De hecho, parecía que éstos eran la parte más deliciosa de ella, y empezó a friccionarlos mientras mordisqueaba los pezones. Una nueva sensación de arrebato se apoderó de ella. En esos instantes no intentaba tanto complacer a Inanna como perderse en sus propios deseos, tirar del pezón con su boca, mientras su mente era vagamente consciente de que Inanna se movía una vez más debajo de ella.
Bella separó las piernas sobre el muslo de Inanna y empujo su sexo contra la lisa piel, entre las ardientes palpitaciones de su clítoris. Mientras chupaba el pecho de la mujer, cabalgó sobre el muslo, arriba y abajo, y su cuerpo se puso tenso, estrechando a Inanna con sus piernas, hasta que, de repente, el orgasmo la inundó.
Cuando concluyó, no quiso dejar en paz a la mujer. Estaba poseída por un frenesí. La exuberancia del cuerpo de Inanna y la suavidad del suyo creaban una nueva sensación de éxtasis ilimitado, un sueño confuso y demente de una noche de placeres que se sucedían, de deseo que se intensificaba con más deseo.
Lamió la lengua de Inanna y la dulzura la intoxicó y la elevó hasta sacarla de su amodorramiento. Recordó vagamente el espectáculo de Lexius empalando a Laurent en su puño enguantado y formó un apretado nudo con su mano que luego desplazó hacia el interior de la chamuscada boca de la entrepierna de Inanna.
La abertura, tan húmeda como antes y deliciosamente comprimida, se aferró a su puño y a la parte de su muñeca que también introdujo. Los músculos latieron ávidamente contra la mano, lo cual la excitó aún más. Cuando sintió que el puño apretado de Inanna entraba en ella, experimentó una vez más el conocido placer de sentirse llena y su cuerpo abarcó todas esas sensaciones con una urgencia creciente. A su vez, Bella estimuló con su puño a Inanna, así como Inanna hacía con ella moviendo el brazo de arriba abajo con una rudeza casi castigadora.
Ambas alcanzaron el orgasmo, esta vez lo hicieron juntas, gimiendo una contra la otra, con los cuerpos empapados de sudor e ininterrumpidos temblores de puro éxtasis.
Finalmente, Bella se echó sobre la almohada y descansó, rodeando aún con su brazo el de Inanna, jugueteando con sus dedos. No abrió los ojos cuando la mujer se incorporó. Sólo fue vagamente consciente de que Inanna volvía a examinarla, que se tomaba su tiempo para tocar los pechos y los labios púbicos de Bella, la abrazaba y la acunaba entre sus brazos como si fuera algo precioso que nunca debía perder: la llave de entrada a su nuevo reino secreto. La mujer lloriqueo otra vez y las lágrimas se vertieron sobre el rostro de Bella. Pero el llanto era suave y estaba lleno de un inconfundible alivio y felicidad.
Laurent:
Me pareció que llevaba así mucho rato. Estaba de rodillas en silencio, con la cabeza inclinada y las manos apoyadas sobre los muslos. Mi verga volvía a enderezarse. La iluminación había disminuido en la pequeña habitación. Anochecía. Lexius, que una vez vestido parecía bastante sereno, permanecía en pie y se limitaba a observarme. Yo era incapaz de determinar si era la rabia o la perplejidad lo que lo tenía allí paralizado.
Pero, cuando finalmente cruzó a zancadas la estancia, sentí de nuevo toda la fuerza de su tenacidad, su capacidad para dirigirnos a ambos.
Me rodeó el pene con la correa especial y dio un tirón a la traílla en cuanto abrió la puerta. En cuestión de segundos, estuve arrastrándome detrás de él. El pulso latía precipitadamente en mi cabeza.
Cuando a través de las puertas abiertas vi el jardín, tuve la débil esperanza de que quizá no recibiría un castigo especial. Ya estaba oscureciendo y acababan de encender las antorchas de los muros. Las luces que colgaban de los árboles difundían su iluminación. Los esclavos, primorosamente maniatados, con los torsos relucientes de aceite y las cabezas inclinadas hacia abajo, como antes, eran tan tentadores como había imaginado.
No obstante, la escena presentaba una diferencia. Todos los esclavos tenían los ojos vendados; se los habían tapado con unas tiras de cuero dorado. Todos ellos forcejeaban bajo las ligaduras y gemían quedamente: se movían con más desenfreno que antes, como si las vendas les incitaran a hacerlo.
A mí pocas veces me habían vendado los ojos y no estaba en condiciones de opinar al respecto. No sabía qué efecto causaría en mí, si me provocaría más o menos temor.
Los sirvientes que trabajaban entonces en el jardín eran más numerosos. Repartían cuencos con frutas por el lugar. El olor a vino de las garrafas destapadas llegaba hasta mí.
Apareció un pequeño grupo de criados. Lexius, cuyo rostro no había visto desde el último beso, chasqueó los dedos y entonces nos dirigimos hacia el centro de una arboleda de higueras, el mismo lugar en el que habíamos estado anteriormente. Allí vi a Dimitri y Tristán, atados a sus cruces tal como los habíamos dejado. Tristán estaba especialmente atractivo con la venda sobre el rostro y el pelo dorado caído sobre ella.
