La expresión del hombre delgado se volvió gélida y los dos se clavaron la mirada.
—Venga, Caelius —intervino Aufidius—. Cuanto antes te alise la frente una puta, mejor.
El pelirrojo esbozó una sonrisa forzada.
La mirada del otro seguía siendo glacial.
—Lo que necesita Caelius es que le alisen las pelotas.
La mayoría le rió la gracia.
Los équites siguieron bebiendo y charlando, pero el ambiente de compañerismo se había perdido. Al final la conversación decayó por completo. Con el alboroto que reinaba en la taberna, sólo se dieron cuenta quienes estaban en la mesa.
—¿Quién se apunta a ir al Lupanar? —Aufidius apuró la copa entre un coro de partidarios de la propuesta.
Encabezados por Caelius, el grupo se abrió camino hasta la calle, llena de surcos. A pocos pasos de la puerta había dos cuerpos boca abajo, en el suelo.
Caelius propinó una patada en el vientre al que tenía más cerca.
—Tardarán en olvidarnos.
El hombre delgado hizo una mueca de desaprobación.
No habían avanzado demasiado cuando Caelius chocó con una jovencita que caminaba a toda prisa en la oscuridad. Cayó al suelo y la cesta de carne y verduras que llevaba salió disparada.
Como llevaba unas esposas livianas en las muñecas, Caelius advirtió que era una esclava y le abofeteó la cara cuando se levantó.
—¡A ver si miras por dónde vas, zorra patosa!
La chica se cayó otra vez en el barro seco con un grito y el vestido gastado que llevaba se le levantó y dejó al descubierto unas piernas esbeltas y bien torneadas.
—No lo ha hecho a propósito, Caelius —terció Aufidius, ayudándola a levantarse.
La joven, de unos diecisiete años, era una morena de ojos azules muy guapa. Incómoda ante los nobles, inclinó la cabeza a modo de agradecimiento.
—Lo siento, amo —musitó, volviéndose para marcharse.
Caelius no pensaba permitirlo. Había visto lo atractiva que era. La agarró por el ligero vestido de lana, se lo desgarró hasta la cintura y dejó al descubierto unos pechos turgentes. La chica gritó aterrorizada y avergonzada, pero Caelius estaba fuera de sí. Le arrancó el vestido por los hombros.
Ella retrocedió e, inmediatamente, dos de los otros le cerraron el paso. Conscientes de que no podían ayudar, los guardaespaldas se quedaron discretamente en la oscuridad. Nadie ayudaría a una esclava solitaria. Desde el atardecer hasta el alba, Roma era una ciudad sin ley. Sólo los más temerarios se aventuraban a salir sin escolta. O algún esclavo al que mandaban a un recado.
—Por favor, amo —suplicó la chica con voz trémula—. No lo he hecho a propósito.
Caelius la agarró del brazo.
—Iré rápido.
Se oyó un murmullo de aprobación. El hombre delgado y Aufidius fueron los únicos que guardaron silencio.
La joven gimió atemorizada.
—Suéltala.
—¿Qué has dicho? —preguntó Caelius, incrédulo.
—Ya me has oído.
—¡Púdrete en el Hades! —Temblando de ira, Caelius dio un paso adelante—. No es más que una miserable esclava.
El hombre delgado sacó una daga de hoja larga de su toga.
—Me tienes harto. —La sujetó con despreocupación por el extremo—. Haz lo que te digo.
Caelius dirigió rápidamente la mirada hacia los guardaespaldas.
En un instante la daga estaba en posición de lanzamiento.
—Puedo atravesarte el corazón antes de que hayan dado cinco pasos.
—Tranquilízate, amigo —dijo Aufidius preocupado—. No vale la pena que nadie salga herido. —Sonrió.
—Eso depende de Caelius.
Los otros observaban el desarrollo de la discusión. Llevaba meses fraguándose y ninguno de ellos deseaba contradecir al poderoso y ambicioso noble.
Frunciendo el ceño, Caelius soltó a la chica.
El hombre delgado le hizo señas para que se le acercara.
—Disfruta del Lupanar —dijo, indicando calle abajo con autoridad.
—¿No le parece bien que dos canallas reciban una paliza y luego impide que un équite se folie a una esclava? —espetó Caelius en voz baja—. El capullo se está volviendo un blando. O loco.
—Ninguna de las dos cosas. —Aufidius negó con la cabeza—. Es demasiado astuto.
—Entonces, ¿qué le pasa?
Aufidius hizo caso omiso de la pregunta y le dio una palmada amistosa en la espalda.
—¡A beber más vino!
Caelius permitió que se lo llevaran y los demás los siguieron dócilmente, contentos de que las diferencias se hubieran zanjado sin derramamiento de sangre.
No siempre sería así.
—Hasta mañana en el Senado. —El hombre delgado se despidió de ellos.
Se quedó callado sujetando a la esclava hasta que el grupo se hubo alejado. Dos guardaespaldas esperaban en la oscuridad. La chica lo miró fijamente esperando ser liberada pero, cuando el noble le devolvió la mirada, sólo vio en ella lujuria. La agarró con más fuerza y la arrastró hacia un callejón.
