La legión olvidada (32 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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—Descuida. —Rápidamente Julia colocó dos vasos de madera delante de ellos. Con una fioritura, sacó una pequeña ánfora—. ¡Un falerno de buena cosecha! Lo reservaba para ti.

—¡Por Belenus! —Brennus sonrió encantado—. ¡Eres un sol! —Y con una palmada puso un áureo en la barra—. Avísame cuando se te acabe. Y quédate como mínimo diez sestercios para ti.

—Que los dioses te bendigan. —La moneda de oro desapareció antes de que Romulus hubiese tenido tiempo de parpadear—. Llámame cuando quieras algo más. —La camarera se agachó para cruzar una puerta baja que conducía a la bodega y desapareció.

—Es muy guapa. —Romulus notó una sensación en la entrepierna y se estrujó el cerebro buscando algo ingenioso que decir la próxima vez que Julia apareciese.

—Ni lo pienses. —Brennus rompió el sello de cera y sirvió para los dos generosos tragos—. Pertenece al propietario de la Liberna. A Macro le pagan más para asegurarse de que nadie la toca.

—¿Quién es el propietario?

—Publio, hijo de Marco Licinio Craso. Que casualmente es el hombre más rico de Roma. No es alguien a quien convenga cabrear.

Romulus aguzó el oído.

—¿Craso? —El recuerdo repentino de su antigua vida le resultó chocante. La vida en el
ludus
no dejaba tiempo para pensar en el pasado—. He estado en su casa.

—¿De verdad? —Brennus se bebió un trago de vino y lo saboreó—. ¿Cuándo?

—Gemellus me envió allí una vez. Poco antes de venderme.

—¿Qué viste?

—Sólo el vestíbulo. Era increíble: suelos de mármol, bonitas estatuas, ya te lo puedes imaginar. También vi a un noble, de tu edad aproximadamente.

—Craso tiene como mínimo sesenta años —dijo Brennus pensativo—. Debía de ser Publio.

—El portero me dijo que había luchado en la revuelta de los esclavos.

—¿Un esclavo de ese tipo bajo el mismo techo que el vencedor de Espartaco? —El galo arqueó las gruesas cejas—. No me parece muy probable.

—Parecía sincero.

—Quienes mejor mienten siempre lo parecen.

—Pero sabía cómo había empezado todo —protestó Romulus—. Y se emocionó demasiado para estar mintiendo.

Brennus parecía interesado, así que Romulus le contó, cada vez más entusiasmado, la historia de Pertinax.

—Una historia conmovedora. —El galo levantó el vaso para brindar sin decir nada—. Pero mira en qué acabó todo: en seis mil cruces en la Vía Apia y ese pobre desgraciado al servicio do Craso. Y nosotros en el Ludus Magnus.

—¡No tiene por qué ser así! A ti y a Sextus os seguirían si os enfrentaseis a los romanos —insistió Romulus—. Al final Espartaco tenía un ejército de ochenta mil hombres, todos antiguos esclavos. Podría funcionar.

Al galo le brillaban los ojos.

—Con Memor en pie de guerra, nuestra vida va ser mucho más dura —reconoció—. Pero esto hay que pensarlo mucho. Hablaremos con Sextus y veremos cuál es la situación. Decidiremos a quién más podemos implicar.

—Que sea pronto —le advirtió Romulus.

—Ya lo sé —dijo Brennus con tristeza antes de apurar el vaso de vino—. Vamos a disfrutar de esta noche.

Satisfecho, Romulus asintió con la cabeza. No veía la necesidad de presionar más a su amigo. Brennus se había tomado sus palabras en serio.

El enorme gladiador miró con indiferencia a su alrededor.

—¿Crees que habrá lío?

—Llámalo la voz de la experiencia. —El galo hizo crujir los nudillos—. Aquí siempre pasa algo, como mínimo una vez por noche.

—Nada de peleas, ¿de acuerdo?

