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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (4 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—¡Ya te tengo!

El muchacho notó como los dedos del guardia le rozaban la camisa, pero la mano enguantada no llegó a aferrarse a la tela y se zafó. El guardia trastabilló hacia adelante durante unos pasos, pero enseguida se puso en pie y continuó tras él.

Con los pulmones formando una hoguera dentro de su pecho y las piernas cada vez más pesadas, Sancho volvió a girar en la siguiente esquina, encontrándose con una calleja tan estrecha que hubiera podido tocar las paredes de ambos edificios con sólo extender los brazos mientras corría. En ese momento se dio cuenta de que había cometido un terrible error. Al final de la calle había una escombrera, dos veces más alta que él, formada por un irregular montón de ladrillos y enormes pedazos de yeso. El chico fue consciente de que no conseguiría saltar al otro lado a tiempo.

Asustado, volvió ligeramente la cabeza y abrió los ojos desmesuradamente. El guardia había alzado la espada y se encontraba a menos de dos metros de él. Encogiendo los hombros, Sancho esperó el golpe fatal sin dejar de correr.

La afilada hoja realizó un arco en el aire, pero justo antes de descender hacia el muchacho rozó en la pared, arrancando una lluvia de chispas amarillas. Cuando el filo golpeó a Sancho no lo hizo en el cuello, como era la intención del guardia, sino en la espalda. La esportilla que llevaba detuvo el golpe. Cayó al suelo, casi partida por la mitad.

Por el impulso del ataque, el guardia tropezó y se dio de bruces contra la pared. Sancho aprovechó para trepar por la escombrera, despellejándose manos, pies y rodillas con las piedras afiladas, y saltando al otro lado.

Rodó al caer, apartándose de los escombros, aturdido. En ese momento notó unas manos que le agarraban por el pelo y le sujetaban la boca.

—¡Dame la moneda!

Intentó resistirse y protestar. Se encontró frente a frente con un rostro feo, rechoncho y diminuto.

—¡Sah! No digas nada y dame la moneda. ¡Estoy intentando salvarte la vida, niño!

Aturdido por el hambre, el dolor de sus extremidades y completamente exhausto, Sancho no podía seguir luchando. Abrió la mano y le entregó la moneda al hombrecillo que le sujetaba. Éste corrió hacia la escombrera y la colocó sobre una piedra, iluminada por el sol de la tarde. La luz arrancó reflejos dorados a la moneda de dos escudos, enviando una luminosa proyección de la cruz de Jerusalén sobre las paredes del callejón.

El enano volvió junto a Sancho y lo llevó a empujones hasta el vano de un portal, donde ambos se acurrucaron en silencio. Justo a tiempo, pues el sombrero de ala ancha del guardia ya asomaba por la cima de la escombrera. Su rostro enfurecido dejaba claro que se le daba peor trepar que correr. Cuando vio la moneda reluciente sobre la piedra, comprendió que Sancho se le había escapado. Recogió la moneda y volvió a lo alto del cerro de piedras. Desde allí alzó una voz ronca, profunda y cargada de odio, cuyo eco resonó en los aleros de las casas.

—¡Te cogeré, mocoso! ¡Antes o después! ¡Y colgarás de una horca, como todos los de tu calaña!

Dándose la vuelta, dio un salto y desapareció.

—¿Qué pasa? ¿Nunca habías visto a un enano? —le dijo su salvador a Sancho, divertido ante la mirada de extrañeza del muchacho.

—Una vez. —El chico tosió intentando recuperar el aliento—. Unos feriantes pararon en la venta de mi madre, y un enano viajaba con ellos. Yo era muy pequeño, y creí que era un niño como yo. Creo que le pregunté a mi madre que por qué yo no tenía barba.