Ella gimoteó, atemorizada. Era obvio qué pasaría. Lo único que había cambiado era el violador.
—Cállate o te haré daño.
Al apartar la mirada del último de sus vómitos, el équite fornido vio desaparecer a la pareja.
—Probablemente lo tuviera todo planeado para quedarse con ella —musitó—. Ese hombre no se conformará con ser cuestor.
—No tardará mucho en llegar a cónsul —se quejó Caelius. El pelirrojo no había visto la suerte que había corrido la chica.
Durante siglos, dos cónsules elegidos, con el apoyo de tribunos militares, de jueces y del Senado, gobernaban Roma cada año. Era un sistema que funcionaba bien si los implicados respetaban la ley. El par de representantes, los gobernantes efectivos de Roma, cambiaba cada doce meses. Esta ley antigua se había aprobado para impedir que los gobernantes se aferraran al poder. Pero desde la guerra civil desatada por la concesión del derecho al voto, treinta años atrás, la democracia romana había ido decayendo y los cargos importantes habían cambiado de manos menos de doce veces en una generación. Los nobles ambiciosos como Mario, Cinna y Sila habían iniciado la tendencia, obligando a un Senado debilitado a permitirles mantenerse como cónsules demasiado tiempo. Ya sólo unos cuantos privilegiados alcanzaban tal cargo, celosamente guardado por las familias más ricas y poderosas de Italia. Se necesitaba mucho empuje para llegar a cónsul por méritos propios.
—Ese capullo acabará cometiendo un error —gruñó Caelius—. Le pasa a todo el mundo. —Rezumando ira, el pelirrojo sabía que estaba demasiado borracho para ser más astuto que su enemigo. Llevándose a su compañero a rastras, se marchó al Lupanar dando tumbos.
El hombre delgado se internó en la oscuridad sujetando con fuerza a la chica por el brazo. La callejuela estaba llena de desperdicios y de piezas de cerámica rotas tiradas por los habitantes de las casas vecinas. Cuando por fin encontró un lugar adecuado, le quitó del todo el liviano vestido y la tiró al suelo. Cayó en una postura extraña que dejaba entrever un triángulo de vello oscuro en la base del vientre. Ajustándose la toga, le separó las piernas con un pie y se arrodilló. La joven gritó aterrorizada. La penetró a la fuerza y suspiró de placer.
El hombre delgado la embestía con impaciencia. Hacía tiempo que su mujer no se encontraba bien y había desatendido sus necesidades físicas. Enfrascado en ascender en su carrera política, hacía meses que no mantenía relaciones sexuales.
La chica tenía los ojos bien abiertos por el miedo.
—¡Si me vuelves a mirar te corto el pescuezo!
Ella obedeció enseguida y se tapó la boca con una mano para no gritar. Las lágrimas le brotaban silenciosamente por entre los párpados cerrados. Aquél era el destino de una esclava.
El alcanzó el orgasmo con un fuerte gemido y embistiéndola hasta el fondo.
Ella no abrió los ojos cuando él se incorporó y se ajustó la toga.
El hombre delgado bajó la mirada sonriendo satisfecho. La joven era toda una belleza a pesar de tener la cara hinchada y surcada de lágrimas. Una vez saciada su lujuria, ya podía regresar a casa. Tenía que acabar el discurso sobre el gasto público para el día siguiente. Si era bien recibido, las posibilidades de ser elegido cuestor aumentarían considerablemente. Después de servir en el sacerdocio de Júpiter y en el ejército, estaba decidido a seguir ascendiendo por el escalafón de la nobleza, el
cursus honorum
, lo más rápido posible.
Estaba convencido de que su padre se habría enorgullecido de lo lejos que había llegado su hijo único. Aunque de origen patricio, la familia no era rica. Su padre había trabajado duro muchos años en el Senado para alcanzar el rango de pretor, inferior al de cónsul, poco antes de morir.
En su juventud, los contactos de la familia, que le había abierto muchas puertas que de lo contrario hubiesen permanecido cerradas, le habían ayudado en su carrera. Los muchos años transcurridos escuchando las conversaciones de su padre con aliados políticos, observando debates en el Foro y asistiendo a banquetes de la alta sociedad también le habían servido. Se había convertido en un político consumado y un buen matrimonio había cimentado su posición social. La unión de una tía con un poderoso cónsul le habían granjeado la atención pública, pero desde la muerte de su tío durante un período de la guerra civil sus progresos se habían estancado. El mandato sangriento de Sila había resultado peligroso para cualquiera que no compartiera sus ideas. Sila, primer general que hizo marchar a los soldados en Roma, había ejecutado prácticamente a todos los que se interpusieron en su camino, con lo cual se había ganado el apodo de el Carnicero.
