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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (43 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Josué tomó el segundo papel en las manos con tanta reverencia como si sostuviese una mariposa que pudiese quebrarse en cualquier momento bajo la presión de sus dedos. Lo miró durante un momento interminable y después sus ojos profundos se encontraron con los de Sancho.

—Guarda tú los dos papeles. Así si algo me sucede podrás...

El negro no le dejó terminar. Para aquello no había signos ni palabras. Simplemente agachó la frente hasta que tocó la de Sancho, y puso sus enormes manos sobre los hombros de su amigo. Los ojos le temblaban de emoción.

Enrollaron los dos papeles en un pequeño cilindro metálico, de manera que el contrato de liberación de Josué quedase al fondo del cilindro. Con aquello Josué podría moverse con mayor tranquilidad por Sevilla, pero el precio que habían tenido que pagar había sido muy alto. El escribano les exigió seis escudos por ambas falsificaciones, que Sancho consiguió rebajar a cuatro. Aun así se habían quedado casi sin fondos, y apenas habían comenzado. A partir de aquel momento era cuando el plan de Sancho tendría que empezar a dar frutos.

Cuando fueron a recoger los trajes a la sastrería de Fanzón, éste estaba dándole los últimos toques al jubón de Sancho, que había ocupado el lugar del vestido de muselina verde sobre el maniquí. El joven se vistió allí mismo, probando los bolsillos secretos y los espacios adicionales que el sastre había incluido en el conjunto. Aunque aún tendría que conseguir las herramientas para llenarlos, eran ingeniosos y de fácil acceso.

Fanzón hizo un gesto a su esclavo, que llevó un enorme espejo ovalado de cuerpo entero y lo puso frente a Sancho. El joven se miró en él con extrañeza. Apenas podía reconocer a la persona cuyo reflejo estaba contemplando. Los rasgos angulosos de su rostro se habían acentuado, y tenía los pómulos y la barbilla muy marcados. Su pelo había crecido demasiado, y la barba, que siempre había procurado afeitarse regularmente, aparecía espesa y fuerte. Tomó nota para ir a un barbero en cuanto saliese de allí.

De cuello para abajo, sin embargo, todo era distinto. Fanzón había creado una auténtica obra maestra. El jubón era de cuero negro, con los remaches y los botones de acero oscurecido. Los pantalones, ligeramente sueltos, y las botas altas hasta la rodilla, con una vuelta sobre la caña. Sancho, que jamás había tenido los pies bien calzados, no pudo reprimir una sonrisa al mirárselos.

—Tenéis un aspecto impresionante, señor. Sobrio y elegante. Si me permitís, me he tomado la libertad de haceros un cinturón y una vaina para vuestra espada, sin cargo adicional.

Sancho echó un vistazo a los objetos que le tenía Fanzón, ambos a juego con el resto del traje, y negó con la cabeza.

—Aceptaré el cinturón, maese sastre. Pero la vaina ha de quedarse como está. Es un regalo de un amigo.

Fanzón asintió, algo contrariado. Fue entonces el turno de Josué, para quien Fanzón había preparado unas ropas parecidas a las de Sancho, pero menos elaboradas, como correspondía a su disfraz. Cuando el negro se vio reflejado en el espejo dio un salto hacia atrás, como si aquello fuese una aparición. Pero enseguida sonrió feliz. Lo que más disfrutó fue el cinturón que le había fabricado el sastre, del que colgó el cartucho que contenía sus documentos.

Aquella misma tarde, Sancho y Josué acudieron a la plaza de San Francisco, en busca de la que sería la pieza clave de su plan. Encontraron enseguida al ciego Zacarías, al que estuvieron observando durante unas horas. Cuando se puso en marcha camino de casa del perista, lo siguieron a distancia, aunque el ciego pareció darse cuenta un par de veces. El callejón donde estaba la casa en la que entró Zacarías era demasiado estrecho como para esperarle allí fuera, así que ambos se apostaron en la esquina contraria, algo temerosos de que el ciego fuera a pasar allí la noche. Por suerte, al cabo de un rato el mendigo dio con sus huesos en la acera.

—Tómale en brazos y tráelo, Josué —susurró Sancho.

Josué se adentró en el callejón, y tras echar un cauteloso vistazo para asegurarse de que nadie lo veía se echó al ciego sobre sus hombros con la misma facilidad que si levantase a un niño. Zacarías se debatió durante un instante, confuso y asustado, pero al darse cuenta de la corpulencia de Josué dejó de moverse, aceptando lo inevitable.

El ciego comenzó a encontrarse mejor cuando lo llevaron a una taberna cercana a la plaza del Duque de Medina y lo pusieron delante un vaso de vino y un plato de huevos fritos con chorizo.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —dijo el mendigo con la boca llena.

—Mi maestro me dijo una vez que no había en Sevilla mente más afilada que la de Zacarías el ciego, capaz de contarle las patas a un hormiguero. Me dijo también que vos guardabais poco cariño a Monipodio.

La expresión de Zacarías se tornó seria.

—Sólo hay una persona que ha podido deciros eso, pero ya está muerta. A no ser... ¿sois el chico de Bartolo?

