Caelius hizo caso omiso de su presencia durante un rato mientras examinaba un pergamino que tenía encima de la mesa. Tarquinius esperó observando con curiosidad los recuerdos que había en la gran sala cuadrada. A ambos lados de un altar bajo había estatuas griegas de los dioses. En una hornacina descansaba el busto de un hombre de nariz aguileña y mirada penetrante, situado de forma que lo viera todo aquel que entrara. Había colgados varios escudos y espadas de distintos tipos, trofeos de la época de Caelius en el ejército. Las armas, prueba fehaciente de la existencia de un mundo distinto al del latifundio, avivaron la imaginación de Tarquinius. Había aprendido mucho de Olenus, pero sobre todo teoría. Esos objetos eran reales.
Al final, el noble alzó la mirada. No había advertido el interés de Tarquinius.
—Últimamente han muerto demasiados animales —dijo, dándose golpecitos en los dientes con la uña—. Te doy tres días. Para entonces quiero media docena de pieles de lobo colgadas de la pared.
—¿Tres días? —A Tarquinius le sorprendió que se lo dijese justo entonces—. ¿Seis lobos?
«¿Por qué ahora?» Hacía un mes que había informado a Caelius de las pérdidas.
—Eso es. —Caelius habló con absoluta frialdad—. A no ser que otra persona sepa hacerlo mejor. Muchos hombres agradecerían la oportunidad de evitar trabajar durante la cosecha.
—Puedo hacerlo, amo —se apresuró a asegurar Tarquinius. Así tendría la oportunidad de conseguir carne para Dexter.
Caelius le hizo un gesto con la mano para que se marchara.
Tarquinius estaba en la puerta cuando el pelirrojo volvió a hablar.
—Si te retrasas, haré que te crucifiquen.
—¿Amo? —Asombrado miró a Caelius, sin comprender. La amenaza parecía seria.
—Ya me has oído —repuso el pelirrojo. Sus ojos eran dos ranuras negras.
Tarquinius inclinó la cabeza y cerró la puerta tras de sí. Alarmado por el críptico comentario, fue a la habitación que ocupaba su familia a recoger unas cuantas pertenencias, además del arco y la aljaba. Se animó al pensar en el tiempo que pasaría con Olenus. Con una sonrisa de oreja a oreja, le dio un beso de despedida a su madre y dejó atrás los edificios de la finca.
Los pequeños olivares de las laderas situadas por encima de la villa estaban llenos de esclavos que recogían aceitunas. Hacía cientos de años que habían traído de Grecia los primeros olivos. De las aceitunas verdes y su valioso aceite se obtenía buena parte de la riqueza de Roma. Tarquinius volvió a preguntarse por qué Caelius no había plantado más olivos para solventar sus problemas económicos.
—No olvides nuestro trato —gritó el vílico cuando vio a Tarquinius—. De lo contrario, te pondré a trabajar en el molino. —Moler harina era incluso más agotador que segar trigo, y era un castigo habitual—. Me alegro de que subas allá arriba —añadió Dexter, siniestro.
—¿Por qué lo dices?
—Craso está interesado en el viejo. Sólo los dioses saben por qué.
Tarquinius abrió la boca para hacer otra pregunta, pero el capataz ya se había dado vuelta y estaba dando órdenes a gritos.
¿Por qué se interesaba Marco Licinio Craso por Olenus?
Aquel noble, inmensamente rico, había derrotado a Espartaco el año anterior, lo cual había puesto fin a la rebelión de esclavos que a punto había estado de doblegar Roma. Era de todos sabido que Pompeyo Magno, su mayor rival, había tenido la astucia de atribuirse el mérito de la victoria. La mentira le había procurado un triunfo absoluto en el Senado mientras que Craso había tenido que contentarse con un desfile a pie. A partir de ese momento y durante meses, el enfurecido Craso no había conseguido recuperar la ventaja política.
Pero se las había ingeniado para convertirse en cónsul adjunto con Pompeyo y, en una muestra inicial de unidad, la pareja había restablecido el tribunado abolido por Sila. Sólo los plebeyos podían ocupar tal cargo. Los tribunos eran sumamente populares en Roma gracias a sus poderes para vetar leyes en el Senado y convocar asambleas públicas para aprobar leyes propias. La reforma había sido una maniobra inteligente y Craso había utilizado inmediatamente el reconocimiento recuperado para avivar el resentimiento contra Pompeyo en el Senado. Con sólo treinta y seis años, Pompeyo era legalmente demasiado joven para ocupar el cargo. Además, ni siquiera había ejercido nunca como senador. Se había enterado rápidamente de las tácticas de Craso y enseguida los dos habían mostrado su desacuerdo en público. En vez de trabajar juntos, como se suponía que debían hacer, su rivalidad se había acentuado más.
Tarquinius se estremeció.
El interés de Craso sólo podía deberse a un motivo: el hígado de bronce y la espada de Tarquino. Caelius había planeado vender los objetos sagrados a un hombre que quería, que necesitaba muestras de aprobación divina.
Siguió adelante mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza. De repente, no había tiempo que perder.