Tuvo un fugaz arrebato de pena cuando recordó aquellos días, mucho más sencillos. La vida se limitaba a la cosecha del huerto, alimentar a las gallinas y ordeñar las dos cabras. Ahora, un año después, toda su existencia anterior le parecía borrosa y desdibujada en comparación con la dura realidad de las calles de Sevilla. El dolor y la nostalgia se acrecentaron cuando se dio cuenta de que apenas podía fijar en su memoria el rostro de la mujer que le había traído al mundo.

—Bueno, ahora ya no estás en una venta, muchacho. Y te has metido con alguien peligroso, por cierto. Ése era el capitán Groot, el guardaespaldas personal de Francisco de Vargas —dijo el enano haciendo un gesto al lugar por el que se había marchado el de la barba recortada—. Ese flamenco hereje suele ser un hideputa frío como el culo de una monja. Jamás había visto a nadie enfurecerle tanto.

—¿Es que estabas allí? —preguntó Sancho, escéptico. Dudaba que el enano hubiera llegado tan rápido con aquellas piernas tan cortas.

—No me hacía falta estar allí. Estas calles tienen ojos y oídos, si sabes escuchar. Los rumores vuelan mucho más rápido que los pilluelos a la fuga, y más si a quien han robado es al mismísimo Vargas.

Sancho carraspeó, con la boca reseca aún tras la carrera desesperada. No le había gustado nada la manera en la que había sonado aquella última frase.

—¿Ese Vargas es un tipo importante?

El enano soltó una risita irónica.

—¿Que si Vargas es un tipo importante? Pero ¿tú de dónde sales, niño? Creo que tendré que trabajar mucho contigo si es que de verdad quieres dedicarte a este oficio.

—¿A qué oficio?

—¿A cuál va a ser? Al noble arte de Caco, a la redistribución de la riqueza, a la incautación de excedentes. Al robo, vamos. Con esas piernas que tienes no lo harías nada mal. Con un consejero adecuado, claro está —añadió rápidamente.

Pero Sancho ya no le escuchaba. Lo único en lo que podía pensar era en que llegaba tarde al orfanato. Y aquel día era el menos indicado para ser impuntual.

—No me interesa.

—¿Que no te interesa? —Incrédulo, el enano abrió mucho los ojos.

—Escucha, gracias por ayudarme, pero tengo que irme. ¡Suerte!

—¡Pregunta por Bartolo de Triana, en el Malbaratillo! ¡Allí todos saben quién soy! —gritó el enano a la espalda del chico, que corría calle arriba, alejándose.

III

L
levaba demasiada prisa como para aguardar a que el hermano portero le abriese el portón de entrada, así que se encaramó a la tapia del patio con la intención de entrar por detrás. Con un poco de suerte llegaría a tiempo de unirse a la larga fila que se formaba frente al comedor antes de que se cerrasen las puertas y comenzase la cena.

Trastabilló al caer al suelo, raspándose las rodillas, y mientras recuperaba el aliento escuchó con toda claridad el ajetreo y las voces que venían del lado norte del edificio, y supo que casi todo el mundo debía de estar ya sentado. Maldiciendo por el hambre que iba a pasar si no llegaba a tiempo, se coló en la casa por una de las ventanas que daban al patio y trotó pasillo abajo. Al llegar donde la larga galería torcía hacia la capilla y el comedor, Sancho se agarró a la esquina para girar sin perder velocidad. De pronto se chocó contra un muro de carne, y cayó hacia atrás.

—¿Qué diablos...? —dijo una voz aguda frente a él.

Sancho se incorporó. Frente a él, frotándose la espalda en el punto en el que había impactado con él, estaba Monterito, uno de los chicos mayores del orfanato. Aunque tenían la misma edad, Sancho y él sólo coincidían en los pasillos, puesto que dormían en habitaciones separadas e iban a clases distintas. Monterito estudiaba con los más pequeños, mientras que Sancho lo hacía directamente con fray Lorenzo, el prior. El muchacho se alegraba de ello, pues Monterito era grande, gordo y pendenciero. Provocaba peleas constantes allá adonde iba, y se había rodeado de otro grupo de matones como él. Eran tres o cuatro, que acosaban a los más débiles y les robaban el poco dinero y los alimentos que conseguían mendigando por las calles o haciendo de esportilleros.