Justo delante de ellos habían extendido una alfombra. Allí seguían la pequeña mesita con su círculo de copas y los cojines esparcidos por el suelo. Cuando descubrí la cruz vacía, que estaba a la derecha de Tristán, justo delante de la higuera, la sangre pulsó con estruendo en mi cabeza.
El jefe de los mayordomos dio una serie de rápidas órdenes en un tono de voz afable, que no denotaba enfado alguno. Al instante me levantaron, me pusieron boca abajo y me llevaron hasta la cruz. Sentí cómo me amarraban por los tobillos a los extremos del madero transversal, y que mi cabeza quedaba colgando justo por encima del suelo mientras que mi verga se golpeaba contra la lisa madera.
Ante mí vi el jardín vuelto del revés y los sirvientes convertidos en meras manchas de color que se movían entre el verdor de la vegetación.
En cuanto estuve bien amarrado, me levantaron los brazos del suelo y me sujetaron las muñecas a los ganchos de latón, que en el caso de los demás esclavos servían para sostenerles los muslos. Luego sentí que doblaban el miembro y lo separaban del tronco en dirección hacia arriba de mi cuerpo invertido, para sujetarlo entre mis piernas mediante correíllas de cuero que rodeaban los muslos, y lo ataron firmemente. La verdad es que no me dolía a pesar de estar en esta posición antinatural, pero también es cierto que quedaba expuesto entre las piernas separadas, sin nada que tocar.
Los criados aseguraron todas las ligaduras con doble nudo y las correíllas de cuero quedaron firmemente apretadas. A continuación hicieron una nueva lazada alrededor de mi pecho y de la cruz para mantenerme completamente firme e inmóvil.
En suma: estaba cabeza abajo, atado fijamente con las piernas separadas, los brazos en cruz y la verga señalando hacia arriba. La sangre zumbaba en mis oídos y pulsaba violentamente en mi pene.
La venda, que estaba forrada de piel, muy fresca, y se abrochaba con una hebilla en la parte posterior de la cabeza, me rodeaba el rostro. Oscuridad total. Todos los ruidos del jardín se habían amplificado repentinamente.
Oí pisadas en la hierba y, luego, la sensación intensificada de unas manos que aplicaban un aceite en mi trasero y también me masajeaban profundamente entre las piernas. A lo lejos percibía los sonidos distantes de cazuelas y pucheros, y el olor de los fuegos para cocinar.
Intenté no moverme, pero sentía un impulso irresistible de luchar contra las ligaduras. Forcejeé, pero no surtió ningún efecto, salvo que pude comprobar que había sido más fácil decidirme a hacerlo por el hecho detener los ojos vendados. Como era incapaz de apreciar el efecto visual, permití que todo mi cuerpo temblara y sentí la leve vibración de la cruz bajo mi cuerpo, como había sucedido en la cruz de castigo del pueblo.
Sin embargo, la ignominia de estar boca abajo era terrible, así como la deshonra de tener los ojos vendados.
Luego sentí el primer latigazo en mi trasero. La correa volvió a alcanzarme con suma rapidez, con un fuerte estallido, aunque era el cuero más que la carne lo que producía el chasquido, y de nuevo sentí otro golpe, esta vez acompañado de un fuerte escozor. Todo mi cuerpo se retorcía. Agradecí que por fin hubiera sucedido, aunque tenía miedo de todo lo que pudiera sentir a partir de entonces. Lo más amargo era no saber si quien blandía el látigo era Lexius. ¿Sería él o uno de los jóvenes criados?
En cualquier caso, no estaban mal aquellos latigazos. Me los propinaban con una correa gruesa de cuero, la sólida correa de castigo que tanto necesitaba y que había añorado desde el momento en que abandonamos el pueblo. Había soñado con esta paliza cada vez que aquellas delicadas correíllas importunaban mi verga o las plantas de mis pies. Esta azotaina era espléndida. Los golpes se sucedían con inusitada rapidez. Invadido por un alivio sublime, me abandoné a ella, sin ofrecer ningún tipo de resistencia.
Ni siquiera en la cruz de castigo me había sentido tan total e inmediatamente rendido. Eso sobrevenía únicamente con el aumento del dolor y, sin embargo, en estos instantes, mientras permanecía colgado, indefenso y con la venda en los ojos, sucedió de un modo instantáneo. Mi verga tenía un tamaño colosal y se movía bajo la apretada atadura mientras el látigo me fustigaba con fuerza sobre ambas nalgas al mismo tiempo, con tal rapidez que apenas parecían existir intervalos entre golpes, únicamente un castigo continuo y un sonido casi ensordecedor.
Me preguntaba qué sentirían los otros esclavos al oír aquel ruido, si ansiarían el castigo, como tal vez me sucedería a mí, o si les infundiría temor.
Poco importaba si sabían lo deshonroso que era ser azotado así como si no, lo cierto era que el sonido casi rompía la paz y tranquilidad del jardín.
