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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (51 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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La joven alzó la vista y miró enfurecida a la panadera. Apenas podía creer lo que estaba escuchando. Aquélla era una forma de pensar muy común entre los hombres, pero por lo general las mujeres solían apoyarse entre ellas. El frío desprecio con el que le hablaba la panadera era tan doloroso que sintió ganas de saltar por encima del mostrador y arrancarle el pelo a puñados. Había algo más en los ojos de aquella persona, una mirada que había identificado antes. Eran los ojos de quien siente que ha dejado más camino detrás del que tiene por delante, de quien ha quemado todas sus ilusiones. Esa clase de personas disfruta descargando su amargura sobre los más jóvenes. Sin duda la extraordinaria belleza de Clara y la envidia le servían de acicate.

—Vos también sois una mujer —fue todo lo que acertó a decir.

—Pero nadie se envenena con mi pan. No sé si pasaría lo mismo con tus hierbas. ¿Cómo puedo saber si me das casia o milenrama? No quiero que te equivoques con un remedio que vaya a darle a mis hijos. Los hombres son más fiables para estas cosas.

Clara comprendió a quién le recordaba la mirada amargada de la panadera. Era igual que la de su madre.

Salió del local sin decir palabra, masticando su rabia, volviendo al bullicio de la calle abarrotada a última hora de la tarde. Los días se volvían más frescos, anunciando un otoño que llegaría despacio y sin alboroto, como era habitual en Sevilla.

Estaba tan furiosa que caminó entre la gente sin darse cuenta de por dónde iba. Cuando reparó en que seguía llevando el pan en la mano, su vista se le hizo insoportable y lo arrojó lejos de sí. Se arrepintió enseguida de lo que acababa de hacer, pero ya era demasiado tarde. Un chiquillo medio desnudo surgió de detrás de unas cajas y se lanzó sobre el pan. Iba a llevárselo a la boca cuando apareció otro niño y le golpeó en la nariz. El primer niño rompió a llorar, y su sangre salpicó el pan, pero tuvo que soltarlo finalmente. Otros críos salieron del mismo sitio y se pelearon por aquel alimento a dentelladas. En pocos instantes lo habían devorado, como animales. El primero de los muchachos se tuvo que conformar con unas migas que cayeron al suelo. La nariz le seguía sangrando mientras se las metía lastimeramente en la boca.

—Muchacho, acércate.

El niño miró a Clara con los ojos anegados de miedo, y fue a darse la vuelta corriendo, pero la joven lo agarró antes de que escapase. Siempre llevaba un cuadrado de lienzo blanco en la bolsa por si necesitaba envolver algo. Lo usó para restañar la sangre de la nariz del chico. Apoyó el índice y el pulgar sobre el caballete, comprobando que estaba firme. Al menos no estaba rota.

—Echa la cabeza hacia atrás. Así. Pronto dejarás de sangrar.

El resto de los niños habían desaparecido por un callejón cercano tan pronto como la vieron acercarse. Ella miró a aquel crío. No debía de tener más de siete u ocho años. Sus ojos eran grandes y almendrados, y estaba tan delgado que podías contarle todos los huesos del cuerpo.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—Ayer encontramos unas mondas de patata —dijo el niño, encogiéndose de hombros.

—¿Aquéllos eran tus amigos?

—Sí. Venimos aquí a oler el pan. ¿Puedo irme ya?

Suspirando, Clara echó la mano a la bolsa de nuevo y sacó su último real de plata. Era todo lo que le quedaba de las reservas de Monardes.

—Escúchame. ¿Ves esta moneda?

El chico asintió. Apenas podía apartar los ojos de ella.

—Quiero que entres a la tahona y pidas una hogaza mediana. Sabe Dios cuánto vale ahora. Cómetela allí mismo, y si sobra dinero escóndetelo bien y úsalo para comer mañana. ¿Me has comprendido?

El muchacho tomó el real de plata de la mano, casi con reverencia, y luego salió corriendo hacia la tahona sin dar las gracias ni mirar atrás.

Clara no se engañaba. Sabía que aquél había sido un gesto inútil. Aquel niño no lograría superar el invierno, pero al menos ella no había vuelto la mirada hacia otro lado. Cada vez había más niños perdidos por las calles, arrojados a la mendicidad y a la muerte por los adultos.

La joven comprendió que aquéllos se ocultaban cerca de la tahona simplemente para engañar a su estómago con el olor a pan recién hecho que salía del local. La furia con la que se habían peleado por aquella hogaza la dejó trastornada. Aquello era la auténtica necesidad, lo que se producía cuando no tienes absolutamente nada. Un relámpago de certeza la invadió cuando se dio cuenta de que ella podía acabar como aquellos chiquillos si no conseguía pronto que comenzasen a acudir clientes a su botica.

Eso, o regresar junto a Vargas.

Jamás en su vida había tenido tanto miedo ni se había sentido tan perdida

LIII

A
l día siguiente, Clara tuvo dos visitas.

