El inmenso galo hizo una mueca de dolor y dejó que el ardor de la quemadura se llevase consigo algunos de los recuerdos de la esclavitud.
—Nos quedaremos aquí un tiempo —anunció con una sonrisa—. Nos lameremos las heridas y descansaremos un poco. Después bajaremos hasta el puerto.
Tenía una sonrisa contagiosa y Romulus sonrió.
Quedaba una última prueba, pero ya eran verdaderamente libres.
El puerto de Brundisium bullía de actividad. Brundisium era una ciudad grande que se había transformado con la llegada del ejército de Craso. Miles de soldados, toneladas de equipamiento y armas llenaban los estrechos malecones, a la espera de ser embarcados para Asia Menor. El horizonte era un mar de mástiles. Docenas de trirremes se mecían suavemente en el agua, atados entre sí. Los marineros iban de un lado a otro maldiciendo la torpeza de los pasajeros.
Las mulas rebuznaban cuando las obligaban a caminar por las pasarelas de madera para entrar en los barcos. Los oficiales gritaban órdenes, empujando a los hombres para que formaran fila. Los mensajeros corrían entre las unidades transmitiendo órdenes.
Brennus y Romulus se abrieron paso entre la muchedumbre, buscando algún lugar donde alistarse. Finalmente, encontraron un mostrador improvisado con sacos de harina en el muelle principal. Un viejo centurión estaba de pie detrás del mostrador, gritando órdenes a los nuevos reclutas.
Miró calculador a la sucia pareja cuando ésta se detuvo.
—Campesinos, ¿no?
—Sí, señor.
Romulus guardó silencio mientras observaba los
phalerae
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que colgaban de la pechera de cuero moldeado y el torque de plata que le rodeaba el cuello. Era evidente que se trataba de un hombre valiente.
—Vais bien armados, parece —dijo señalando las pesadas lanzas, el arco, las espadas y las dagas, los escudos de buena factura.
—Somos de la Galia Transalpina, señor —explicó Brennus—. Hay muchos bandidos y tenemos que saber pelear.
—¡Humm! Ya me ha parecido que eras galo. —El oficial observó los músculos marcados de Brennus y las cicatrices que tenía en los brazos—. ¿Por qué habéis venido a Brundisium?
—El gran general va a dirigir su ejército hacia Jerusalén. Me han dicho que habrá un buen botín.
—Eso es lo que dicen todos los nuevos reclutas. —El centurión se rascó la barba cana de tres días mientras miraba apreciativamente a Brennus de arriba abajo—. ¿No seréis esclavos fugitivos?
—No, señor. —El galo adoptó una expresión de perplejidad y Romulus le copió. Los dos hombres se habían cortado el pelo esa mañana, imitando el peinado típico de los soldados romanos.
—Los esclavos tienen completamente prohibido alistarse en el ejército. Es un delito castigado con la muerte, ¿entendido?
—Somos hombres libres, señor.
El oficial gruñó mientras calculaba el precio del pergamino de piel de becerro que tenía ante sí.
—¿Y el muchacho?
—Lucha mejor que la mayoría de los hombres adultos, señor.
—¡Por Júpiter! ¿Enserio?
—Le he enseñado yo, señor.
—Es un poco joven, pero supongo que es tan alto como la mayoría. —El centurión sacó una pluma—. Tenéis que alistaros como mínimo por tres años. Si os quedáis en el ejército veinte años se os otorgará la ciudadanía romana. La paga es de cien denarios al año, pagados en cantidades iguales cada cuatro meses. Según la situación.
—¿La situación, señor? —Romulus habló por primera vez, imitando lo mejor que pudo el acento marcado de Brennus.
—¡Si estamos en medio de una maldita guerra no se os paga!
—¿Cien denarios? —Romulus miró a su amigo incrédulo. La bolsa que les había entregado Pompeyo contenía cinco veces esa cantidad.
Brennus frunció el ceño.
El centurión se rió, malinterpretando el comentario.
—Mucho dinero —dijo—. Publio, el hijo de Craso, es un hombre generoso. Quiere la mejor infantería para luchar junto a su caballería.
Romulus desplegó una sonrisa vacua como si acabase de entenderlo. Al fin y al cabo no se enrolaban en el ejército de Craso por la paga.
—Vosotros os procuráis la ropa y las armas. El coste del equipamiento, de la comida y del enterramiento se descuenta déla paga. Y cuando os dé una orden, ¡cumplidla con premura! Si no lo hacéis, notaréis esto en la espalda. —Y golpeó los sacos de harina con una vara de vid—. Estoy al mando de la cohorte, pero también soy vuestro centurión, ¿está claro?
Asintieron con la cabeza.
El oficial dio unos golpecitos en el pergamino con el nudoso índice.
—Poned vuestra marca aquí.
La pareja intercambió una larga mirada. Una vez alistados no habría vuelta atrás.