En ese momento estaban allí también, rodeando a uno de los nuevos, a quien Sancho no conocía.

—Siento haberte tirado. Ya me voy —se disculpó alzando las manos con gesto tranquilizador.

—Eso, lárgate, bujarrón. Tenemos trabajo aquí —dijo Monterito

El nuevo miró a Sancho con desesperación. Normalmente los que llegaban lo hacían vestidos con simples harapos o directamente desnudos, pero aquel pobre niño llevaba una de las bastas camisolas del orfanato, completamente desgarrada.

—¿Qué le estáis haciendo?

—¿A ti qué te importa, sabihondo? Lárgate antes de que te deslomemos a ti también.

Sancho dio un paso atrás. Eran demasiados, él llevaba las manos vacías. Estaba agotado, famélico y dolorido. Lo único que quería era alcanzar el comedor y después el jergón del dormitorio que compartía con otros veinte huérfanos.

El niño nuevo estaba temblando, y gruesas gotas de sudor le apelmazaban el pelo y le caían de los ojos saltones e indefensos, que se agarraban a Sancho como a su última tabla de salvación.

«Maldita sea», pensó Sancho dando un paso adelante. Si había algo que no podía soportar era ver cómo se abusaba de los pequeños.

—Dejadle en paz.

Monterito, que ya se había vuelto hacia su víctima, se dio la vuelta con una expresión de asombro e incredulidad pintada en su cara de luna.

—¿Qué acabas de decir?

Sancho suspiró con aire hastiado, intentando aparentar indiferencia.

—¿Es que estás sordo? Que dejes al niño tranquilo. Sois demasiados perros para tan poca paloma.

El gordo se volvió e hizo crujir los nudillos, yendo a por Sancho sin mediar palabra. El muchacho, que le estaba esperando, se agachó para esquivar el puñetazo de Monterito, que se tambaleó llevado por el impulso. Los otros matones se unieron a la pelea y soltaron al novato, que se alejó corriendo como alma que lleva el diablo. Sancho intentó hacer lo mismo, pero no consiguió zafarse de las manos de los otros. Alcanzó a darle una patada a uno de ellos antes de caer al suelo, arrastrando a otro de los matones en un revoltijo de brazos y piernas.

—¡Ay, Jesús bendito! ¡Pero qué zarabanda es ésta!

La voz aflautada del hermano ecónomo y la vara con la que castigaba a aquellos que se portaban mal en el comedor separaron a los contendientes en unos instantes. Sancho se quedó tendido en el suelo, tan magullado y exhausto que le daba igual el castigo. El fraile tuvo que gritarle varias veces para que se incorporase.

—¡Así que eres tú, Sancho de Écija! ¡Una vez más rompiendo la paz de esta casa!

—Hermano, yo...

—¿Ha sido él quien ha empezado esta trifulca?

Los matones y Monterito asintieron, muy serios, haciéndose cruces sobre el pecho y poniendo a Dios y a su madre por testigos de la culpabilidad de Sancho. Éste, rabioso por la injusticia, cruzó los brazos sobre el pecho y no dijo nada más.

Fray Lorenzo estaba en pie junto a la ventana cuando Sancho entró en la habitación. El fraile no se dio la vuelta para recibirle, pues necesitaba un tiempo para controlar sus emociones. A pesar de contar ya casi setenta años, fray Lorenzo no había perdido jamás un lado humano que sus superiores siempre habían intentado aplastar encomendándole los cargos más comprometidos. En su Irlanda natal había sido limosnero de su orden, había trabajado en una leprosería, incluso fue enviado a Inglaterra en 1570 tras la excomunión de Isabel I. Estuvo allí cinco años, mientras la persecución contra los partidarios del papa de Roma se recrudecía. Tuvo que decir misas en graneros y cobertizos, bautizar a niños en pozas y bañeras, confesar en establos y gallineros. Finalmente su rostro se hizo demasiado conocido para los ortodoxos anglicanos como para continuar en el país, pero los superiores de la orden se negaron a devolverle a Irlanda. En lugar de eso le asignaron el trabajo más ingrato que podían encargarle: hacerse cargo del mayor orfanato de Sevilla tras la muerte del anterior prior. Una pequeña comunidad de cinco monjes para un centenar de expósitos.

