El comerciante sabía muy bien lo que significaba. Llevaba cuatro décadas codiciando ese título, y conocía muy bien los beneficios asociados a él. Entre ellos, que el ducado le colocaría por encima del marqués de Aljarafe y le conferiría la Grandeza de España. El derecho de estar de pie y con la cabeza cubierta en presencia del rey, mirando hacia abajo con desprecio a los que se arrodillaban. No le extrañó lo más mínimo que al marqués no le hiciese gracia la petición.
—Soy consciente de todo, señoría. El rey quiere un millón de escudos. Yo quiero ser duque. Desde mi punto de vista es bastante sencillo.
—¡Una baronía es más que suficiente para un advenedizo como vos!
—No será mucho dispendio de tinta para la Corona, señoría. Al fin y al cabo, barón y duque tienen las mismas letras.
El marqués, exasperado, apoyó las manos en la repisa de la chimenea, sobre la que colgaba una panoplia de armas ricamente repujadas que jamás habían sido usadas en combate alguno. Igual que su dueño, poco acostumbrado a que nadie le plantase cara. Había mandado llamar al comerciante, esperando impresionarle con la riqueza de su palacio, la limpieza de su sangre y la antigüedad de su título. Sin duda creía que tan pronto como nombrase la oferta, el comerciante arrojaría a sus pies el dinero, agradecido de poder entrar en su mundo de privilegios. Por desgracia se estaba dando de bruces con un contrincante muy superior a él.
Carraspeó e hizo un último intento desesperado.
—No sois el único plebeyo rico de esta ciudad.
Vargas se encogió de hombros. Ya había previsto la respuesta.
—Pero sí que soy el único que puede pagar esa cifra. Los dos últimos años han sido malos, en la guerra y en los negocios. Si el rey quiere pagar los créditos draconianos de los banqueros genoveses, tendrá que aceptar mi condición.
—¿Acaso os atrevéis a negociar con Su Majestad, maese Vargas? —dijo el marqués, mirando al comerciante con aire amenazador.
«No, me atrevo a negociar con un asno pomposo que ha recibido un encargo que le viene grande.»
—Por favor, señoría, disculpadme. Al fin y al cabo no soy más que un tendero, y obro según mi naturaleza. No todos podemos tener vuestros exquisitos modales de noble cuna.
El marqués lo miró durante largo rato, dudando si responder ante el sarcasmo, pero fue incapaz de pensar en una réplica aceptable. Finalmente se dejó caer en la silla, abatido.
—Tendré que consultarlo con Su Majestad. Y ahora marchaos.
Sacudió la mano para despedir al comerciante, intentando al menos conservar ese último reducto de dignidad.
—Hacedlo, marqués. Y cuando os diga que sí, enviadme una carta con las condiciones —dijo Vargas, renqueando sin prisa hacia la puerta.
—Estáis cometiendo una locura —chilló Malfini agitando el papel entre sus dedos gordezuelos.
—No es ésa la pregunta que os he hecho —replicó Vargas, empecinado.
Llevaban más de una hora discutiendo. La carta del marqués de Aljarafe había llegado al cabo de una semana, y el comerciante había mandado llamar al banquero a su casa inmediatamente. Hacía demasiado calor para estar en el estudio de Vargas, así que se habían sentado en un banco del patio interior. La tarde amenazaba tormenta, y las nubes estaban bajas, plomizas y asfixiantes.
—El rey os ha dado tan sólo ocho meses para satisfacer el pago. Disponéis de poco más de sesenta mil escudos en efectivo en vuestra cuenta. Librándoos de vuestros barcos y las minas que poseéis aún en las Indias podríais sumarle otros trescientos mil.
—¡Esas concesiones valen mucho más!
—A largo plazo es posible, pero ahora el rey está ofreciendo nuevos yacimientos en el Yucatán, cuyo producto no está expuesto a incautación por necesidades de la Corona, como están las vuestras. Es la única manera en la que Felipe conseguirá que se exploten. Si hubierais comprado con esas mismas condiciones...
—No puedo competir con eso —gruñó Vargas.
—Malvendiendo restos de vuestra hacienda aquí y allá sumaríamos otros cuarenta mil. Eso sin tocar ni esta casa ni el negocio del trigo, que sería vuestro único medio de vida tras la compra del título. Eso no debéis tocarlo bajo ningún concepto.
—Añadid los cien mil escudos de mi reserva personal.
El banquero alzó una ceja en señal de desaprobación.
—Incluso cometiendo esa estupidez apenas llegaríais al medio millón. Os seguiría faltando otro medio.
—Puedo pedir un crédito.
—Sin garantías nadie os dará una cantidad así —dijo Malfini, empleando la carta del marqués para abanicarse—. Ni tampoco yo. No os ayudaré a suicidaros económicamente. Hundiríais mi banco también.
—¡Pero pensad en lo mucho que un título ayudaría a nuestros negocios!
—No lo bastante ni lo bastante rápido como para recuperar
un milione di scudi
.