—¿Otra vez te escaqueas? —Con las esposas en las piernas, Maurus miró a Tarquinius con acritud desde el árbol al que estaba encaramado. El esclavo de piel morena llevaba una pequeña navaja para cortar olivas de las ramas en una mano y, con la otra, se agarraba al tronco. Llevaba una cesta de mimbre colgada a la espalda—. ¿El amo lo sabe?
—Me ha enviado a matar lobos. Media docena en tres días. ¿Quieres ayudarme?
Maurus palideció ante la idea de correr peligro físico.
Tarquinius hizo el gesto de tensar la cuerda del arco y lanzar una flecha.
—Pues entonces sigue recolectando.
No tardó en dejar atrás los troncos nudosos y el ajetreo de los trabajadores al ascender por encima del límite de la vegetación para admirar el campo circundante que tan bien conocía y amaba. El lago Vadimon centelleaba al sol. Se quedó tan embelesado mirándolo que, momentáneamente, olvidó lo mucho que le habían preocupado los comentarios de Caelius y Dexter.
Le llegó el intenso aroma de la vegetación silvestre y respiró hondo. Partió una ramita de romero del arbusto más cercano y se la guardó en el morral para usarla más tarde. El joven estaba ojo avizor por si veía lobos, aunque era poco probable que localizara alguno de día. Los depredadores vivían en los bosques altos y sólo bajaban a cazar al atardecer o al amanecer. Encontró varios rastros de su paso por allí. Incluso vio el esqueleto de una oveja adulta, cerca del sendero, que los pájaros habían dejado bien limpio. Sólo quedaba un chacal que sorbía el tuétano de un fémur. Salió disparado antes de que tuviera tiempo de tensar el arco.
Tarquinius ascendió hasta la cabaña de Olenus escudriñando el cielo y las laderas continuamente por si advertía algo raro. Lo primero que el anciano le preguntaría era qué había visto durante el ascenso. Contó ocho águilas ratoneras que aprovechaban las corrientes de aire ascendente que soplaban alrededor de la cumbre. Contento de que no fueran doce y de que las nubes parecieran inocuas en su forma y número, Tarquinius trepó con paso firme por los pedruscos de la ladera.
Aceleró la marcha al ver la diminuta morada de Olenus. A pesar de la altura, la temperatura había subido y deseaba descansar. La cabaña improvisada en la que vivía su mentor se encontraba al borde de un claro con unas vistas impresionantes al sur del lago y más allá. Era uno de los lugares preferidos de Tarquinius, lleno de buenos recuerdos.
—Por fin me honras con tu presencia.
Se dio la vuelta y vio a Olenus en el sendero, detrás de él.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —Tarquinius se sintió tan aliviado al encontrar vivo al arúspice que estuvo a punto de abrazarle.
Olenus sonrió y se ajustó la gorra de cuero.
—Tengo mis métodos. Me alegro de verte, chico. ¿Has advertido algo mientras subías?
—No gran cosa. Un chacal. Ocho águilas ratoneras. —Tarquinius hizo un gesto de disculpa—. Hubiese querido venir antes pero hemos tardado un montón en recoger la cosecha.
—No importa. Ahora estás aquí. —Olenus le adelantó con suavidad—. Tenemos mucho de que hablar y nos queda poco tiempo.
—No puedo quedarme mucho. —Tarquinius dio un golpecito al arco que llevaba colgado al hombro izquierdo—. Sólo tengo tres días para cazar seis lobos.
—Entonces te alegrarás de que ya haya cazado yo unos cuantos, ¿no?
Olenus señaló los costillares que se estaban secando en el exterior de la cabaña. Había cinco pieles grises tendidas encima de unas vigas.
—¿Un lobo en tres días? Será fácil. —Tarquinius sonrió—. ¿Qué ocurre? Normalmente me dejas a mí lo de cazar.
El arúspice se encogió de hombros.
—Un hombre se aburre de hablar todo el día con las ovejas.
—¿Sabías cuántos me pediría Caelius?
Olenus le hizo una seña.
—Ven a descansar a la sombra. Debes de estar sediento después de la subida.
Encantado por la revelación, Tarquinius siguió a Olenus hasta un tronco caído, bajo unos árboles. Los dos descansaron en silencio, admirando las vistas. El sol caía a plomo y formaba una neblina que acabaría ocultando el panorama que se extendía a sus pies. Tarquinius bebió y le pasó el odre al arúspice.
—¿Has tenido algún sueño vivido últimamente?
Tarquinius casi se atragantó con el líquido que tenía en la boca.
—¿Cómo?
—Ya me has oído.
—Tuve uno sobre ti. En una cueva. Tal vez fuera la que contiene el hígado. —Arrugó la nariz cuando notó el olor de las pieles—. ¡Así que por fin la he visto!
—¿Qué más?
—Nada. —Tarquinius contempló el resplandor increíble del lago que se extendía más abajo.
—Mientes muy mal, chico. —Olenus se rió por lo bajo—. ¿Te da miedo decirme que moriré pronto?
