La legión olvidada (37 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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Desde entonces, unos cuantos piratas habían regresado a la zona, pero no se habían atrevido a atacar a un ejército infinitamente superior. Un día, Romulus y sus compañeros vieron un grupo de elegantes navíos de aspecto amenazador a la entrada de una pequeña ensenada, a sólo unos cientos de pasos de distancia. Desde cubierta, unos hombres de piel morena los miraban con nerviosismo.

Pero no hubo batalla, pues los capitanes de Craso tenían orden estricta de no retrasarse.

Brennus levantó la espada larga y gesticuló.

—Venid y luchad.

—Atacan a los débiles —observó Tarquinius—. No a una flota con miles de soldados.

—¡Hace demasiado tiempo que no he participado en un combate!

El etrusco se volvió para mirar a los piratas.

—Dentro de poco podréis luchar como queréis —dijo Bassius, que había oído el alboroto e intervenido creyendo que evitaba una pelea—. Ahora, calma.

—Sí, señor. —El rostro del galo cambió de expresión.

—¡Venga, Brennus! —Romulus hacía tiempo que sabía que ejercía una influencia tranquilizadora sobre su amigo—. Enséñame esos movimientos de los que estabas hablando. ¿Le parece bien, veterano centurión?

Bassius sabía que el viaje aburría a dos de sus mejores soldados.

—No quiero heridas —dijo secamente—. Envainad las armas.

La pareja se apresuró a obedecer. Al darse cuenta de que iba a haber un poco de acción, los reclutas formaron rápidamente un círculo en la cubierta. Brennus y Romulus entrenaban todas las mañanas y ya todo el mundo había deducido que eran luchadores profesionales. Los dos hombres habían ayudado a Bassius a enseñar a los más entusiastas algunas técnicas básicas.

Brennus se agachó, con cara de pocos amigos.

—Vamos a ver si te desinflamos un poco.

Romulus señaló la barriga del galo.

—¡Estás engordando con tanto descanso!

Riéndose, el enorme guerrero levantó su espada larga, cuya hoja letal estaba cubierta por una funda de cuero.

Romulus se le acercó despacio, con los pies descalzos bien asentados sobre la cubierta caliente.

Tarquinius sonrió al observar a Brennus y a su joven protegido entrenarse. Llevaba muchos años sin confiar en nadie; sin embargo, los dos fugitivos se estaban convirtiendo en buenos amigos.

Había recordado las palabras de Olenus muchas veces desde que los había conocido. «Un viaje a Lidia en barco. Allí entablas amistad con dos gladiadores.»

—Por una vez, te equivocaste —suspiró irónicamente el etrusco—. Los he conocido en el viaje. No al llegar allí.

Tras haber navegado cientos de millas desde el talón de Italia hasta las costas de Asia Menor, los trirremes de Craso por fin se adentraron en una bahía deshabitada, ancha y poco profunda, que llenaron de parte a parte. Una larga playa bordeaba el mar. La tierra que se veía por encima de la playa tenía un color ocre menos acogedor. El sol colgaba de un cielo azul sin viento. Los soldados y marineros quemados por el sol tenían un calor espantoso. En el agua cristalina debajo del
Achules
, Romulus veía los peces nadando alrededor de la gran ancla de piedra.

Enviaron a tierra un cordón protector de legionarios para asegurar que las fuerzas desembarcasen sin peligro de ataque. Durante dos días, mientras el ejército desembarcaba cargado con toneladas de pertrechos y alimentos, reinó un caos organizado. Sólo las muías, rebuznando y tan enfadadas como siempre, nadaban hasta la playa voluntariamente.

Los irregulares de Bassius tenían que caminar con el agua hasta el pecho. Como no sabían nadar, Romulus, Brennus y los demás intentaban intranquilos llegar a tierra, mientras Tarquinius nadaba con seguridad alrededor de ellos riendo. Al emerger del agua en la arena, el etrusco se echó la melena hacia atrás para secársela con las manos. Al hacerlo, Romulus le vio una marca triangular a un lado del cuello.

Rápidamente, Tarquinius dejó caer los rizos rubios en su sitio.

—¿Qué es eso?

—Una marca de nacimiento.

—Tiene una forma extraña.

Sin hacerle caso, Tarquinius se agachó y empezó a revisar los artículos que había colocado en una vejiga de cerdo antes de saltar de la cubierta del
Achules.

A Romulus le comía la curiosidad, pero no tuvo oportunidad de preguntar. Bassius ya les estaba gritando, pues quería que sus hombres se pusiesen en marcha.

Craso supervisaba la operación desde una zona elevada de la costa. Habían levantado un pabellón enorme para que el general disfrutase de todas las comodidades, pero los soldados trabajaban duramente con una temperatura abrasadora. Llena de alfombras, mesas, camas y con habitaciones separadas, la tienda de campaña de cuero serviría de centro de mando durante la campaña. Incluso había varias prostitutas traídas por Publio para dar placer a los oficiales de mayor rango.