—¿Sabíais lo que le sucedió a mi maestro?

—Muchacho, toda el hampa de Sevilla supo lo que le sucedió a Bartolo. Catalejo y Maniferro lo mandaron a patadas con su Creador. Conociéndole como le conocí, ahora estará pidiéndole explicaciones por haberle hecho tres palmos más bajo de lo normal.

Sancho se rio con ganas, imaginándose al bueno del enano enmendándole la plana al Altísimo. Los tres bebieron a la memoria del antiguo maestro ladrón.

—Así que eres el chico de Bartolo. Decían por ahí que tenías unas manos habilísimas, y que corrías como un auténtico demonio.

Por un momento Sancho se quedó sorprendido de que sus pequeñas correrías hubieran encontrado un eco entre la gente.

—¿Y qué más sabéis de mí?

—Que habías acabado en galeras. De hecho Monipodio tuvo buen cuidado de difundir la historia, como ejemplo para los que se montan negocios por su cuenta.

—A las galeras se sube, pero también se baja de ellas. Mi amigo Josué y yo decidimos que ya habíamos tenido bastante —dijo Sancho por toda explicación.

—¿Y qué es lo que quieres de mí, muchacho? Yo no seré capaz de enseñarte gran cosa.

—Antes de deciros qué es lo que quiero me gustaría preguntaros algo. ¿Qué es lo que ocurrió para que Monipodio echase de su lado a su más valioso consejero?

El ciego se revolvió incómodo sobre el banco de la taberna. Inclinó la cabeza a uno y a otro lado, intentando captar las conversaciones de las mesas colindantes. El local estaba medio vacío, y tan sólo un par de tratantes de ganado discutían sus asuntos al otro lado de la habitación. El tabernero estaba ocupado aplastando ajos con un mazo sobre la barra, y aunque les hubiera prestado atención estaba demasiado lejos y hacía demasiado ruido como para enterarse de lo que hablaban.

—No hay nadie escuchándonos —dijo Sancho.

—Nunca se toman demasiadas precauciones con ese hombre, muchacho. Yo lo aprendí de la manera más difícil.

—Erais su contable, ¿verdad?

—Contable, consejero y administrador. Un trabajo cómodo para mis viejos huesos, incómodo para mi conciencia. Bartolo me lo restregaba por los hocicos cada vez que tenía ocasión. Nos conocimos hace mucho tiempo, antes de que yo entrase al servicio de ese canalla infame. Solíamos beber juntos, dos hombres a los que Dios, o la vida, o como lo quieras llamar, había repartido cartas muy jodidas.

—Bartolo era muy aficionado al juego —asintió Sancho.

—Creía que la suerte le tenía que llegar por algún lado. Nunca logré sacarle esa idea de la cabeza. Le decía «Bartolo, que el palo de un gallinero acaba cagado por todas partes... no te vayas a pensar que hay un lado más limpio que otro». Pero nunca me hizo el menor caso. Los jóvenes nunca escuchan.

—¿Por qué no le gustaba vuestro trabajo?

—Porque entre los muchos asuntos del hampa yo llevaba las cuentas de los bravos de alquiler. Así precisamente acabé metido en este lío. En ocasiones los trabajos se acumulaban, sobre todo en primavera. Parece que las mujeres en esa época florecen, como el azahar, y sus melocotones resurgen entre los encajes. Eso aumenta las ansias de caza de los mancebos que pasean por la Alameda en busca de una nueva presa. Los que lo consiguen enfurecen a los padres y maridos, que buscan enseguida quien vengue ese honor que no se atreven a vengar ellos mismos.

—A tanto la cuchillada —dijo Sancho, que estaba entre escandalizado y divertido con el cinismo que desprendía el viejo ciego. Zacarías hablaba de la vida y la muerte con demasiada ligereza, y se preguntó hasta qué punto podía confiar en él. Después de su experiencia de días atrás a oscuras en el refugio, a Sancho le resultaba muy fácil simpatizar con el ciego. Sintió una oleada de compasión por Zacarías, al que la injusticia le había obligado a vivir su vida sin el más hermoso de los sentidos. Para muchos otros era una condena a muerte, sobre todo para los soldados que perdían la vista en el campo de batalla y se veían obligados a vagar por las calles mendigando, mientras los chiquillos y los perros les atormentaban. Zacarías se había sobrepuesto a un destino adverso como un auténtico superviviente. Pero aunque le comprendiese, Sancho no podía permitirse bajar la guardia.

—Yo llevaba el registro de todos esos encargos, también. De memoria, sin anotar ni una sola palabra, que mal pudiera pues no sé leer ni escribir. Y ahí fue donde la cosa se estropeó con Monipodio.

—¿Olvidasteis un trabajo?

—A más carne, más gusanos. A más mujeres, más zorrería; a más dinero, más vicio. Y a más vino, menos memoria, don Sancho. El muchacho se llamaba Esteban Rodríguez y pretendía a la hija de un sedero flamenco, una de estas rubias frías y secas como cacas de rata. El sedero quería casarla con otro, un señor algo mayor, con negocios en las Indias. El negocio de siempre: vendía a la hija para poder tener licencia de venta allá, que ya sabemos que a los extranjeros no les dejan ir, no sea que perviertan a los salvajes. El viejo verde se llamaba Rodrigo Estévez, que también hay que joderse, qué casualidad.

