—¿Y pues, qué? —Alarmado por el repentino interés del capataz, Tarquinius fingió sorpresa.
—¿El hechicero loco come carne todos los días?
—Sólo si encuentra un cordero o un cabrito muerto. —A Tarquinius se le hacía la boca agua. Había comido carne recién asada con Olenus infinidad de veces—. No en otros casos. El amo no lo permitiría.
—¡El amo! —se burló Dexter—. Caelius no tiene ni idea de cuántas ovejas y cabras hay ahí arriba. Ha dicho muchas veces que ocho corderos por cada diez ovejas al año es suficiente.
—Es poco rendimiento —añadió Maurus maliciosamente.
—Olenus es el único dispuesto a conducir al rebaño hasta la cumbre. —Sulinus hizo la señal para ahuyentar el mal—. Hay demasiados espíritus y animales salvajes por esas ciudades de los muertos. —El hombre adoptó una expresión temerosa.
Las calles de tumbas en los cementerios cercanos a las ruinas de Falerii eran un recordatorio tangible de la historia de la zona, y pocos de los residentes en los latifundios se atrevían a acercarse, ni siquiera de día. La montaña entera era famosa por las tormentas repentinas, las manadas de lobos y las inclemencias del tiempo; un lugar que todavía frecuentaban los dioses etruscos.
—Por eso Caelius lo deja tranquilo. —Tarquinius quería cambiar de tema de conversación porque tenía muy presente la pesadilla—. Esa parte está casi acabada. —Señaló el campo—. Podríamos tenerlo agavillado al atardecer.
Dexter se sorprendió. Normalmente había que amenazar a los hombres para que se pusieran en marcha tras un descanso. Se echó al coleto otro vaso de agua.
—A trabajar, chicos. No me obliguéis a usar esto —farfulló, dando un golpecito al látigo que llevaba en el cinturón.
Los trabajadores recorrieron fatigosamente la zona de rastrojos hasta el trigo que quedaba por segar; algunos dedicaban miradas de resentimiento a Tarquinius. Pero ninguno osó contradecir la voluntad de hierro del capataz. O su látigo. La misión de Dexter consistía en mantener a raya a todo el mundo y lo conseguía empleando la fuerza bruta.
Fulvia esperó a que los demás se alejaran un poco antes de tenderle el paquetito con una sonrisa maliciosa.
—Gracias, madre. —Le dio un beso en la frente.
—Que los dioses te bendigan —dijo Fulvia, orgullosa.
—¿Dexter? —En cuanto su madre hizo virar la carreta, Tarquinius corrió al encuentro del fornido vílico—. Toma un poco de queso de cabra. Es muy sabroso.
—¡Trae para acá! —Dexter tendió los brazos con avidez. Probó un trozo y sonrió—. Felicita a Fulvia. ¿Dónde lo ha conseguido?
—Tiene sus métodos. —Todo el mundo sabía que los trabajadores de la cocina conseguían alimentos con los que los demás soñaban—. Esperaba…
—¿Acabar hoy temprano? —Dexter se carcajeó—. Para eso hace falta algo más que un trozo de queso. Caelius me cortaría las pelotas si te pillara zafándote otra vez.
—No es eso. —Tarquinius se arriesgaba a recibir una paliza por decir una impertinencia, pero la mirada que había visto en el rostro de Dexter le tenía preocupado—. Esperaba que me dijeras si el señor tiene planeado algo. Para Olenus.
Dexter achicó los ojos.
El arúspice hacía tiempo que vivía al margen de la vida de la finca, tolerado tan sólo por sus habilidades con los animales y porque vivía aislado. Al igual que la mayoría de los romanos, Caelius estaba absolutamente en contra de quienes practicaban ritos etruscos antiguos, y Dexter no se diferenciaba de él en ese sentido.
Tarquinius presintió que el capataz sabía algo.
Ninguno de los dos habló durante varios minutos.
—Consígueme un poco de carne y me lo pensaré —respondió Dexter—. Ahora, vuelve al trabajo.
Tarquinius obedeció. En cuanto cosecharan el trigo, se ofrecería para cazar lobos. Como sabía que los depredadores habían estado diezmando rebaños en las laderas más bajas durante el verano, era posible que Caelius le permitiera marchar antes de la vendimia y la recogida de las aceitunas.
Una vez en las montañas, le resultaría fácil matar un cordero para Dexter. No sabía a ciencia cierta si el capataz cumpliría su parte del trato, pero no tenía otra forma de enterarse de los planes de Caelius. Después de pasar años recibiendo las enseñanzas de Olenus, Tarquinius tenía los sentidos muy agudizados. Su sueño había precedido al interrogatorio de Dexter y estaba convencido de que estaba a punto de sucederle algo al arúspice.
—¡Esfuérzate más! —Dexter hizo restallar el látigo—. Tú eres quien ha querido volver antes al trabajo.