Cada una, a su manera, iban a cambiar la vida de la joven, aunque ella no lo supiese. Y eran las dos personas que menos hubiese sospechado que fuesen a entrar en su botica. La primera de ellas apareció al caer la tarde, cuando Clara ya se planteaba cerrar la puerta, dar otro día más por perdido y dedicarse al huerto. Estaba leyendo una floja traducción al castellano del
Humani corporis anatomia
, del italiano Achillini. Monardes le había intentado enseñar latín y árabe, que eran las lenguas en las que estaban escritas la mayoría de los tratados de medicina, pero la joven no tenía talento para los idiomas. El médico se desesperaba, pues aunque ella era capaz de recitar de memoria medio millar de recetas distintas, en latín no pasaba de la tercera declinación.

Por fortuna los libros más importantes podían encontrarse en español, y Monardes había acabado cediendo y comprándole algunos. Liberada de la traba del idioma, Clara los había leído de cubierta a cubierta una docena de veces. Aquel tratado de anatomía era uno de sus favoritos. Tan absorta estaba en la lectura que no se dio cuenta de que alguien acababa de entrar en la tienda hasta que la visitante habló.

—Puedo asegurarte que rara vez son tan grandes.

Clara alzó la vista del libro. La página que estaba leyendo contenía una detallada ilustración de un pene humano, en estado de reposo y erecto. El texto describía cómo se pasaba de uno a otro, argumentando distintas teorías desde Aristóteles a Avicena. Ninguna de ellas hubiera servido para explicar por qué Clara se puso roja y cerró el libro de golpe, al tiempo que se ponía en pie.

El sol que entraba por la ventana de la calle dejaba a su visitante a contraluz, por lo que al principio Clara pensó que se trataba de la panadera. La mujer llevaba el rostro cubierto de un polvo blanquecino, que fue lo que engañó a la joven. Pero en un segundo vistazo comprendió que lo que había tomado por harina no era sino albayalde, la sustancia con la que las mujeres se maquillaban. Una piel pálida era sinónimo de que su poseedora no tenía que trabajar al sol, mientras que los tonos tostados como el de la joven boticaria eran indicativo de todo lo que la sociedad consideraba inferior.

Desde luego no había nada de común en aquella mujer, y Clara no pudo evitar mirarla de arriba abajo con sorpresa. Todo en su atuendo llamaba la atención, desde el prominente escote hasta el vestido, de un color verde chillón con un bordado de flores. Aunque Clara no lo había percibido al principio —pues la botica era un lugar donde los olores de los remedios fluían y pugnaban entre sí—, la mujer se había perfumado con agua de rosas. El conjunto era tan llamativo como indefinido, y se dio cuenta de que hubiera sido incapaz de precisar la edad de su visitante. Tanto podía tener veinte años como cuarenta.

El contraste de sus ropas con el sencillo vestido marrón —el único que poseía— que llevaba Clara era tan enorme que tuvo que reprimir las ganas de alisarse la falda poniendo ambas manos sobre el mostrador.

—¿Has terminado de mirar bien? —dijo la mujer con una mueca divertida.

—Lo lamento, señora —dijo Clara, avergonzada de nuevo—. No suelo recibir a mucha...

—¿Gente como yo, quieres decir? —le interrumpió la otra con frialdad.

—A gente, en general. No debería decirlo, pero vos sois mi primer cliente en las dos semanas que lleva abierta la botica. ¿En qué puedo serviros?

El tono de la visitante se suavizó un poco.

—Verás, el caso es que... en fin, no me resulta fácil decirlo, chica, y voto a tal que a la Puños no le han faltado nunca palabras.

Clara le dedicó una sonrisa comprensiva. Había visto muchas veces pasar consulta a Monardes, y ése precisamente era uno de los grandes defectos del médico. A menudo los pacientes no sabían comunicar bien sus síntomas, ya fuera porque éstos les avergonzaban o porque no eran capaces de identificarlos. Monardes, impaciente, solía hacerles multitud de preguntas, a veces desabridas, para averiguar qué era lo que tenían o creían tener. Como resultado los pacientes se ponían aún más nerviosos e incluso llegaban a marcharse indignados. El médico, que era de naturaleza orgullosa, se limitaba a encogerse de hombros cuando esto sucedía.

—Mi casa, mis normas. Ya volverán.

La mayoría de las veces era cierto, pero Clara no estaba de acuerdo con aquella manera de actuar. Alguien como la joven esclava, que vivía constantemente bajo el yugo de su condición, sabía bien que las palabras podían llegar a ser tan dolorosas como una úlcera o un hueso roto. El sufrimiento podía ser aliviado también con amabilidad. Cuando le habló de sus pensamientos al médico éste la mandó a rellenar los aljibes de muy malos modos. Pero algo debieron de calar sus palabras porque a partir de entonces Clara notó cómo intentaba moderarse con los pacientes.

—Pasad por aquí, y sentaos, por favor —le dijo Clara a su visitante.

