Corrieron un buen rato, azuzados por el sentimiento de culpa y la rabia. Ninguno de los dos habló y apenas pararon para descansar. Cuando estaban cerca del poblado, Brennus por fin aminoró la marcha y se detuvieron. Hasta los perros parecieron agradecer la oportunidad para descansar. Pero su primo seguía corriendo.
—¡Brac, para!
—¿Por qué? ¡Quizás estén todavía luchando!
—¿Y llegar exhaustos? ¿De qué narices iba a servirnos eso? —Brennus respiró hondo para tranquilizarse—. A un combate siempre hay que ir preparado.
Brac regresó a regañadientes donde estaba el hombretón, comprobando el filo del extremo de una lanza.
—Esto puede con un jabalí —dijo Brennus enseñando los dientes como un salvaje—. Debería poder matar a uno o dos cabrones romanos.
Brac escupió en el suelo en señal de acuerdo y comprobó que todas las puntas de lanza estuvieran bien sujetas. Acto seguido, alzó la vista.
—¿Preparado, primo?
Brennus asintió, orgulloso. En momentos como ése era cuando un guerrero sabía en quién podía confiar. Pero se le estaba formando un nudo en la garganta. Aunque le preocupaba enormemente la seguridad de su familia, Brennus también deseaba proteger a Brac del peligro. Igual que Conall había hecho por él.
Avanzaron al trote, atentos a cuanto los rodeaba, recelando de una posible emboscada. Puesto que seguían senderos que los dos conocían, pronto llegaron a la linde de la arboleda. Era obvio que algo no iba bien. El verano era una época de mucho ajetreo y aun así no había nadie cazando ni recogiendo troncos caídos, ni niños jugando a la sombra.
La escena que recibió a Brennus le perseguiría para siempre. Más allá de las franjas de cultivos que se extendían hasta el bosque, el poblado ardía. Los techos de paja despedían densas espirales de humo. El aire les traía los gritos.
Miles de legionarios rodeaban la empalizada defensiva de madera que siempre había protegido a los alóbroges. Los invasores vestían cota de malla y túnica castaño rojizo hasta el muslo. Iban provistos de un pesado escudo rectangular con tachones metálicos, pilo de púas, espada corta para apuñalar, casco de bronce con orejeras y gorguera. Brennus conocía y detestaba cada uno de los elementos distintivos del atuendo de los soldados romanos.
Detrás de las cohortes de filas cerradas se encontraban las ballestas, enormes catapultas de madera que habían lanzado proyectiles por encima de las murallas. Los trompetas de la retaguardia obedecían órdenes de los oficiales de mayor rango vestidos de rojo, emitiendo salvas en
staccato
con las bocinas para dirigir el ataque. Todos los hombres sabían su cometido, todas las secuencias estaban planeadas y sólo había un resultado posible.
Cuan distinto del caos valeroso y desorganizado de las acciones de guerra galas.
El profundo foso que circundaba la empalizada ya estaba lleno de madera en numerosos puntos. Las escaleras largas apoyadas contra las murallas permitían el ascenso en masa de los invasores. Más legionarios embestían con un ariete las puertas de entrada. Por aquí y por allá una silueta ocasional lanzaba flechas desde el pasadizo, pero las almenas estaban prácticamente vacías.
—¡No hay resistencia!
—Los guerreros no pueden haber huido —dijo Brac, pálido.
Brennus negó con la cabeza al tiempo que se estremecía.
La falta de oposición sólo significaba una cosa: Caradoc y los hombres habían sido derrotados y las mujeres y los ancianos eran los únicos que defendían el pueblo.
No había ninguna posibilidad de salvar a Liath y al bebé. Brennus sintió náuseas y se mordió el labio hasta notar el sabor salado de la sangre. El dolor le invadía y le impedía cargar hacia delante a ciegas. «Tú no. Muchos otros.»
Ultan había predicho el ataque y de todos modos lo había enviado a cazar.
—¡Vamos! —Brac también estaba preparado para abandonar la protección que ofrecían los árboles.
Una mano gigantesca le agarró del brazo.
—Es demasiado tarde. —Brennus frunció el ceño mirando el cielo—. Hemos vuelto un día antes. Los dioses quisieron que estuviéramos en la montaña, no aquí. Ultan me advirtió.
—¿El druida? Está loco. ¡No podemos quedarnos aquí a mirar!
—Están todos muertos.
—¿Y tu esposa, Brennus?
Apretó los dientes.
—Liath se quitará la vida y matará al bebé antes de que un romano les ponga las manos encima.
Brac lo miró, completamente perplejo.
—Cobarde.
Brennus le cruzó la cara de un bofetón.
—¿Nosotros dos contra miles de romanos?
Brac se quedó callado mientras las lágrimas le caían por las mejillas.
El hombretón se puso en pie e intentó pensar.
—Escúchame si quieres vivir.
Brac contempló el asentamiento en llamas.
—¿Para qué vivir después de esto? —preguntó con apatía.