—Ya lo sé. Podemos limitarnos a mirar.

Romulus imitó a Brennus y se colocó de espaldas a la barra.

Poco después oyeron que alguien levantaba la voz porque no estaba de acuerdo con el resultado de una partida de
petteia.
[19]
El tablero de madera tallada saltó por los aires y las piedras blancas y negras se esparcieron por el suelo. Cesaron las conversaciones. Seis legionarios, con la cara roja por efecto del alcohol, empezaron a empujarse a ambos lados de la mesa. Se insultaron y se dieron un par de puñetazos antes de que Macro interviniera rápidamente.

El plan del portero era muy sencillo. Agarró a dos legionarios y golpeó la cabeza de uno contra la del otro. Soltó los dos cuerpos flácidos como si fueran dos sacos de grano y se dio la vuelta para enfrentarse a los compañeros de los hombres que, enfrentados a la perspectiva de correr la misma suerte, se sentaron inmediatamente. Una vez terminada la pelea, los clientes se dedicaron a mirar el fondo del vaso con repentino interés. Macro hizo un gesto al grupo con el puño y se fue pesadamente hacia la puerta.

Poco a poco, el ruido iba en aumento.

Romulus se rió tontamente, divertido por la forma en que se había resuelto la pelea y el efecto en el resto de los clientes. Después de tres copas, el suave tinto empezó a saberle a ambrosía. Hizo ademán de coger el ánfora y se sorprendió cuando Brennus le agarró la muñeca.

—Ya es suficiente.

—¿Por qué? —preguntó, agresivo.

—Estás borracho. Y se supone que tenemos que evitar meternos en líos.

—Sé aguantar el alcohol. —Romulus era vagamente consciente de que arrastraba las palabras.

—¿De verdad? —El galo habló con severidad—. ¿Dónde has aprendido?

Romulus no respondió a la reprimenda y se calló malhumorado.

A los gladiadores sólo se les permitía beber un poco de vino con las comidas, que se servía según la costumbre romana, aguado. Brennus estaba acostumbrado a beberse el vino a secas, pero a Romulus se le subía a la cabeza.

Permanecieron de pie sin hablar un rato. Brennus bebió más vino, siempre atento por si había problemas. Romulus lanzaba miradas furtivas a Julia. Para su vergüenza, la voluptuosa esclava le pilló varias veces.

Al final, acabó acercándose.

Romulus la miró sin decir nada porque no se atrevía a romper el hielo.

—¿Cuántos años tienes? —Julia era directa.

—Diecisiete. —Con el rabillo del ojo vio que Brennus le miraba, pero afortunadamente el galo no lo desmintió—. Casi.

—Qué joven para ser gladiador. Sólo eres un año menor que yo. —Julia suspiró—. ¿Cómo acabaste en el Ludus Magnus?

—Me vendieron cuando mi amo se enteró de que entrenaba con una espada. —Una oleada de culpabilidad le recorrió el cuerpo y apretó la mandíbula—. No está tan mal. Siempre había querido aprender a luchar. Pero el cabrón dijo que también vendería a Fabiola. A un burdel. —Escupió las últimas palabras.

—¿Fabiola?

—Mi hermana melliza.

—¿Todo eso por utilizar un arma? —Julia chasqueó la lengua con compasión—. Seguro que hubo algo más.

De repente Romulus recordó las rabietas de Gemellus los días anteriores a su venta, su reacción al leer la respuesta de Craso. Tal vez Julia tuviese razón. Quizá no hubiese sido todo culpa suya. El sentimiento de culpabilidad se suavizó un poco y sonrió.

—¿Y tú?

—¿Yo? —Julia parecía sorprendida por la pregunta—. Nací esclava. Me vendieron a los doce por mi aspecto físico. —Se encogió de hombros—. Debería de estar agradecida porque no me vendieron a un burdel como a tu hermana.

—Me alegro muchísimo —soltó Romulus.