Vargas contuvo sus ganas de sacudir al obeso banquero. Necesitaba a Malfini más que nunca. Si aquella oferta del rey le hubiese llegado tres años antes, reunir el millón de escudos habría sido mucho más sencillo. En aquel tiempo sus negocios estaban tan diversificados y eran tan grandes que podría haber conseguido crédito de distintos bancos sin que los otros supiesen que se estaba endeudando hasta las cejas. Sin embargo, tras los reveses de fortuna que había sufrido en 1587, la consideración de Vargas entre los banqueros había bajado mucho. Se lo había jugado todo a una carta, concentrando el grueso de sus negocios en el comercio de oro y plata, sólo para encontrarse que el rey le incautaba el cargamento. El soborno y el chantaje le habían ofrecido una vía de escape, y había eludido el embargo a cambio de establecer un mercado de compraventa de trigo, pero sus beneficios estaban lejos de ser tan altos como para afrontar el pago que quería el rey.
Por eso Vargas necesitaba de Malfini, pues al igual que él carecía de escrúpulos y era diez veces más taimado.
«Si no fuera tan cobarde ya sería dueño de media Sevilla, como lo fui yo hace años. Tenía una fortuna que triplicaba la del marqués de Aljarafe, maldita sea. Pero aún soy capaz de humillarlos a todos. Tan sólo tengo que encontrar un modo de poner a este gorrino cebado de mi lado», pensaba Vargas.
Decidió cambiar de estrategia. Siempre había logrado convencer a Malfini a través de una mezcla de dominación y persuasión, pero esta vez no iba a lograrlo de ese modo, simplemente porque el negocio era una locura. La única manera de que Malfini le ayudase era decirle la verdad.
No la auténtica verdad, por supuesto. Vargas jamás reconocería en voz alta que quería ser duque para poder dormir. Para acallar las pesadillas en las que un caballo aplastaba la cabeza de su hermano. Apenas podía reconocerse a sí mismo que, pese a todo lo que había logrado en la vida, jamás había sido feliz ni se había sentido seguro.
No, Vargas no podía contarle esa verdad. Pero podía contarle algo muy parecido a ella.
—Llevo mucho tiempo pagando impuestos a la Corona. La última vez que ese beato meapilas de Felipe me incautó el cargamento de oro estuve a punto de perderlo todo.
—¡Entonces me dais la razón,
signore
Vargas!
—Muy al contrario, Ludovico. Ya va siendo hora de obtener algo a cambio de mi dinero.
—De más dinero, querréis decir. Mucho más dinero. Más de lo que tenéis —advirtió el banquero.
—Felipe se ha erigido en adalid de la fe católica. Cada moneda de oro que saca de las Indias la malgasta en pólvora y espadas, el muy imbécil. Con que gastase la mitad en tender caminos y levantar talleres, no sólo haría a España la nación más poderosa del mundo, sino que triplicaría sus ingresos con los impuestos.
—¿Y qué pretendéis, sacarle vos las castañas del fuego? —dijo Malfini, incrédulo.
—¿A estas alturas, Ludovico, vais a llamarme patriota? Vendería este país parcela a parcela a los moros y a los ingleses si con eso fuera a obtener un maravedí más de lo que pagase por él.
El banquero soltó el desagradable cloqueo que tenía por risa y Vargas se animó. Estaba llegando a él.
—Eso ya suena más como vos.
—Felipe va a hundir a España, Ludovico.
—¿Qué decís? —Se asombró el otro meneando la cabeza—. El poderío de los tercios...
—El poderío de los tercios se paga, y el rey no podrá pagar siempre. Cuando no haya más dinero, perderemos, como Roma perdió en su día. Tal vez no con este rey ni en este siglo, pero pasará.
—¿Adónde pretendéis ir a parar,
signore
?
—Seguís sin entender nada. Al igual que España comenzará un día a perder, lo mismo me puede suceder a mí mañana. He capeado todos los temporales, y voto a Dios que han venido mal dadas, Ludovico. Sigo en pie, pero no es suficiente. No he llegado a puerto aún. Si ahora lo perdiera todo, ¿qué me quedaría? ¿Qué he conseguido, aparte de dinero?
Vargas se calló, dejando que el monótono ruido de la fuente y el lejano trajín de los criados preparando la cena en la cocina llenasen el silencio. Transcurrieron largos minutos, en los que Vargas casi podía escuchar pensar a Malfini, mientras sentía cómo su ansiedad interior continuaba creciendo, imparable.
—Tal vez exista una manera. Pero es sucia y complicada.
—¿A qué estáis esperando? ¡Hablad! —le exhortó el comerciante, ansioso.
Ludovico alzó la mano frente a él.
—No,
signore
Vargas. Antes quiero dejaros algo muy claro. Esta vez no me utilizaréis como lo hicisteis en el asunto de la extorsión al funcionario de la Casa. Entonces no me quedó más remedio que aceptar porque el futuro de mi banco estaba en juego. Pero ahora os jugaréis vos también el cuello conmigo en esto. Es la única manera. Si lo que voy a proponeros lo descubre alguien, vos y yo estaremos colgando del cadalso en menos que canta un gallo. Eso si el populacho no nos destroza antes.