Brennus advirtió la angustia en el rostro de su primo. La misma que desfiguraba el suyo. La madre y las hermanas de Brac también estaban condenadas y se estremeció en un intento por apartar de su mente la suerte que corrían. Aparte de Liath y el bebé, era la única familia que tenía en el mundo. Consiguió evocar la expresión de Ultan el último día. ¿Había sido de tristeza? No estaba seguro. Lo que quedaba claro ahora era que los alóbroges emprenderían un viaje a la otra orilla. Pero, según el druida, aquél no era su camino.
¿Por qué se había negado Ultan a hablar con Caradoc y había guardado silencio sobre el ataque? Sólo cabía una respuesta. El mensaje del druida debió de proceder de los dioses. No tenía más remedio que creerlo o se volvería loco.
—Volvamos adonde hemos dejado la carne. Nos llevaremos la suficiente para un mes. Luego atravesaremos las montañas y nos uniremos a los helvecios. Son una tribu fuerte y no son amigos de Roma.
—Pero nuestro pueblo… —empezó a decir Brac sin mucho entusiasmo.
—¡Los alóbroges están acabados! —declaró Brennus, haciendo de tripas corazón. Nunca se había imaginado que terminaría así—. Ultan me dijo que emprendería un largo viaje a un lugar al que ninguno de nosotros había llegado. —Sólo le quedaban unos instantes para convencer a Brac antes de que los vieran—. Debía de referirse a esto.
Secándose las lágrimas, Brac tragó saliva y contempló el poblado una vez más. Mientras lo observaban, el techo de la casa comunal se vino abajo y despidió una lluvia de chispas y llamas. Los legionarios situados al otro lado de la muralla lo celebraron.
El fin estaba cerca.
Brac asintió, muestra fehaciente de la confianza que tenía en su primo.
Brennus empujó al joven por la espalda.
—Vamos. Así los alóbroges perdurarán.
Los guerreros se dieron la vuelta para marcharse, seguidos de cerca por los perros. No habían recorrido más que unos pasos cuando Brac se detuvo.
—¿Qué pasa? —susurró Brennus—. No hay tiempo que perder.
Brac parecía asombrado. Un fino reguero de sangre le salía por la boca y cayó de rodillas. Tenía clavada en la espalda una jabalina romana.
—¡No! —El hombretón corrió hacia Brac y se puso a maldecir al ver a los legionarios que se habían deslizado sigilosamente sin ser vistos. Eran por lo menos veinte, muchos más de los que podía matar solo.
Le embargó el dolor. Se había acabado la huida.
—Lo siento. —Brac soltó un grito ahogado por el esfuerzo que le costaba hablar.
—¿Por qué? —Brennus partió el pilo en dos y colocó a Brac de costado con cuidado.
—Por no correr tan rápido como tú. Por no hacerte el suficiente caso. —El joven tenía el rostro ceniciento. No le quedaba mucho.
—No tienes por qué disculparte, valiente primo —dijo Brennus con ternura apretándole la mano—. Descansa aquí un poco. Al final resulta que tengo que matar a unos cuantos cabrones romanos.
Brac asintió débilmente.
A Brennus se le hizo un nudo en la garganta, pero la ira superó el dolor y le recorrió las venas. Agarró el brazo de Brac para despedirse y se levantó.
El druida se había equivocado. Él también moriría ese día. ¿Qué motivos tenía para seguir viviendo?
Se oyó una ráfaga de aire cuando las jabalinas pasaron zumbando junto a él y acabaron clavándose en los árboles con un golpe seco y sordo. Uno de los perros se desplomó, aullando de dolor, con una larga vara de metal que le sobresalía del vientre. Sin saber muy bien qué hacer, el otro estaba quieto con el rabo entre las piernas.
Muchos legionarios estaban a veinte pasos y corrían a toda velocidad.
—¡Hijos de mala madre! —Brennus extrajo una flecha y la colocó en la cuerda antes de tensarla al máximo. La disparó sin mirar siquiera al soldado más cercano, sabiendo que alcanzaría a su objetivo en la garganta. Las siguientes tres flechas del galo también alcanzaron su objetivo. Para entonces los romanos estaban tan cerca que tuvo que dejar el arco y empuñar una lanza. Mientras los enemigos le rodeaban, con los escudos curvos levantados y las espadas listas, Brennus se dejó embargar por la cólera de la batalla. Se olvidó por completo de emprender un largo viaje.
Por su culpa, su esposa y su hijo habían muerto solos. Por su culpa, Brac estaba muerto. Le había fallado a todo el mundo y lo único que quería ya era matar a los romanos.
—¡Cabrones! —Había aprendido un poco del latín macarrónico que hablaban los comerciantes que pasaban por allí cada año—. ¡Venga! ¿Quién es el próximo?
Arrojó la lanza sin esperar respuesta. La pesada asta perforó un escudo con facilidad, lo cual hizo que los eslabones de la cota de malla atravesaran el pecho del soldado. El hombre se desplomó sin emitir ningún sonido, sangrando por la boca. Brennus se agachó rápidamente, recogió el arma de Brac y repitió lo que acababa de hacer con otro romano.