—Qué tierno. —Julia sonrió—. A casi todos los hombres que vienen aquí sólo les interesa una cosa.

A Romulus le costaba tragar del esfuerzo por reprimir los pensamientos lujuriosos que le llenaban la mente.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Julia.

—No lo sé. No las he visto, ni a ella ni a mi madre, desde entonces.

—Yo tampoco sé nada de mi familia. —En el rostro de Julia se apreciaba la tristeza que la embargaba—. Tal vez algún día Publio me conceda la manumisión y pueda encontrarla.

—No me parece muy probable.

—No —admitió—. Publio no es un hombre generoso. Necesito mucho más dinero del que pueda ahorrar en toda mi vida. Los clientes tan generosos como Brennus no abundan.

—Yo compraría tu libertad —dijo, sin pensarlo—. Nos pagan bien en el
ludus
. Brennus gana una fortuna.

—¿Por qué ibas a hacer tal cosa?

Romulus hizo caso omiso de la pregunta.

—¡No deberías ser esclava!

—Tampoco deberían serlo los miles de esclavos que trabajan en las casas y en los talleres de Roma.

—Me gustas —se arriesgó a decir Romulus.

—Gracias. —Julia se inclinó para acariciarle la mejilla—. Pero ahorra para comprar tu propia libertad.

Con timidez, Romulus acercó su mano a la de ella. Estaba caliente. Le alegró ver que Julia no se lo impedía. El se la puso encima de la barra y le apretó la palma. Se miraron y sintieron enseguida una fuerte atracción.

—No quiero ser aguafiestas —masculló Brennus—, pero Macro se ha percatado de tus intenciones.

Romulus le soltó la mano y se dio la vuelta. El hombre montaña se acercaba deprisa. Julia fue a atender a un cliente. Dejó tras de sí un ligero olor a perfume.

—No toques a la esclava. —La amenaza era directa. El portero ya tenía la mano en la empuñadura de la daga—. Vuelve a tocarla y Brennus te llevará a casa hecho pedacitos, ¿entendido?

Romulus asintió con la cabeza, impasible. Estaba demasiado emocionado con la respuesta de Julia.

—¡Está prohibida! —Macro le hundió el grueso índice en el pecho para remarcárselo—. Recuérdalo, nene.

—¿Qué hacen todos esos soldados aquí? —El galo intervino con una tranquilidad que Romulus no había visto nunca—. No se les suele ver en la ciudad.

—Son hombres de Craso.

—¿No deberían estar en el campamento, fuera de las murallas? —Para evitar intentos de hacerse con el poder, no se permitía la entrada en la ciudad de muchos legionarios juntos.

—El Senado ha otorgado una dispensa especial. El general ha formado un ejército. Están de permiso hasta mañana por la mañana y Publio les ha prometido vino barato en la taberna. —Macro señaló el grupo más cercano—. Mañana inician la marcha a Brundisium para embarcarse hacia Asia Menor.

—¿Para qué van allí?

—¿A ti qué te importa? —Parecía que el portero se había calmado. Se restregó la cabeza rapada despreocupadamente mientras comprobaba que no había problemas en el local. No vio ninguno y le habló otra vez al galo—. He oído a algunos decir que empezarán con un ataque a Jerusalén.

—¡Jerusalén! —A Brennus se le iluminó la mirada—. Allí los templos tienen puertas de oro batido. —En el
ludus
había un reciario de Judea que contaba historias fantásticas de su patria.

Romulus no escuchaba. Miró a Julia, que esbozó una sonrisa radiante. Se le secó la boca de la tensión.

—¿Eh, Romulus?

—¿Qué? —Con sentimiento de culpabilidad, se quedó boquiabierto ante Brennus—. ¿Qué decías?

—Saquear Jerusalén no parece mala idea. —El galo le dio un codazo no muy suave.

