La leyenda del ladrón

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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La leyenda del ladrón es una novela de aventuras ambientada en la Sevilla del siglo XVI, ciudad peligrosa caracterizada por la miseria, los mendigos y la rapacería moral de los comerciantes sin escrúpulos. Éste es el escenario de acción del joven Sancho de Écija, el protagonista de esta historia, un chico salvado de la peste. En su camino, se cruzarán las vidas de dos misteriosos individuos: Cervantes y Shakespeare (la novela ficciona con la posibilidad real de que ambos autores universales hubieran residido en Sevilla en 1590 y más adelante). Y el amor por la joven Clara, una esclava indiana que deberá pagar un alto precio por su libertad. Aunque del siglo XVI hay muchas cosas que se pueden trasladar a la actualidad.

Juan Gómez-Jurado

La leyenda del ladrón

ePUB v1.0

ebookofilo
 20
.09.12

Título original:
La leyenda del ladrón

Juan Gómez-Jurado, 2012.

Ilustraciones: José Torres / Alademosca

Diseño portada: Opalworks

Editor original: ebookofilo (v1.0)

ePub base v2.0

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A la memoria de José Antonio Gómez-Jurado,

que me enseñó a apreciar una buena historia

U
na manta de calor cubría la tierra. Los cascos de los caballos reverberaban en el Camino Real.

Un hombre enjuto y de rasgos afilados encabezaba el grupo, seguido por dos carros tirados por pencos grises. Dos mozos para cuidar de las bestias y tres ganapanes para cargar con los sacos de trigo iban a bordo de los vehículos. Cerraba la comitiva una recua de mulas, que tragaba estoicamente el polvo que levantaban ruedas y herraduras.

El que lideraba la marcha retorció las riendas entre los dedos. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no clavar las espuelas en los ijares del caballo y galopar hacia Écija. Estrenaba aquella jornada el cargo de comisario de abastos del rey, encargado de reunir trigo para la Grande y Felicísima Armada que Felipe II estaba preparando para invadir Inglaterra. Como antiguo soldado que era, aquel encargo llenaba al nuevo comisario de orgullo y responsabilidad. Sentía que iba a contribuir a la gloria que iba a conquistarse en los próximos meses. Si no podía sostener él mismo un mosquete —pues en una batalla librada dieciséis años antes había perdido el uso de una mano— al menos podría alimentar a quienes los empuñasen.

Tampoco sería tarea fácil. Los campesinos y terratenientes no verían con buenos ojos las requisas de grano. El comisario portaba vara alta de justicia, así como permiso para romper cerraduras y saquear los silos, sin más obligación que dejar a cambio un pagaré real. Un pedazo de papel por el fruto de sus esfuerzos no sería bien recibido por quienes doblaban el espinazo sobre la tierra, especialmente cuando era notoria la lentitud de la Corona a la hora de satisfacer las deudas en las que tan alegremente se embarcaba.

El comisario interrumpió sus pensamientos cuando el ondulante camino pedregoso reveló una casucha a tiro de piedra.

—Es la venta de Griján, señoría —dijo alguien esperanzado desde uno de los carros. El trayecto desde Sevilla hasta Écija era duro, y los hombres confiaban que se les diera la oportunidad de rascar el polvo del sendero con una jarra de vino.

El comisario hubiese continuado la marcha. Se sentía capaz de cargar un millón de sacos de trigo sobre su espalda. Le faltaba una semana para entrar en la cuarentena, pero seguía siendo un hombre mucho más fuerte de lo que daban a entender su delgadez y sus ojos vivos y tristes.

—Pararemos a descansar un rato —respondió sin volverse. Al fin y al cabo, las bestias tenían que abrevar. Bajo aquel sol ardiente hombres y mulas podían aguantar aún muchas millas, pero los caballos eran otro cantar.

El instinto le dijo enseguida que algo no marchaba bien.

No hubo perros que saludasen la llegada de la comitiva con alegres ladridos al borde del camino. Tampoco nadie asomó a la puerta de la venta atraído por el ruido de hombres, ruedas y animales. Sólo había un silencio pegajoso y perturbador.

El lugar era pequeño y miserable. Un edificio cuadrado y basto, encalado en un blanco deslucido, con un chamizo de madera por cuadra. Más allá se extendía un huerto de olivos, pero la vista del comisario no llegó tan lejos. Sus ojos se quedaron clavados en la puerta.

—¡Alto! ¡Volved a los carros!