Encogiéndose de hombros, Brennus tomó el estilo con su enorme mano y marcó el documento. Romulus hizo lo mismo.
—¡Bien! —El centurión esbozó una sonrisa—. Os pongo a los dos bajo mi mando directo. ¿Nombres?
—Brennus, señor. El se llama Romulus.
—¿Romulus? —preguntó interesado—. Un buen nombre italiano. ¿Quién era tu padre?
—Un legionario romano, señor. —A Romulus no se le ocurrió qué otra cosa decir—. Mi madre quiso honrar su memoria.
—Tienes aspecto de romano. Seguro que también tienes el temple de un guerrero. —Parecía satisfecho—. Me podéis llamar veterano centurión Bassius. Esperad ahí con el resto de la cohorte.
—¿Cuándo zarparemos, veterano centurión?
—Esta noche. El general quiere empezar la campaña inmediatamente.
Romulus contemplaba Brundisium, ya apenas visible entre la bruma amarillenta. Atardecía y el mar había pasado de un azul luminoso a un intenso azul marino. Una suave brisa alejaba la flota romana de la costa. A la luz del anochecer se veían otros trirremes, compañeros del que los transportaba a ellos. Docenas de largos remos de madera producían un suave sonido al moverse al unísono para cortar la superficie del agua.
El
Achules
era una típica embarcación romana de poco calado con una sola vela de tela, tres hileras de remos y un espolón de bronce en la proa. Las cubiertas estaban vacías, excepto por el camarote del capitán en la popa y las catapultas para atacar a los barcos enemigos.
—¡Por fin! —Brennus escupió en las maderas de la borda—. Ahora esos cabrones ya no nos encontrarán.
—¿Cuándo podremos regresar a Italia?
—Dentro de unos cuantos años. El asesinato de un noble tarda un poco en olvidarse.
Ante aquella perspectiva, Romulus frunció el ceño. Durante su marcha hacia el sur no había dejado de pensar en su familia, en Caelius y Julia, pero tendría que apartar estos pensamientos de su mente. No le serviría de mucho pasarse el tiempo preocupándose de situaciones que escapaban por completo a su control.
—Deberíamos habernos quedado en el
ludus
aquella noche.
—Puede que sí. —Brennus miraba hacia el este con expresión ausente—. Pero los dioses querían que esto pasase. Lo noto en los huesos.
Romulus siguió su mirada. En el horizonte se juntaban el cielo oscuro y el mar negro; era imposible saber dónde se encontraban. Más allá se hallaba lo desconocido, un mundo que Romulus había creído que jamás vería. Sin embargo, ya cualquier cosa parecía posible.
Regresó al presente con un escalofrío.
—¿Qué le sucederá a Astoria?
El rostro del galo se entristeció.
—Sextus ha prometido protegerla y, si los dioses son misericordiosos, la volveremos a ver. Pero no puedo eludir mi destino. No teníamos más remedio que huir y Astoria lo sabe. —Su despedida había sido demasiado breve y cuando Brennus intentaba quedarse un poco más, la nubia le había besado suavemente y le había empujado hacia la puerta. Astoria sabía lo mucho que significaban para su amante las palabras de Ultan. «Sigue tu destino», le había susurrado.
Brennus suspiró profundamente.
Romulus sabía cómo se sentía.
Las consecuencias de la pelea habían sido devastadoras para ambos. La vida de Brennus como famoso gladiador había terminado y había perdido a su mujer. A Romulus le buscaban por asesinato y los dos eran fugitivos de la justicia. A no ser que Astoria hubiese conseguido llevarle su mensaje, Julia habría pensado lo peor de él por no haberse presentado a la cita. Los planes de Romulus de organizar una rebelión de esclavos se habían desbaratado y, aunque era libre, todavía parecía más improbable que volviese a ver a su familia y mucho menos que lograra rescatarla. En lugar de eso estaba navegando hacia el este como soldado del ejército de Craso.
Eso significaba que Gemellus quedaría impune.
Frunció el ceño al pensar en la sucesión de eventos fortuitos que le había llevado a estar sentado en la cubierta del
Achules
. Si no hubiesen salido del
ludus
. Si no se hubiesen parado frente al Lupanar. Si no hubiese matado a un noble.
Pero lo había hecho.
Romulus inspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco. Al igual que Brennus, tendría que confiar en los dioses. En Júpiter, el más grande y el mejor. Sólo él era capaz de alterar la situación en esos momentos.
—¡Arriad la vela! —gritó a los tripulantes más cercanos el segundo de a bordo, un experimentado
optio
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Los barcos romanos nunca utilizaban las velas de noche, sino que recurrían a la potencia de los remos.
Los marineros obedecieron con presteza, tirando de las drizas que recogían la pesada tela en la verga del mástil. Cuando la vela estuvo plegada como él quería, el
optio
recorrió impaciente la cubierta del
Achules
, desteñida por el sol, asegurándose de que las catapultas estuvieran amarradas y no hubiese piezas sueltas.