—¡No aguanta el vino! —Macro no se había dado cuenta de lo que había pasado—. Mantenlo a raya, Brennus. —Con una carcajada, el inmenso esclavo se fue hacia la puerta.

—¿Qué estás haciendo? —le susurró Brennus en cuanto vio que el otro no le oía—. ¿Mirar de esa manera? Si ese buey te ve otra vez, te arrepentirás.

—Quiero conocerla mejor —protestó Romulus—. Es preciosa.

—Macro mata a los hombres que no hacen lo que les dice.

A Romulus no iba a convencerlo.

—¿Qué harías si Memor se quedase con Astoria?

Brennus se quedó desconcertado.

—No es lo mismo.

—¿Por qué no? —lo retó Romulus—. ¿Y si hubiese sido la compañera de cama de Memor antes de que tú la conocieses?

—No lo era. Aunque lo que dices no es descabellado. —Brennus sonrió—. ¿Tienes algo en mente?

—Necesito hablar con ella. —La camarera había acelerado el corazón de Romulus.

—¿Has olvidado el pequeño problema que representa Macro?

—Ahí entras tú.

El galo arqueó una ceja.

—Simplemente mantenlo ocupado unos minutos —rogó Romulus, y se olvidó de la decisión de pasar una noche tranquila.

—Yo no voy a luchar contra ese monstruo. —Brennus rió—. Quiero conservar toda la dentadura.

—Pues peléate con otro. —Romulus le señaló el local lleno de legionarios—. No necesito mucho tiempo.

—¿Tu primera vez, entonces?

Le dio un golpe al galo en las costillas.

—¿Puedes hacerlo o no?

Brennus sonrió.

—Nunca digo que no a una buena pelea. Siempre está bien hacer otra cosa que no sea matar hombres. Pero date prisa. Ya has visto a Macro en acción.

—Gracias.

Romulus miraba fascinado cómo Brennus escogía contra quién pelearse. El enorme gladiador no tardó mucho en decidirse. Le guiñó el ojo a Romulus antes de acercarse a un grupo de soldados que discutían a voces sobre una partida de huesos de caña.

—¿No os ponéis de acuerdo, muchachos? —Brennus señaló amistosamente las piezas gastadas de hueso de oveja que estaban sobre la mesa.

—¡Vete a la mierda, bárbaro!

—¿Quién te ha preguntado nada?

Los cuatro legionarios le miraron con actitud agresiva.

—Tengo dos cincos, un tres y un uno.

—¿Estás sordo, cerdo?

—No seas así —contestó Brennus—. Sólo estoy siendo amable.

—No necesitamos amigos. —El soldado más corpulento, una especie de barril fornido con la nariz rota, apartó el taburete de un empujón, cuyas patas chirriaron en el suelo de piedra—. Galo bastardo.

—Eso no ha estado muy bien.

—¿Ah, no? —dijo con sorna el legionario.

Sus amigos hicieron ademán de levantarse.

—No. —De un tirón, Brennus levantó una esquina de la mesa. Las piezas de hueso, los vasos de madera y un ánfora de vino volaron por los aires y dos soldados se cayeron al suelo y maldijeron.

Romulus no esperó a ver qué pasaba a continuación. Macro había detectado la pelea y centraría su atención en ella hasta que estuviera zanjada. Se fue como una flecha hacia donde se encontraba Julia de pie, con los labios fruncidos y los brazos cruzados en un gesto de desaprobación.

—Brennus ha iniciado la pelea para darnos algo de tiempo.

—¿Cómo? —Se la veía confusa—. ¿Por qué ha hecho eso?

—Me gustas. Quería volver a hablar contigo.

—Ni siquiera me conoces, Romulus —dijo sonrojándose. Así todavía resultaba más atractiva—. No valgo nada.

—No digas eso. Eres muy guapa.

—Nadie puede quererme después de lo que Publio me ha hecho. —A Julia le temblaba la barbilla y se restregó una marca roja en el cuello. Parecía la cicatriz de una antigua quemadura.

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