Una bandera roja —la
vexillum
— colgaba lánguidamente de un poste clavado en el suelo. Indicaba a todos los soldados la ubicación de Craso. Legionarios escogidos a dedo hacían guardia día y noche, mientras mensajeros y trompetas se colocaban cerca para transmitir las órdenes.

Bassius estaba al mando de una cohorte —seis centurias— de irregulares. Se habían formado diez cohortes para luchar junto a los regulares y la unidad del veterano centurión había sido adscrita a la Sexta Legión. Cuando todos los hombres estuvieron en tierra, Bassius les gritó para que ocupasen sus posiciones en la arena. La Sexta ya estaba esperando, con todas las cohortes bien instruidas, una detrás de otra.

—¡Moveos! —A Bassius no le impresionaba la torpeza de sus cuatrocientos ocho reclutas. El y otros centuriones los habían entrenado a bordo, pero no había sido suficiente—. ¡Por Júpiter, los soldados de verdad se están riendo de nosotros!

Cuando los mercenarios hubieron ocupado sus posiciones, sonaron las trompetas y las filas delanteras avanzaron siguiendo a los regulares. Cuatro legiones habían desembarcado en la misma playa hacía varias semanas y montado grandes campamentos provisionales a cierta distancia, más hacia el interior. La Sexta no había marchado mucho tiempo cuando llegaron a ellos. Los fuertes, en forma de baraja de naipes, consistían en murallas de tierra de la altura de un hombre. La tierra que se utilizaba en la construcción de esas murallas provenía de las profundas trincheras que rodeaban el perímetro. En las altas torres de vigilancia de las esquinas, los centinelas hacían guardia. Sólo una entrada se abría en el centro de cada lado. Dos calles rectas conectaban las cuatro puertas, dividiendo el campamento en partes iguales. Los cuarteles generales de la legión estaban situados en el cruce y, alrededor de éste, cada centuria tenía una posición asignada que nunca variaba.

Las
bucinae
tocaban órdenes. Rápidamente la mitad de la legión se abrió en abanico formando una cortina alrededor del resto.

—Es hora de trabajar en serio —gritó Bassius—. Dejad todo el equipamiento excepto las armas y las palas.

El veterano centurión sabía lo que estaba haciendo. Dirigió a los hombres a la sección de lo que sería el perímetro y habló brevemente con un oficial regular. Al poco, los hombres de Bassius sudaban y maldecían mientras cavaban.

Romulus había visto pocas veces tanta diligencia como la de los legionarios que tenía cerca cavando zanjas y terraplenes: cientos de hombres trabajando al unísono. Parecía que los soldados de la República no sólo eran luchadores, sino también albañiles e ingenieros.

Romulus empezó a sentirse de nuevo orgulloso de ser romano, a pesar de que los pueblos de sus dos amigos hubieran sido aplastados por el poder de Roma. Resultaba difícil no sentirse impresionado por la precisión y la disciplina que demostraba el ejército de Craso. Cada hombre parecía saber exactamente lo que tenía que hacer. Tres horas después, hilera tras hilera de tiendas fueron levantadas ordenadamente tras las nuevas murallas de protección. Todos los centuriones se colocaron cu sus respectivas posiciones, marcadas por un estandarte especial de tela. Bassius situó a los mercenarios al lado de la caballería de Publio.

En el
Achules
les habían dado una tienda grande de cuero de las que utilizaban los legionarios regulares, pero hasta entonces no la habían necesitado. A Bassius le había parecido bien que Romulus, Brennus y Tarquinius sirviesen en el mismo
contubernium
, un grupo de ocho hombres que vivían y cocinaban juntos. Los amigos habían conocido a sus cinco compañeros durante el viaje. Varro, Genucius y Félix eran adustos campesinos de la Galia Cisalpina, expulsados de su tierra por los romanos. Josefo y Appius, bajos y astutos, eran de Egipto, exiliados a causa de delitos que ellos apenas insinuaban.

No llevaban mucho tiempo descansando alrededor de las tiendas cuando Bassius pidió permiso a uno de los tribunos para empezar a adiestrar a su cohorte. El veterano ya estaba harto de no hacer nada. Flanqueado por los otros cinco centuriones, Bassius, de pie, con los brazos en jarras, observaba a los sudorosos mercenarios.

—Ya es hora de empezar un adiestramiento militar serio. Ya habéis tenido tiempo suficiente para tocaros las narices.

La mayoría de los mercenarios parecían descontentos, sin embargo Brennus se frotó las manos con regocijo.

—¡A formar! ¡Atención!

Los irregulares enseguida formaron filas con la mirada al frente, como les habían enseñado.

—¡Derechos! —Bassius caminaba entre las filas enderezando las espaldas, golpeando las barbillas con su vara de vid—. ¡Imaginad que tenéis columna, incluso aunque no la tengáis!

Al final el viejo centurión quedó satisfecho; ordenó a varios hombres que cargasen unas pesadas estacas de madera de intendencia y sacó a la cohorte del concurrido campamento para llevarla a un terreno llano que había delante.