Los latigazos continuaban. El encargado de manejar la correa lo hacía cada vez con más fuerza. Cuando se me escapó un grito, por primera vez caí en la cuenta de que no estaba amordazado. Estaba atado y con los ojos vendados pero no me habían amordazado.
Al instante remediaron aquel descuido. Mientras seguían azotándome con la correa, me metieron entre los dientes un rollo de cuero blando y empujaron aquella mordaza hasta meterla bien en mi boca, sujetándola firmemente mediante lazos que luego anudaron en la nuca.
No sé por qué aquello me perturbó tanto. Quizás era la restricción que faltaba y, con todas ellas, me puse frenético. Bajo los continuos latigazos forcejeé, me sacudí violentamente y grité a viva voz contra la mordaza mientras seguía colgado boca abajo inmerso en la total oscuridad. El interior de la venda forrada de suave piel se quedó húmedo y caliente a causa de las lágrimas. Aunque los gritos quedaban amortiguados, aun así eran bien audibles. Empecé a forcejear con movimientos rítmicos. Podía levantar todo mi cuerpo unos pocos centímetros y luego dejarlo caer. Me di cuenta de que me elevaba para alcanzar los tremendos y rabiosos azotes de la correa y luego me soltaba, alejándome de ellos para, de nuevo, volver a subir una vez más.
«Sí —pensé—, así, con más fuerza. Azotadme bien fuerte por lo que he hecho. Que la llamarada del dolor se haga cada vez más viva, más caliente.» Pero mis pensamientos en realidad no eran tan coherentes. Más bien, aquello era una melodía que se repetía en mi cabeza, compuesta por diferentes rimas: la correa, mis gritos, el crujido de la madera.
En algún instante, cuando seguían golpeándome, me percaté de que aquella paliza se prolongaba más que cualquier otra que me hubieran propinado antes. Los golpes ya no eran tan fuertes, aunque yo estaba tan escocido que apenas me importaba; eran perezosos latigazos que me dejaban convulso y lloroso.
El jardín se estaba llenando de voces. Voces de hombres. Les oía llegar entre risas y charlas. Si escuchaba con atención podía oír incluso cómo servían el vino en las copas. Volví a sentir la fragancia del vino. También olía la hierba verde justo debajo de mi cabeza y el aroma a fruta mezclado con el fuerte olor a carne asada y dulces especias aromáticas. Canela y volatería, cardamomo y bovino.
De modo que el banquete había comenzado, aunque los azotes continuaban si bien los golpes llegaban cada vez más lentamente.
También empezó a sonar la música. Oí el rasgueo de cuerdas, el doblar de pequeños tambores y luego el repicar de arpas y sonidos penetrantes, poco familiares, de cornetas que no era capaz de identificar. Una música disonante, de una tierra extranjera, que sonaba deliciosamente extraña a mis oídos.
El trasero me ardía de dolor y la correa seguía jugando con él. Había prolongados momentos en los que sentía cada centímetro de mis posaderas abrasándose pero, luego, el látigo volvía a estallar frenéticamente. Yo lloriqueaba. Comprendí que aquello podía prolongarse durante toda la velada sin que yo pudiera hacer otra cosa que llorar desconsoladamente.
«Pues mejor así —pensé— que ser uno de los demás cautivos. Prefiero atraer las miradas mientras todos cenan, beben y se ríen, quienesquiera que sean... que ser un mero motivo decorativo. Sí, una vez más el deshonrado, el castigado, pero el esclavo con voluntad.»
Me sacudí violentamente en la cruz encantado con la fuerza del movimiento, complacido por no poder derribarla, mientras sentía que la correa me alcanzaba otra vez con más ímpetu y mayor rapidez. Mis gritos eran cada vez más audibles e indecentes.
Finalmente, redujeron de nuevo la intensidad de los golpes hasta que éstos se volvieron fastidiosos. La correa jugueteaba con diversas marcas pequeñas, con las erupciones y rasguños que había provocado en mi carne. Ya conocía esta canción.
Se fusionaba con la otra música, la de los que ostentaban el poder, la sinfonía que inundaba los sentidos. Me expandí mentalmente para salir de este momento, por muy exquisito que fuera, y recogí otros momentos para mí, uniendo el pasado inmediato al presente vertiginoso. El contacto con los labios de Lexius —¿por qué no le había llamado Lexius, por qué no le obligué a llamarme amo? La próxima vez lo haría—, el contacto con su comprimido y pequeño ano cuando lo violé. Saboreé todo esto mientras la correa reanimaba holgazanamente mi carne en ebullición y el banquete continuaba con gran estrépito.
No sabía cuánto tiempo había pasado; sólo, igual que cuando estaba en la bodega del barco, que algo había cambiado. Los hombres se levantaban y se movían por el jardín. La correa me sobresaltó de pronto. Me dejaba en paz por un instante pero luego volvía a azuzarme. Estaba tan escocido que el rasguño de una uña me hubiera obligado a gritar. Sentí la sangre que rebosaba bajo las erupciones y mi verga que bailaba entre las ataduras. Las voces del jardín eran cada vez más fuertes, embriagadas y desenfrenadas.