—Ahora sólo te queda una daga, escoria gala. —Un oficial vestido de rojo que dirigía a los legionarios hizo un gesto enfurecido—. ¡Apresadlo!
Sus hombres alzaron los escudos, cerraron filas y pisotearon los cadáveres.
Brennus profirió un grito de rabia y embistió. Todo su pueblo acababa de ser aniquilado en un enfrentamiento corto y brutal. Estaba a punto de morir, quería morir. Cualquier cosa con tal de acabar con el dolor.
Le arrancó el escudo al hombre que tenía más cerca y lo puso en horizontal. Giró rápidamente en círculo y derribó a varios enemigos. En plena confusión, Brennus se colocó de un salto encima del legionario al que acababa de arrebatarle el escudo. Con un brutal golpe descendente, decapitó al hombre con el borde de metal. Las pantorrillas le sangraban cuando recogió un
gladius
del suelo. Su dueño no volvería a necesitar un arma. Calculando el equilibrio, balanceó la hoja de filo recto y deseó que hubiera sido una espada larga.
Armado, Brennus tenía un aspecto incluso más intimidatorio. Como no querían una muerte segura, los trece romanos restantes se quedaron atrás.
—¡Apresadlo, idiotas! —gritó el oficial. El penacho de crin del casco le temblaba de indignación—. ¡Seis meses de paga para el hombre que lo aprese con vida!
Azuzados por la recompensa, se le acercaron formando un apretado círculo con los escudos unidos. El galo mató a tres legionarios más cuando los tuvo a su alcance, pero al final recibió en la nuca el golpe de la empuñadura de una espada. Tropezó y aprovechó para asestar una puñalada mortífera en la ingle a otro enemigo mientras caía.
Cayó sobre él una lluvia de golpes.
Brennus aterrizó en el suelo ensangrentado, semiinconsciente y con el torso lleno de heridas leves.
—¡Gracias a Júpiter que la mayoría de los galos no son como este toro! —El oficial sonrió con desdén—. De lo contrario, vosotros, que sois unos gallinas, nunca los habríais conquistado.
Los hombres se sonrojaron avergonzados, pero ninguno replicó. Su superior podía infligirles un terrible castigo si le respondían.
Conmocionado y confundido, Brennus seguía intentando luchar a la desesperada. Se esforzó para levantarse, pero había agotado todas sus fuerzas. Oyó que el centurión volvía a hablar a través de una neblina roja.
—Atadle de brazos y piernas. Llevadlo al cirujano.
Avivado por la ira, uno de los soldados se armó de valor para hablar.
—Matemos a este cabrón, señor. Se ha cargado a once de los nuestros.
—¡Imbécil! El gobernador Pomptino quiere el máximo número de esclavos posible. Este valdrá su peso en oro como gladiador en Roma. Mucho más que vosotros, que sois una escoria miserable.
Brennus cerró los ojos y dejó que le envolviese la oscuridad.
Cinco años después… Roma, primavera del 56 a.C.
Lupanar, su burdel preferido. Dijo al contable que se ausentaría por lo menos un día.
Al enterarse de que el amo se había marchado, Romulus corrió inmediatamente al encuentro de Juba, espada de madera en mano. El nubio escuchó la historia con atención y asintió con la cabeza al oír el nombre de Espartaco. Arqueó las cejas sorprendido cuando se enteró de que Pertinax había luchado con el rebelde tracio.
—Yo hubiera seguido a Espartaco si hubiera tenido edad suficiente —declaró Romulus con vehemencia. Había nacido un año después del fin del levantamiento de los esclavos.
Juba se dio un golpecito en el pecho, que significaba que estaba de acuerdo.
—¡Enséñame más movimientos! Tengo que aprender a luchar como un gladiador.
El nubio sonrió y se desplazó hacia el vestíbulo. Cuando estuvo seguro de que Romulus le prestaba atención, Juba se puso de lado para no ser un objetivo tan fácil, sosteniendo la espada justo por encima de la cintura y el escudo a la altura del pecho. Indicó a Romulus que hiciera lo mismo. Se colocaron el uno junto al otro y repitieron las mismas acciones hasta que Juba se quedó satisfecho.
—Protegerse con el escudo. Lanzar una estocada. Retroceder un paso —musitó el muchacho—. Protegerse con el escudo. Lanzar una estocada. Retroceder un paso.
Acto seguido, Juba le tendió el escudo. Romulus introdujo el brazo izquierdo en los suaves asideros de cuero y calibró el peso del elemento protector, con el que no estaba familiarizado. El nubio le enseñó a protegerse el pecho y la cara al tiempo que mantenía el arma preparada para atacar cuando se presentara la ocasión.
Al cabo de unos instantes empezaron a entrenar con movimientos lentos. Juba se encargó de no golpear demasiado fuerte la espada de madera de Romulus con la suya de hierro. El choque de las armas resonó en el vestíbulo y enseguida apareció Fabiola para mirar.