Fray Lorenzo hizo honor a su voto de obediencia y no protestó, a pesar de no conocer una palabra de español. En los doce años que llevaba en Sevilla había llegado a dominarlo tan bien que ni el oyente más avezado hubiese notado que no había nacido en Castilla. El religioso tenía un don para las lenguas, y por eso incluía en sus lecciones el aprendizaje de la inglesa, además de latín, griego y matemáticas. A diario tenía la sensación de estar sembrando en terreno pedregoso, pues los niños del orfanato estaban casi siempre demasiado hambrientos, demasiado enfermos o habían recibido demasiados golpes en la cabeza como para que fecundasen en ella las semillas del conocimiento.

Había, sin embargo, raras excepciones; lirios blancos creciendo en el centro del vertedero. Por ésos era por los que más sufría, puesto que por mucho que se volcase con ellos no podía evitar que se pinchasen un dedo con un clavo oxidado y muriesen entre terribles espasmos musculares, o que las fiebres o el tabardillo añadiesen pequeños montones de tierra al abarrotado cementerio que el orfanato mantenía al fondo del patio.

Fray Lorenzo llevaba una década cuidando de los hijos de otros, aquellos a los que nadie quería. Había encontrado pocos lirios blancos, y ninguno con el brillo y la fuerza de Sancho. Era capaz de aprender en días lo que a otros llevaba semanas. Cuando se recuperó de la peste y pudo pisar por primera vez un aula no sabía leer ni escribir. En tan sólo un año se había convertido en su mejor alumno.

Se dio la vuelta y le contempló en silencio, mesándose la vieja barba gris. A pesar de su delgadez el muchacho era fuerte, y había crecido al menos un palmo desde que apareció enfermo y a lomos de un caballo. Aguardaba mirándole de frente como siempre, con un aire en apariencia tranquilo y respetuoso que no engañaba al fraile. Sabía que detrás de aquellos ojos verdes bullía una tormenta incontenible. No tenía amigos, y en ocasiones lo había visto defendiéndose de los insultos y las agresiones de los demás, que no le entendían ni querían hacerlo. Se fijó en el labio partido y no ocultó un gesto de disgusto.

—Acércate, Sancho.

Se volvió de nuevo hacia la ventana, contemplando cómo la oscuridad se apoderaba del patio vacío. Sancho se situó junto a él.

—Tenías que haber venido a hablar conmigo antes de la cena y no has aparecido. Y para colmo me ha dicho el hermano ecónomo que has andado peleándote y perdido la esportilla.

—Lo siento, padre. Veréis, acudí al Arenal por la mañana...

—Ya es suficiente, Sancho. El motivo de tu retraso no me interesa.

—Pero...

Fray Lorenzo alzó un dedo y el muchacho se calló a regañadientes. Era, por supuesto, un rebelde. No había asumido su lugar en el orfanato, ni tampoco la tragedia que le llevó hasta allí. Había tardado tan sólo un par de semanas en recuperarse de la peste, que no había dejado en su cuerpo más secuelas que unas feas cicatrices en su cuello del tamaño de un doblón. Sin embargo, el fraile sabía que las heridas del alma del muchacho tardarían mucho más en cicatrizar, si es que llegaban a hacerlo. Había tardado meses en abrir los labios, y cuando lo hizo tan sólo reveló pequeños retazos de su historia, que el fraile tuvo que juntar con paciencia.

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