—No lo puedo creer. ¿No confundiríais un nombre con otro? — dijo Sancho, atónito.

—Parece que hay más seso en esa cabeza tuya de lo que había en la mía el día en el que los matones vinieron a verme para recoger el encargo del día y yo les solté el nombre de quien no debía. Para abreviar, el viejo acabó con las tripas fuera en un callejón, el pretendiente puso pies en polvorosa por si le echaban el muerto a él, el sedero no pagó y Monipodio me echó a la calle.

Sancho dio vueltas al vaso en la mano, incómodo.

—Mataron a alguien por vuestro error.

—Eh, tira de las riendas muchacho. Si lo piensas un poco la cosa fue para mejor. Al viejo no le debía de quedar mucha vida, el joven se libró del cementerio y la jovencita ahora es libre para seguir zorreando. Todos contentos. Menos yo, que ya hace un par de años de esto y sigo sin techo. Y debiéndole el importe impagado de la muerte al Rey de los Ladrones, cuyos matones esquilman casi todo lo que saco en limosnas. Por cierto, ¿serías tan amable de explicarme qué quieres de mí?

El joven respiró hondo. Había llegado la hora de tomar una decisión. No aprobaba lo que el ciego había hecho en el pasado, pero lo cierto era que lo necesitaba. La cuestión no era si le gustaba la amoralidad de Zacarías, sino si estaría dispuesto a utilizar al ciego y si éste estaría lo bastante resentido como para seguirle en la locura que quería emprender.

Se inclinó hacia adelante y convirtió su voz en un susurro acerado.

—He vuelto para derribar a Monipodio de su trono. Para destruir su reinado de terror y arrancarle a patadas el nombre del responsable de la muerte de Bartolo.

Zacarías soltó una carcajada.

—¿Acaso tienes un ejército?

—No. Sólo estamos Josué y yo. Y tú, si quieres unirte.

Las manos del ciego se agitaron, temblorosas, vertiendo un poco de vino sobre la mesa.

—Acércate, muchacho. Quiero tocarte.

Sorprendido, Sancho obedeció. Dio la vuelta a la mesa y se situó junto al ciego. Éste extendió sus dedos sarmentosos por la cara del joven, palpando cada recoveco.

—No debes de contar ni una más de veinte primaveras, y aun diría que son menos. ¿Cómo piensas derrotar al hombre más ruin, malvado y poderoso de Sevilla? ¿A un hombre que tiene en todo momento una docena de guardaespaldas que te matarían con la misma facilidad con la que se limpian el trasero? ¿A un hombre que vive en una casa inexpugnable con varios pasadizos secretos, de la que rara vez sale?

Volviendo a sentarse, Sancho sonrió. En la voz de Zacarías no había juicio, ni incredulidad. Tan sólo un sorprendente anhelo.

—Destruyendo su organización y volviendo a su gente contra él. Bartolo me dijo una vez que prefería la justicia del rey a la compasión de Monipodio. Si hay un grupo suficiente de personas que piensen así, podremos derrocarle.

El ciego se quitó la venda que le cubría los ojos y comenzó a masajearse las sienes, dejando a la vista sus inútiles globos oculares. Estaban cubiertos por una espantosa niebla blanca.

—No hay nadie tan loco entre el hampa de Sevilla como para volverse contra Monipodio.

—No necesito que me ayuden. Sólo que vuelvan su resentimiento hacia él. ¿Acaso no hay nadie que cuestione su liderazgo?

El ciego asintió.

—En los últimos tiempos el muy hijo de puta ha ido perdiendo el contacto con la realidad. Cada día es más difícil robar, sobre todo desde que la guerra con Inglaterra ha aumentado el hambre y la escasez. El mes siguiente a la llegada de la flota de las Indias suele ser muy bueno, pero el resto del año comienza a hacerse cuesta arriba para muchos. Sin embargo, Monipodio exige las mismas cuotas de siempre, y ha acabado empujando a las bandas pequeñas a matarse entre sí por cuatro maravedíes. Todos están endeudados con él hasta las cejas.

—Hace unos días, cuando Josué y yo entramos en Sevilla, escuché una pelea con arcabuces —dijo Sancho, recordando cómo se había arrastrado en la oscuridad, fuera de las murallas, para evitar a aquellos desconocidos.

—Ésos eran los de la banda de Carmona, que están a malas con los de la Puerta del Osario desde que les pisaron un golpe importante. He oído que cayeron varios de cada bando hace dos noches, y ése fue sólo un incidente como muchos otros. El ambiente cada vez está más enrarecido, y no sólo entre los ladrones, sino entre la gente. Este invierno será muy duro.

—Y mucho más si tienes que dormir al raso.

Sancho no respondió. Prefirió dejar en el aire la pregunta, que quedó flotando entre ambos. El ciego, un hombre entrenado para captar los matices en el silencio, se removió, agitado.

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