Tarquinius asió un haz de trigo con la mano izquierda para que no se moviera antes de segarlo con la hoz. Con un hábil movimiento, se agachó y cortó los tallos maduros a ras del suelo, los dejó detrás de sí, se volvió y asió otro puñado. Los hombres que le flanqueaban por ambos lados ejecutaban el mismo movimiento rítmico e iban avanzando por el sembrado. Se trataba de una labor que los etruscos llevaban realizando cientos de años en época de cosecha, y eso tranquilizó a Tarquinius mientras trabajaba y se imaginaba a sus antepasados antes de la llegada de los invasores romanos.
Roma, 70 a.C.
Cerca del Foro, siete jóvenes nobles caminaban a trompicones por un callejón polvoriento. Llevaban la costosa toga blanca manchada de vino porque llevaban demasiado tiempo bebiendo. Ese día habían visitado la mitad de las tabernas de las siete colinas. Los hombres hablaban a voz en cuello, con arrogancia, sin preocuparse de quién pudiera oírlos. Los esclavos, armados con porras y puñales, caminaban detrás de ellos, antorcha en mano.
Sonó una maldición cuando una silueta corpulenta tropezó y se dio contra la pared de una casa. Se dobló en dos y vomitó justo al lado de sus sandalias de cuero.
—¡Venga! —gritó divertido un hombre delgado y bien afeitado de nariz aguileña y pelo corto—. ¡Nos quedan muchas más horas para beber!
De repente se abrió una contraventana.
—¡Haz eso en otro sitio, cabrón!
Mientras se limpiaba el vómito de los labios, el fornido noble alzó la vista hacia la oscuridad.
—Soy équite de la República.
[5]
Vomito donde me da la gana. ¡Ahora lárgate si no quieres recibir una buena paliza!
Intimidado por el estatus del hombre y por sus guardaespaldas, el ocupante de la vivienda se retiró rápidamente.
Los borrachos se partieron de risa.
Había que ser imprudente para meterse con un grupo de nobles. Se suponía que todos los ciudadanos eran iguales pero, en realidad, Roma estaba gobernada por una élite de senadores, équites y ricos terratenientes. Las familias de la aristocracia formaban un círculo en el que era prácticamente imposible entrar, salvo que se contase con una riqueza considerable. Unas cuantas personas de aquel grupo privilegiado controlaban el destino de la República.
El hombre fornido volvió a vomitar.
—Dichosos plebeyos —dijo, al tiempo que posaba una mano rechoncha en el hombro de su compañero—. Tómatelo con calma, amigo. Las piernas no me responden demasiado bien.
—La plebe no sirve para gran cosa —convino su compañero—. Aparte de para los trabajos manuales y el ejército.
La mayoría de sus compañeros sonrieron, pero el pelirrojo bajo y robusto que iba en cabeza habló con impaciencia.
—¡Moveos! ¡Todavía no hemos llegado al Lupanar!
Los nobles se animaron al oír el nombre del burdel más famoso de Roma. Sus especialidades eran conocidas en toda Italia. Hasta los más borrachos mostraron interés.
—No estás contento hasta haber echado un polvo, ¿eh, Caelius? —repuso el hombre delgado, con cierto deje de embriaguez en la voz.
—La mejor casa de putas de la ciudad. Deberías probarla algún día. —Caelius se frotó las manos impaciente—. No existe lugar mejor para encontrar mujeres hermosas después de una buena trompa.
—Parece ser que ha entrado una nueva remesa de esclavas alemanas. —El noble corpulento carraspeó—. ¡Pero antes necesito más vino!
—¡Y luego a la casa de putas! —Caelius le dio una palmada en el brazo.
—¡Si es que se me levanta!
—¡Y a mí! —El mayor del grupo, que tenía cuarenta y cinco años, se echó a reír.
—¿Vienes? ¿O acaso tu esposa te necesita en casa?
El hombre delgado sonrió sin resentimiento. Había oído la pulla muchas veces. En parte se debía a los celos que sentían del buen linaje de su mujer y, en parte, a su devoción por ella. Pero los comentarios de un borracho no le disgustaban lo más mínimo. El noble era conocido por su comedimiento y compostura, y no pensaba echar por tierra tal imagen.
—Si las mujeres fueran de verdad tan guapas, quizás estuviera tentado. ¡Pero lo más probable es que sean unas arpías sifilíticas!
Los demás se echaron a reír, ansiosos por complacer a su poderoso amigo. Era un político que había sobrevivido a las sangrientas purgas de Sila, sucesor de los primeros codictadores de Roma: Cinna y Mario. A pesar de las numerosas amenazas, se había negado a divorciarse de su esposa, hija de un enemigo de Sila. Tras meses de súplicas por parte de la familia del hombre delgado y sus partidarios, Sila había revocado su pena de muerte. La predicción del dictador de que acabaría derrocando a la nobleza de Roma había caído en el olvido, y el ambicioso équite era ahora uno de los jóvenes más prominentes de la esfera pública.
—Pues entonces sodomiza a uno de los chicos —le espetó Caelius—. Déjanos las mujeres a nosotros.
El noble se frotó la nariz aguileña.
—Pensaba que estaban todos en tu casa.
Caelius cerró los puños.