Los hombres, que ya corrían en dirección al pozo que había a unos pasos de la venta, se quedaron plantados en el sitio. Cuando siguieron la mirada del comisario, todos ellos hicieron a la vez la señal de la cruz, como movidos por una mano invisible.

Del chamizo asomaba el brazo escuálido y desnudo de un cadáver. El rostro ennegrecido y lleno de bubas del muerto no dejaba lugar a dudas sobre la razón de su fallecimiento: era la marca inconfundible de un asesino despiadado, un terror que alimentaba las pesadillas de todo hombre, mujer y niño de aquellos tiempos.

—¡La peste! ¡Virgen Santa! —dijo uno de los ganapanes.

El comisario repitió su orden en tono imperioso y el grupo se apresuró a cumplirla, como si el mero hecho de estar en contacto con el suelo polvoriento pudiese transmitirles la enfermedad. Cinco días de terrible tormento y al final la muerte, inevitable. Eran muy pocos los que se salvaban. Iba a dar la orden de partir, cuando una voz interior se lo impidió.

«¿Y si hay alguien dentro que necesite ayuda?»

Intentando dominar su miedo, el comisario descendió del caballo. Rodeando al animal, extrajo un pañuelo de las alforjas y se lo colocó sobre el rostro, haciendo un nudo en la nuca. Había pasado largo tiempo en Argel, cautivo de los moros, y había observado que sus médicos a menudo empleaban esta medida cuando tenían que atender a alguien infectado por la plaga. Caminó hacia la casa despacio, manteniéndose tan lejos del cadáver del chamizo como le fue posible.

—¡No entréis ahí, señoría!

El comisario se detuvo en la puerta. Por un momento sintió la tentación de dar media vuelta, subir a su caballo y huir. En ese momento sería lo más sensato, pero llegaría el día en que aquellos hombres recordasen cómo su jefe se dejó llevar por el miedo. En los próximos meses iba a exigir mucho a los que le acompañaban, y no sería bueno darles motivos para perderle el respeto desde el principio.

Dio un paso al frente.

Uno de los ganapanes empezó un padrenuestro en voz baja, y los otros se le unieron enseguida. Incluso las bestias se revolvieron inquietas, percibiendo el terror que embargaba a sus amos.

El comisario entrecerró los párpados al asomarse a la venta hasta que las pupilas se acostumbraron a la oscuridad del interior. Desde el umbral pudo ver una gran habitación, que debía de hacer las veces de salón, comedor y dormitorio, como en casi todas las casas pobres. Una mesa, una bancada y unos jergones de paja al fondo eran todo el mobiliario. No había piso superior, sólo una puerta lateral que llevaría con seguridad a la cocina.

A pesar de la protección del pañuelo, el lugar apestaba. Pero no a cadáver. El comisario conocía muy bien este último olor, y allí no se percibía.

Armándose de valor, dio varios pasos hacia el interior. Un grupo de ratas que le había pasado inadvertido se escurrió entre sus piernas, y se alegró de llevar gruesas botas de montar. Los jergones que había entrevisto desde la entrada se hallaban junto a una gran tinaja de aceite, sin duda el fruto del pequeño huerto de olivos. Eran dos camastros, uno de ellos ocupado.

Incluso en la penumbra del lugar supo que la mujer que yacía en el primero estaba más allá de toda ayuda. Los ojos amarillentos, fijos en el techo, estaban recubiertos de una fina nube. Debía de llevar muerta apenas un par de horas.

Sentado en el suelo, prendido a la mano derecha del cadáver, había un niño moreno y delgado. El parecido entre ambos era evidente, y el comisario dedujo que sería el hijo. Por la forma en la que se aferraba a su madre no debía de saber aún que había muerto.

«Se ha quedado aquí, junto a ella, para cuidarla», pensó el comisario, observando un cuenco con agua y una bacina en el suelo, cerca del niño. El infierno que debía de haber pasado, las cosas que debía de haberse visto obligado a hacer en las últimas horas de su madre hubiesen hecho huir a cualquiera. Sintió un estremecimiento de orgullo por la valentía del niño.

—¿Puedes oírme, muchacho?

El niño no respondió. Respiraba trabajosamente, pero de manera regular, y tenía los ojos cerrados. Como la difunta, también estaba infectado de peste, pero las bubas no se habían cebado con su rostro. Tan sólo tenía unas cuantas en el lado derecho del cuello, y éstas no eran compactas y negruzcas, sino que se habían abierto y segregaban un pus amarillento y maloliente. El comisario sabía muy bien lo que significaba aquello.

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