Otros centuriones habían tenido la misma idea. La zona es taba llena de irregulares corriendo, saltando y entrenándose cu la lucha. Tras las largas semanas en el mar, los oficiales del ejército de Craso sabían que tenían que poner a los hombres rápidamente en forma. Pasarían dos meses hasta que toda la hueste estuviese lista para marchar hacia el este, poco tiempo para convertir a campesinos en soldados adiestrados.

—¡Parece que estamos en
el palus
otra vez!

—¡Dioses del cielo! —exclamó Brennus riendo—. Lo único que nos faltaba. Sería mejor echar una buena carrera.

Una vez clavadas a martillazos las estacas en la tierra dura como una piedra, Bassius y sus compañeros empezaron a adiestrar a los grupos de reclutas en el manejo básico de las armas. Romulus y sus amigos sólo tuvieron que cortar y embestir el
palus
un par de veces para que Bassius los considerara muy expertos. Los tres se quedaron de pie mirando cómo ponían a prueba a los desconcertados galos. El veterano había conseguido espadas de madera y escudos de mimbre para el adiestramiento, el doble de pesados que los de verdad, y estaba haciendo trabajar duro a los sudorosos soldados. Era el mismo método que se utilizaba en las escuelas de gladiadores.

—¿Qué creéis que estáis haciendo? —bramó Bassius al trío al cabo de unos instantes—. ¡Aquí no se queda nadie parado! Cuatro vueltas al perímetro. ¡Al trote!

Romulus se mantuvo al lado del sonriente galo mientras corrían siguiendo la trinchera defensiva que rodeaba el campamento.

Brennus empezó a relajar los hombros.

—Justo lo que necesitamos —dijo.

Tarquinius contemplaba en silencio cómo las legiones tomaban posiciones. Romulus le oía murmurar.

—Craso tiene demasiada infantería. ¡Qué loco!

—¿Qué pasa?

—Mira. —El etrusco señaló a los miles de legionarios que se adiestraban al sol abrasador—. No hay soldados de caballería.

A Romulus le resultaba difícil no sentirse impresionado por la magnífica estampa de tantos soldados moviéndose al unísono, pero frunció el ceño cuando comprendió lo que Tarquinius quería decir. En las antiguas batallas mencionadas por Cotta habían participado muchísimos soldados de caballería. Constituían una parte vital de cualquier ejército.

—Los únicos que he visto son los galos que están al lado de nuestras hileras de tiendas y un par de cohortes de íberos. Apenas dos mil. —Tarquinius se secó la frente—. No es suficiente.

Brennus golpeó el aire con los puños, para indicarle a Romulus que hiciese lo mismo.

—Treinta mil soldados de infantería pueden aplastar al enemigo —dijo jadeando. Todavía le resultaba extraño servir en el ejército romano. El mismo que había aplastado a su pueblo.

—La cantidad no lo es todo. Acuérdate de Aníbal —replicó Romulus—. Muchas de sus victorias contra ejércitos más numerosos se debieron a su caballería.

A Tarquinius le pareció un comentario acertado.

—Y los partos casi no tendrán soldados de infantería.

—Entonces, ¿cómo van a luchar? —preguntó Brennus sorprendido.

—Con arqueros montados. Atacan en oleadas rápidas, disparando flechas. —Tarquinius tensó un arco imaginario—. Una lluvia de flechas.

—Dos mil caballos pasarán apuros para frenarlos —añadió Brennus.

—Exacto. Y eso antes de que se lancen a la carga los catafractos.

Como Romulus y Brennus no entendían a qué se refería, se lo aclaró:

—Catafractos, jinetes y caballos con armadura completa.

Romulus estaba intranquilo.

—¿Seguro que Craso lo sabe?

—Confía en el rey de Armenia —respondió Tarquinius pensativo—. Artavasdes tiene seis mil soldados de caballería.

—Entonces está bien, ¿no?

—Si Craso no desaprovecha la oportunidad.

Esperaron a que continuase. Se levantó un viento fuerte y Romulus tiritó. El ejército parecía invencible.

Parecía.

—¿Qué quieres decir? —Brennus también estaba preocupado.

—Primero tenemos que marchar por Asia Menor hasta Siria y Judea —respondió el etrusco sin darle importancia—. Las estrellas y las corrientes marinas muestran varios resultados posibles.

Brennus se relajó. Durante el viaje había aprendido a confiar sin reservas en Tarquinius; había acertado en sus predicciones sobre el mal tiempo y los piratas prácticamente siempre.

—Si Craso nos hace marchar hacia Armenia con Artavasdes —continuó Tarquinius—, podríamos estar festejando en Seleucia dentro de dieciocho meses.

Pero Romulus albergaba dudas sobre las palabras de Tarquinius, que simplemente abarcaban todas las posibilidades. Todavía no creía en los poderes del adivino. El joven soldado se había convencido de que Tarquinius debía de haberlos oído, a Brennus y a él, hablar de la pelea delante del burdel. Y lo de adivinar una tormenta excepcional y la presencia de piratas en aguas remotas no se podía decir que fuese una prueba de habilidad mística.

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