde vaya!
—Eso me haría feliz,
arun.
Tarquinius era consciente en todo momento de que la muerte de Olenus era inminente, pero se consolaba gozando de cada instante que pasaban juntos. El segundo día por la tarde, Tarquinius se quedó consternado cuando el anciano le anunció que tendría que marcharse a la mañana siguiente.
—¡Llévatelo todo! —instó—. El hígado, la espada, el lituo, el mapa. Todo.
—Necesitamos al menos un día más —suplicó Tarquinius—. ¡Hay tanto que aprender!
—Te lo he enseñado todo,
arun
. —El arúspice se había acostumbrado a emplear ese término antiguo constantemente—. Y lo sabes. Además tienes que matar al sexto lobo, ¿recuerdas?
—¡Me da igual! —Tarquinius cogió el
gladius
y fingió clavárselo a un Caelius imaginario—. ¡Atravesaré a ese cabrón!
—Ahora no.
Miró a Olenus de hito en hito.
—¿A qué te refieres?
—No se puede esquivar el destino. Caelius vendrá dentro de tres días.
Tarquinius cerró los puños.
—Mañana por la mañana te marcharás y yo pasaré el día con los ancestros, preparándome para el fin.
Tarquinius suspiró. Más valía que las últimas horas que pasaban juntos fueran felices.
—Repasemos los puntos del hígado una vez más.
El arúspice obedeció con una sonrisa.
—Lo enterraré con el lituo cerca de los edificios de la finca. Allí estará a salvo.
—¡No! —exclamó Olenus con rotundidad—. Puedes esconder el bronce como dices, pero todo lo demás debe acompañarte.
—¿Por qué? Estará allí cuando regrese.
El rostro arrugado resultaba impenetrable.
Tarquinius se estremeció.
—¿Acaso no voy a regresar?
La expresión de Olenus era de verdadera tristeza. Meneó la cabeza una vez a modo de respuesta.
—¡Pues entonces ojala mis viajes duren muchos años!
—Durarán,
arun
. Más de dos décadas. —Tocó el mapa con suavidad—. El
Periplus
te será de gran utilidad. Escribe todo lo que veas. Completa el conocimiento de nuestros antepasados y llévalo a la ciudad de Alejandro.
Tarquinius intentó asimilar la magnitud de la empresa que tenía ante sí.
—El lituo debe acompañarte hasta el final —dijo Olenus tan tranquilo—. Y debe incinerarse con tu cadáver.
Por una vez Tarquinius no dijo nada al respecto.
—¿Y cuando los soldados te hayan matado?
—Los pájaros pueden dejarme los huesos limpios —repuso Olenus con toda tranquilidad—. No importa.
—Regresaré —prometió Tarquinius—. Haré una pira. Seguiré los rituales.
A Olenus pareció gustarle la idea.
—Asegúrate de que Caelius se haya marchado. No quiero que mi duro trabajo caiga en saco roto.
A Tarquinius se le hizo un nudo en la garganta.
—Nosotros los etruscos perduraremos gracias a los romanos. Incluso sin el hígado, su ambición y la información de los
libri
los ayudarán a conquistar el mundo. —Olenus vio que Tarquinius miraba hacia la cueva y el enorme montón de viejos manuscritos—. Esos los quemaré. Pero los romanos ya poseen muchas copias que robaron en nuestras ciudades. La colección más importante ya está guardada en el templo de Júpiter, en Roma. —Se echó a reír—. Esos tontos supersticiosos sólo los consultan en épocas de gran peligro.
Tarquinius se sentía muy triste. Le costaba mirar a los ojos al anciano.
—¿Y nuestro pueblo quedará reducido a cenizas?
—Tú transmitirás mucha información —respondió Olenus enigmáticamente.
—¿A quién? Quedan pocos etruscos de pura cepa en el mundo.
Olenus se quitó un pequeño anillo de oro del dedo índice de la mano izquierda.
—Toma. —Tarquinius había visto que el anciano llevaba el anillo con un bonito escarabajo desde que lo conocía—. Dáselo a tu hijo adoptivo cuando llegue el final. Aunque romano, se le conocerá como amigo de los
rasenna
. Algunas personas siempre lo recordarán.
—¿Hijo adoptivo?
—Todo se esclarecerá,
arun.
Tarquinius aguardó con la esperanza de enterarse de algo más.
De repente, Olenus le agarró el brazo.
—César debe recordar que es mortal —susurró—. No lo olvides. Tu hijo debe decírselo.
—¿Qué? —Tarquinius no tenía ni idea de a qué se refería Olenus.