Vargas no respondió. Si había algo que odiase en el mundo era implicarse personalmente en los asuntos más turbios de su negocio. Prefería cargar la responsabilidad sobre sus acólitos, como Groot o Malfini. Por un breve instante se le ocurrió que podía, simplemente, dejarlo correr. Declinar la oferta del rey y dedicarse a crecer en sus negocios durante el resto de su vida. El monarca se lo tomaría como un insulto, y jamás se le ofrecería ningún otro honor ni distinción, pero no pondría todo en riesgo. Y justo cuando se recreaba en esa posibilidad, de sus labios salieron estas palabras:
—Lo haremos a vuestro modo, Ludovico. Sólo espero que no me falléis, o la justicia no tendrá tiempo de cogeros, porque yo personalmente me encargaré de arrancaros el corazón.
El banquero palideció, pero ya era demasiado tarde para retroceder, así que se sobrepuso y decidió huir hacia adelante.
—¿Estáis dispuesto a cualquier cosa por conseguir ese título?
—Mandaría al infierno a cada hombre, mujer y niño de esta ciudad por conseguirlo —respondió Vargas, mirándole fijamente.
Los labios de Malfini se curvaron hacia arriba de forma quebrada, como si su boca estuviese aprendiendo a sonreír.
—Es curioso que digáis eso,
signore
… porque es muy probable que sea eso justo lo que tengáis que hacer.
A
l día siguiente un hombrecillo enjuto y cargado de espaldas se presentó en la habitación que Sancho y Josué habían alquilado cerca de la sastrería de Fanzón. Aunque ambos habían tenido dudas de que el trastornado sastre fuese a recordar aquel encargo, lo cierto era que allí estaba, con su escribanía portátil, su resma de papel y sus frasquitos de bronce rellenos de tinta de varios colores.
Cuando Sancho le explicó lo que precisaba, el escribano se colocó debajo de la única y estrecha ventana que había en la habitación y comenzó a trabajar al instante. Tomó una pluma y la afiló con una diminuta navaja, atacando enseguida el papel con una caligrafía decidida y elegante. Josué estaba fascinado por todo aquel proceso, y no dejaba de atisbar por encima del hombro del escribano, quien acabó dándose la vuelta, molesto.
—¿Es necesario que vuestro esclavo esté tan pegado a mí?
—No es mi esclavo, sino mi amigo. Y no debe incomodaros, tan sólo es que admira vuestro trabajo —respondió Sancho, divertido.
Tres horas más tarde, el escribano se enderezó en la silla y dio un suspiro satisfecho. Tomó arena de un saquito y la espolvoreó sobre los papeles en los que había estado trabajando. Los sopló con cuidado, dejando que la fina arena absorbiese la tinta, antes de alargárselos a Sancho.
—Aquí tenéis. Un trabajo impecable, debería añadir.
El joven estudió el primero de los documentos con cuidado. Bajo un encabezado en el que el escribano había dibujado a la perfección el sello de la Casa de la Contratación en tinta roja, se atestiguaba que el negro Josué, de raza mandinga, había sido comprado a un tratante de esclavos por la cifra de cien escudos por Sancho del Castillo, un apellido falso que el joven había preferido a utilizar el apelativo «de Écija», que era por el que siempre le habían llamado. Al no haber conocido a su padre y haber perdido a su madre antes de tener edad para hablar de temas serios, era todo a lo que podía aspirar.
—He fechado el documento y el número de registro hace siete años, lo suficiente como para que si alguien buscase esta entrada en el registro y no la encontrase lo achacase a un error en los papeles. Aunque dudo mucho que nadie se moleste en comprobarlo.
—Gracias, escribano.
«¿Qué es lo que pone ahí?», dijo Josué.
—Aquí dice que me perteneces, que eres mi esclavo y que te compré por cien escudos.
Al escuchar aquello a Josué se le inflaron las ventanas de la nariz y sacudió la cabeza, muy enfadado.
«No me gusta eso.»
—Pero Josué, esto sólo es un engaño. Un camuflaje, como cuando te pusiste el barro encima para que nadie te encontrase.
«El barro se lava echándote agua encima. Eso está escrito, y lo escrito tiene poder. Yo no soy tuyo, ni de nadie.»
—Escucha, Josué —dijo Sancho, intentando tranquilizarle—. Te prometo que en cuanto acabemos lo que hemos venido a hacer aquí podrás quemar ese papel. Y entonces este otro será el único que valga.
Le enseñó el segundo de los documentos a Josué. Éste no llevaba el sello de la Casa, pues sólo era la falsificación de un contrato particular.
—Aquí dice que Josué, negro mandinga, compra su libertad a Sancho del Castillo, siendo en adelante un esclavo liberto, dueño de su propio destino.