—Yo no vi eso. —Tarquinius se estremeció. La capacidad del arúspice para leerle el pensamiento era impresionante—. Pero Caelius y algunos soldados se acercaban a la cueva. No parecían venir en son de paz.
—Ha vendido el conocimiento de mi presencia a alguien de Roma.
—¡Craso! —A Tarquinius se le escapó el nombre antes de que se diera cuenta.
Olenus no se sorprendió.
—Le queda dinero suficiente para mantener el latifundio un año. —Su mirada era penetrante—. No está mal para un viejo, ¿eh?
Tarquinius se esforzó por comprender lo que le decía.
—Pensaba que quería el hígado.
—El bronce tiene gran importancia. Aunque es etrusco, los romanos lo venerarían —convino Olenus—. Con él, Craso puede hacer augurios con animales para predecir lo que quiera. —Su desdén era obvio—. Y estoy seguro de que a un aspirante a general le encantaría tener la espada de Tarquino. Cualquier cosa con tal de ser más apreciado que Pompeyo.
—¿Por qué matarte?
—Para hacer limpieza. Al fin y al cabo soy un arúspice etrusco. —Olenus se carcajeó—. Y a los romanos no les gusto. Les recuerdo demasiado el pasado.
—¿Cómo sabe de la existencia de los objetos?
—Caelius lo sospecha, pero no está seguro.
—¿Y por qué no te ha torturado con anterioridad?
—Estaba demasiado asustado. Siempre me he asegurado de que los esclavos de la finca se enteraran de mis predicciones a lo largo de los años. Cultivo malogrado, inundaciones, enfermedad. Caelius también se habrá enterado.
Tarquinius asintió al recordar historias de su niñez sobre el arúspice que sabía dónde caería un rayo y qué vacas serían estériles.
—Pero los problemas económicos de Caelius han podido más que su miedo. Te ha enviado para asegurarse de que sigo aquí cuando lleguen los soldados. —Olenus apretó el lituo entre sus manos ajadas haciendo girar lentamente la cabeza de toro dorada del extremo—. No te deja demasiado tiempo para completar tu aprendizaje.
—¡No! ¡Tienes que huir! —le apremió Tarquinius—. Yo también lo haré. Por lo menos pasarán tres días hasta que nos echen de menos. ¡Caelius nunca nos encontrará!
—No puedo esquivar el destino —dijo con voz tranquila—. Resultaba muy obvio en el hígado de tu sueño. Esos soldados me matarán.
—¿Cuándo?
—Dentro de cuatro días.
A Tarquinius le palpitaba el corazón en el pecho.
—Yo mismo acabaré con Caelius —amenazó.
—Los legionarios vendrán desde Roma, de todos modos.
—Entonces me quedaré aquí y me enfrentaré a ellos.
—Y morirás sin necesidad. Tienes muchos años de vida por delante y un gran viaje que realizar,
arun.
De nada servía discutir. Tarquinius nunca había conseguido hacerle cambiar de opinión.
—¿Qué viaje? —preguntó—. Nunca lo has mencionado.
Olenus se levantó e hizo una mueca al enderezar la espalda.
—Vayamos a la cueva. Trae el arco y el morral. Puedes llevarte esas pieles y matar al último lobo camino de casa. —Se alejó y desató la oveja amarrada junto a la cabaña.
El animal baló lastimosamente mientras Olenus le ataba juntas las patas traseras y se lo colgaba al hombro.
Tarquinius siguió al arúspice por el mismo sendero que habían tomado hacía unas semanas. Ascendieron en silencio, hasta que el terreno pedregoso no estuvo cubierto más que por la maleza rala que tanto gustaba a cabras y ovejas. En la montaña hacía un tiempo mucho más apacible de lo normal y sólo había unas cuantas nubes inmóviles en el cielo.
El águila que apareció en la cima de una cresta hizo sonreír a Tarquinius. Siempre era un buen augurio ver a la más regia de las aves.
A primera hora de la tarde todavía seguían ascendiendo por las laderas empinadas. La brisa fresca hacía que la temperatura fuera soportable, pero en los campos de mucho más abajo la situación sería distinta.
Olenus se detuvo. Tenía la frente arrugada cubierta por un velo de sudor.
—Estás en forma, anciano. —Agradecido por el descanso, Tarquinius dio un sorbo al odre de agua.
—He vivido sesenta años en esta montaña. —Olenus escudriñó el inhóspito entorno de rocas y algún que otro arbusto que había sobrevivido a las inclemencias del tiempo. Era un paisaje desolado pero hermoso. El cielo estaba completamente despejado y la única señal de vida eran las aves rapaces que se dejaban llevar por las corrientes de aire—. Ha sido un buen sitio donde vivir y será un buen sitio donde morir.
—¡Deja de decir esas cosas!
—Más vale irse haciendo a la idea,
arun
. Los arúspices han vivido y muerto aquí desde tiempos inmemoriales.
Tarquinius cambió de tema rápidamente.
—¿Dónde está la cueva?
—Ahí arriba. —Olenus señaló con el lituo el camino serpenteante—. Faltan unos cien pasos.