Ésta pareció reacia al principio a cruzar la barrera que suponía el mostrador, pero acabó accediendo. Clara le acercó una silla y se sentó frente a ella.

—Estamos solas, así que podéis hablar con total libertad. Vuestro asunto es de índole... ¿íntima?

—¿Íntima? —repitió la otra, sin comprender—. Íntimo es mi negocio, sí, pero no tiene nada que ver con eso.

Aquello no era de mucha ayuda. Clara se mordisqueó la cara interior de la mejilla, buscando la manera de abordar a la visitante. Ahora entendía a Monardes mucho mejor.

—Si pudierais darme alguna indicación de lo que os ha traído hasta aquí... Podríais contarme por ejemplo vuestro nombre y ocupación.

—Me llamo Lucía, y apellido no llevo porque fui abandonada en una iglesia, pero todos me llaman la Puños. Y en cuanto a lo que me dedico no vengas con ésas, chica. ¿A santo de qué venía entonces la mirada de arriba abajo que me has echado cuando he entrado por la puerta?

—Bueno, pensé que tal vez fuerais una dama de alta cuna, o quizás... —mientras Clara hablaba, todas las piezas del rompecabezas iban cayendo en su sitio. El vestido chillón, el maquillaje, y la burda referencia a los penes, hecha con la ácida ironía de quien ha visto muchos en el ejercicio de su profesión. La joven se maldijo por no haberse dado cuenta antes, al tiempo que intentaba poner cara de circunstancias—. Oh. Ya veo.

La mujer no dejó escapar un sonido, a medio camino entre la carcajada y el asombro.

—No puedo creerlo. Vaya, te he juzgado mal, mi alma. Creí que eras una estirada como todos los demás, y resulta que eres inocente como un niño de teta. Pero mírate bien, si acabas de caerte del nido. ¿Qué diablos haces regentando un lugar como éste? A ver si me vas a confundir una margarita con un huevo frito.

A diferencia de lo que le había ocurrido con la panadera, a Clara le divirtieron las dudas de la prostituta. Tan sólo era un intento desenfadado de romper el hielo, y de paso demorar un poco lo que la había llevado hasta allí. El hecho de que alguien con una profesión que dejaba tan poco espacio a la intimidad guardase aquellas reservas le pareció admirable.

—Señora...

—No me llames señora, que se me hace muy fino. ¿Tú cómo te llamas?

—Me llamo Clara. ¿Vais a decirme ya qué os sucede?

La Puños se inclinó un poco hacia adelante y susurró algo al oído de Clara, que asintió con preocupación.

—¿Cuándo fue la última vez?

—Hace una semana, mi alma. Y ando más apretada que el jubón de un jorobado.

—Esperad un momento.

Clara fue hasta el pequeño laboratorio que había instalado en la habitación contigua y tomó un brasero, un trípode y un cacillo. Los colocó sobre el mostrador, puso agua a hervir en el recipiente y fue añadiendo ingredientes de varios tarros. Al cabo de un rato lo apartó del fuego y lo dejó reposar hasta que la mezcla tomó un color marrón verdoso. Lo vertió a través de un colador en una taza de barro y se la tendió a la Puños, que lo miró desconfiada.

—¿Qué lleva esto?

—Raíz de achicoria, uña de gato y semilla machacada de llantén. Bebedlo a pequeños sorbos, aún está caliente.

Mientras la mujer tomaba la infusión, Clara se ausentó un momento y regresó al cabo de un rato con un puñado de hojas grandes y anchas.

—¿Y eso qué, tengo que comérmelas como si fuera una vaca?

—¿Esto? No tiene importancia. Por favor, si no os importa quedaros un rato más me gustaría que charlásemos un rato. La verdad es que hace tiempo que me siento bastante sola.

La Puños se puso muy ufana al escuchar aquello, y demostró enseguida que, para cualquier asunto que quedase fuera de su dolencia presente, no le faltaban palabras. Habló a Clara de su infancia en un orfanato, del que se había escapado a los doce años. Durante el relato, Clara pudo ver al ser humano detrás del maquillaje y el vestido chillón, y comprendió que la Puños llevaba ambos como una armadura, para proteger los retazos de dignidad que le quedaban. Su historia, aunque trágica, era por desgracia demasiado común en aquellos tiempos. Sin familia ni dinero, las muchachas que no quedaban pronto protegidas por un marido o por las paredes de un convento no tenían más salida que la que había tomado la pequeña Lucía once meses después de su huida.

—Ya no podía más, de hambre y de frío. Estaba más flaca que una raspa de sardina, mi alma. Llamé a la puerta del Compás una tarde, y las chicas me acogieron. Me cuidaron hasta que estuve lo bastante fuerte para trabajar.

—¿Y no tuvisteis miedo? La primera vez que...

—¿Que me abrí de piernas? Asco sí, que al señor aquel le cantaba el pozo a sofrito de ajos. Pero no miedo. El virgo ya se me lo había llevado un fraile en el orfanato. Por eso me escapé. Mira tú, para lo que me sirvió...

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