Gracias a su inteligencia y a su deseo de supervivencia, el hombre delgado había salido adelante en esa época. Trabajando duro, había ido tejiendo una red de amigos ricos y poderosos y ahora era un valor en alza en la arena política romana. Catón y Pompeyo Magno empezaban a prestarle atención. Marco Licinio Craso, una de las personalidades más prominentes de Roma, le había proporcionado un fuerte respaldo económico, pero el joven político también necesitaba el apoyo de hombres más modestos. Había sido una buena oportunidad para demostrar quién lideraba el grupo.
Al intimidar a Caelius, el hombre delgado había reforzado su dominio sobre sus amigos, équites de menor rango. En el camino al poder, necesitaba aliados obedientes para ascender sin problemas. La capital estaba llena de hombres que querían gobernar, pero en realidad ese cargo estaba al alcance de sólo unos pocos. Si jugaba bien sus cartas, algún día él sería uno de ellos.
Regresó al presente.
—Vete a casa antes de que te encuentre alguien menos clemente.
Una expresión de incredulidad cruzó el rostro de la esclava, pero la disimuló al instante.
—Gracias, amo. —Había visto la daga y sabía que podría haberla utilizado fácilmente.
—Date prisa o acabarás en el Tíber. —La idea de matar a la chica no le atraía, pues no era un asesino a sangre fría. Se dio la vuelta y se marchó.
La chica esperó a que la noche engullera todos los sonidos. Sujetándose el vestido rasgado, corrió por las calles oscuras hacia la casa de su amo. Teniendo en cuenta que llegaba tarde y sin la cesta de comida, el recibimiento de Gemellus sería incluso peor de lo que acababa de soportar. Pero no tenía ningún otro sitio adonde ir.
Nueve meses después…
El comerciante abrió la puerta sin llamar y entró en la pequeña habitación con el rostro perlado de sudor. Observó al bebé dormido en la cuna.
Velvinna, que amamantaba al otro mellizo, miró a su amo con una mezcla de terror y odio.
—¡Más bocas que alimentar! Por lo menos ésta es una niña —dijo Gemellus frunciendo el ceño—. Si tengo suerte, se parecerá a ti. La venderé a un burdel dentro de unos años.
Se volvió hacia Velvinna. La joven madre contrajo el rostro ante tal perspectiva.
—Quiero que vuelvas a la cocina mañana. ¡Dos días de descanso son más que suficientes!
A Velvinna no le quedaba más remedio que obedecer. Aunque estaba exhausta después del largo parto, tendría que encender el horno y limpiar el suelo. Los otros esclavos la ayudarían en lo posible.
—Cumple con tu trabajo —la amenazó Gemellus— o los dejaré a los dos en el estercolero.
Los ciudadanos más pobres eran los únicos que dejaban morir a los recién nacidos en el estercolero comunitario. Velvinna sujetó con tuerza a su bebé.
—¡Lo haré, amo!
—Bien. —Gemellus se inclinó hacia delante y le pellizcó el pecho—. Esta noche te vendré a ver —gruñó—. Más vale que estos mocosos no lloren.
Se mordió el labio hasta que le salió sangre para reprimir el instinto de protestar.
El comerciante dedicó una mirada lasciva a Velvinna desde el umbral de la puerta antes de irse.
Ella miró a su bebé varón.
—Come, mi pequeño Romulus —susurró. Sus mellizos no tendrían amuletos de oro, ni ninguna ceremonia para darles nombre a los nueve días de edad. Eran esclavos como ella, no ciudadanos. Lo único que tenía para alimentarlos era su leche—. Así crecerás fuerte y sano.
«Algún día podrás matar a Gemellus. Y al delgado.»
Norte de Italia, 70 a.C.
La Vinalia Rustica había llegado y pasado y Tarquinius todavía no había tenido la oportunidad de salir del latifundio para visitar a Olenus. Normalmente disfrutaba con el festival anual para celebrar la cosecha, un desenfreno de varios días de duración. Aquel año había sido distinto en varios sentidos. Se habían consumido grandes cantidades de vino y comida, pero Caelius se había asegurado de que las celebraciones no se salieran de madre. Tal como había predicho Dexter, no hubo carne para los trabajadores. El noble no desperdiciaba un solo sestercio si podía evitarlo. Y Tarquinius estaba cada vez más impaciente. Necesitaba desesperadamente hablar con el arúspice sobre la visión que había tenido, que se le había repetido varias veces. Pero no osaba marcharse sin permiso porque el vílico estaba al corriente de su deseo de subir a la montaña. La especialidad de Dexter consistía en castigar a los trabajadores que desobedecían las normas de Caelius. No era extraño que los hombres murieran por culpa de las heridas infligidas.
Unas dos semanas después de haber hablado con el capataz, una mañana temprano, el joven etrusco fue llamado al despacho enlosado de piedra de Caelius. Tarquinius estaba encantado. La situación empezaba a cobrar vida de nuevo. Seguía sintiéndose intimidado en presencia del duro romano. Tarquinius aborrecía al dueño de la finca, aunque no supiera por qué exactamente, y el sueño no había hecho sino reforzar tal sentimiento.