El ruido sordo del tambor les llegaba a través de las maderas que tenían bajo los pies. Su ritmo determinaba la velocidad a la que debían remar los remeros. Acuciado por la curiosidad, Romulus ya había explorado las abarrotadas dependencias de los soldados en la cubierta del arsenal y el claustrofóbico espacio inferior donde los esclavos estaban encadenados y sentados en los bancos. Le daba escalofríos la idea de un confinamiento permanente respirando junto a otros doscientos hombres un aire caliente y viciado. A los remeros les daban mucha más comida que la que recibían los soldados a diario, pero no compensaba. La mayoría eran delincuentes o prisioneros de guerra que servirían ahí abajo hasta la muerte. Y se había dado el caso de enviar a esclavos corrientes a las galeras como castigo.
La libertad que Romulus había empezado a disfrutar de repente le parecía bastante frágil.
—Nadie nos encontrará, ¿verdad? —le susurró a Brennus.
Sonriendo, el galo le rodeó los hombros con su enorme brazo.
—Ahora estamos en la legión. Mientras estemos en condiciones de luchar, a nadie le importa un comino.
Romulus dirigió la mirada a su nuevo comandante, que estaba hablando con otro centurión, y al capitán del
Achules
. Bassius le había caído bien enseguida, pues tenía un carácter tranquilo que se contagiaba a los nuevos reclutas. Pocos parecían guerreros, pero sí bastante contentos de estar sentados en la cubierta que se balanceaba suavemente. No era de extrañar que el viejo oficial los hubiese tomado a él y a Brennus para esa unidad. Las dos centurias del trirreme, ciento sesenta hombres, estaban formadas principalmente por campesinos galos vestidos con túnicas y pantalones gastados y armados con espadas largas, lanzas y dagas. El resto de la cohorte de Bassius que había visto embarcar en el puerto presentaba un aspecto similar. Ahora se explicaba la actitud relajada del centurión con respecto a su condición. Aparte de los marineros, los gladiadores eran casi los únicos de aspecto aguerrido.
La necesidad que Craso tenía de conseguir miles de soldados mercenarios significaba que prácticamente todo hombre sano que había querido alistarse hubiese sido aceptado. Muchos campesinos sin tierras, víctimas de la campaña de César en la Galia, buscaban trabajo. Tribus enteras habían sido desplazadas de sus tierras. Las noticias de las campañas debían de haber llegado hasta muy lejos para que aquellos campesinos hubiesen viajado hasta Brundisium.
Abajo hacía más calor y muchos hombres habían preferido dormir allí en lugar de hacerlo en cubierta, donde soplaba con fuerza la fría brisa marina. Romulus y Brennus se habían asegurado un hueco en la popa y se habían instalado cómodamente. Estaban sentados envueltos en mantas de lana, comiendo el pan y el queso que habían comprado en el ajetreado mercado cercano al puerto antes de embarcar.
—Que aproveche. —Brennus se metió un pedazo en la boca—.
Puede que sean los últimos alimentos frescos que comamos durante un tiempo. A partir de ahora comeremos
bucellatum
y
acetum.
—¿Qué?
—Una especie de galleta dura, seca y mísera, y vino agrio.
—Seguramente en Lidia podremos conseguir víveres, ¿no crees?
De pie, delante de ellos, apareció un hombre de complexión menuda, rostro delgado y cabello largo aclarado por el sol. En la oreja derecha le brillaba el oro de un zarcillo y de una mano le colgaba un bastón torcido.
—¿Os importa si me siento? —El desconocido se movía con soltura.
Brennus lo observó.
—Como quieras —respondió, dejándole sitio.
Romulus no se había fijado antes en aquel hombre de edad indeterminada, entre veinticinco y cuarenta años. Una coraza de cuero poco común, recubierta de anillos de bronce entrelazados, le protegía el pecho y llevaba falda con borde de cuero parecida a las que vestían los centuriones. A la espalda llevaba un hacha de guerra de doble cabeza y aspecto temible colgada de una correa corta. De un cinturón estrecho le pendía una bolsita y, en la cubierta, al lado de los pies, tenía un morral de cuero muy usado.
—¿Acabas de enrolarte?
—¿A ti qué te importa? —Romulus todavía no se sentía seguro.
El desconocido descolgó el hacha y se sentó suspirando. Del morral sacó un trozo grande de tocino seco del que cortó varias lonchas con una daga afilada.
—¿Queréis?
Al galo se le iluminaron los ojos.
—Gracias. ¿No te importa? Me llamo Brennus y él es Romulus.
—Yo me llamo Tarquinius.
Romulus le ofreció un trozo de queso y el recién llegado lo aceptó asintiendo con la cabeza.
Brennus señaló las hojas de hierro del hacha de Tarquinius.
—Un arma de aspecto temible.