—Dejadlo ya. Aquí
somos
todos amigos —intervino Aufidius, con el semblante serio a pesar de su talante normalmente jovial. Era un hombre rechoncho que caía bien a todo el mundo por su carácter afable.
El hombre delgado, siempre en su sitio, se encogió de hombros.
—No tengo ganas de discutir.
—¿Y tú qué dices, Caelius? ¿Nos olvidamos de esta disputa?
El pelirrojo asintió mordiéndose el labio con fuerza.
—Muy bien.
Lo dijo con poca convicción, pero a Aufidius, que se dirigió al grupo, le bastó.
—¿Dónde está la siguiente taberna?
—Enfrente del Foro, detrás del templo de Castor. —El fornido équite siguió adelante—. Seguidme.
Poco después estaban todos sentados a la mesa de una taberna de muros de piedra, cuyo ambiente apestaba a vino barato y sudor. En unos soportes parpadeaban unas antorchas de junco que ennegrecían las paredes, proyectando sombras largas y danzarinas. Se trataba de la típica taberna, con una sala en la planta baja y tres o cuatro plantas encima de viviendas. Las conversaciones se mantenían a gritos. En algunas mesas jugaban a los dados y en otras los hombres echaban pulsos por dinero.
A pesar del séquito de guardaespaldas, la mayoría de los recién llegados se sintieron incómodos. Aquello no tenía nada que ver con los abrevaderos que frecuentaban. Poco habituados a mezclarse con los nobles, muchos clientes también los miraban con recelo.
—¿Qué estáis mirando? —gruñó Caelius.
Los bebedores más cercanos desviaron la mirada.
Con una sonrisa maliciosa, Caelius movió la cabeza y los esclavos más fornidos se colocaron rápidamente detrás de los ciudadanos curiosos. Cuando volvió a asentir, agarraron a dos y los echaron fuera mientras el resto montaba guardia en la entrada. Los amigos de los hombres se quedaron sentados, impotentes, oyendo los gritos procedentes del exterior. Hasta el imponente portero mantuvo la boca cerrada.
—Así no harás amigos, Caelius —comentó el hombre delgado.
—¿Quién necesita la amistad de la chusma?
—Atiza a los plebeyos cuando haga falta. —Miró hacia la puerta—. De lo contrario, déjalos en paz.
—Tú siempre vas de listo, ¿verdad?
—Estos hombres no son esclavos.
—Los équites podemos hacer lo que nos plazca.
—Si quieres que te apoyen para un cargo en el Senado, sigue comportándote así.
Caelius hizo una mueca pero no respondió.
—Nosotros los équites somos las personas más poderosas del Estado más poderoso del mundo. Esos hombres ya lo saben, Caelius. Gobiérnalos haciendo que te respeten, no que te teman.
Otros hombres asintieron para mostrar su acuerdo, pero el pelirrojo frunció el ceño.
—¿No hay otro sitio mejor por aquí? —Aufidius bajó la voz ligeramente—. Este lugar es una mierda.
La mayoría se volvió hacia Caelius, el experto en burdeles por decisión propia.
—He tomado mejor meado de caballo en otros sitios y encima la clientela es barriobajera. Pero está muy cerca del Lupanar —dijo Caelius, contento de volver a ser el centro de atención. Apuró el vaso—. Tomemos unas cuantas copas aquí. Luego nos iremos a cepillar a unas cuantas putas rubias.
Todos asintieron, a excepción del hombre delgado.
—Yo me voy a casa desde aquí.
—¿Cómo? ¿Nos dejas plantados? —El fornido équite volvió a llenar el vaso de su amigo y vertió un poco de vino cuando lo empujó a lo largo de la mesa.
—Tengo que preparar el debate de mañana en el Senado.
—¡La genialidad fluye mejor tras una noche montando! —Aufidius hizo un gesto obsceno que provocó un torrente de carcajadas.
—El año que viene quiero ser cuestor,
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amigo. Tal cargo no se consigue así como así. —Como ayudante de los magistrados más veteranos, el hombre delgado tendría la oportunidad de aprender mucho sobre los entresijos del sistema legal de la República, e incluso gestionar parte de las finanzas públicas. Sería una experiencia política valiosa que lo prepararía para el siguiente escalafón: la pretoria.
—Por los huevos de Júpiter, ¿quieres hacer el favor de animarte? —se burló Caelius, consciente de que, sin un valedor poderoso, él no tenía posibilidades de que le eligieran para aquel cargo.
—Tiene razón —reconoció Aufidius—. Cuando estés en la magistratura, no disfrutarás de demasiadas noches como ésta.
—Ya lo sé.
—¡Entonces quédate con nosotros!
—Prefiero decidirme por el camino de la República. Podéis pasaros la noche de juerga.
—No eres el único que tiene un trabajo importante.
—Disculpadme —se apresuró a decir—. No pretendía ofenderos.
—¿Ah, no? —Caelius agarró el borde de la mesa con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Todavía no eres cuestor. ¡Sigues siendo un équite como nosotros! ¡Gilipollas arrogante!