De pronto, cayó en la cuenta de que no eran verdaderas estatuas, sino esclavos vivientes instalados en nichos.
Finalmente tuvo que echar una amplia ojeada y, esforzándose por no perder el paso, miró a derecha e izquierda para observar a estas pobres criaturas.
Sí, hombres y mujeres se alternaban a ambos lados del pasillo, donde permanecían mudos de pie en los nichos. Cada una de las figuras había sido envuelta de arriba abajo con el lino teñido de oro, a excepción de la cabeza, sostenida muy erguida por un puntal sumamente ornamentado, y los órganos sexuales que quedaban expuestos en su gloria dorada.
Bella bajó la vista e intentó recuperar el aliento aunque no pudo evitar volver a levantar la mirada. Entonces lo vio más claro. A los hombres los habían atado con las piernas juntas y los genitales apuntando hacia delante, y las mujeres estaban amarradas con las piernas separadas completamente envueltas y el sexo al descubierto.
Todos permanecían inmóviles, con los largos puntales para el cuello, de exquisitas formas doradas, fijados a la pared posterior mediante una vara que parecía sujetarlos firmemente. Algunos de los esclavos parecían dormir con los ojos cerrados, otros tenían la vista fija en el suelo, pese a que sus rostros estaban ligeramente levantados.
Muchos de ellos tenían la piel oscura como la de los criados y sus abundantes pestañas negras eran características de la gente del desierto. No había casi ninguno tan rubio como Tristán y Bella. A todos les habían embadurnado de oro.
Bella, invadida por un pánico silencioso, recordó las palabras del emisario de la reina que les había hablado en el barco antes de partir hacia la sultanía: «Aunque el sultán cuenta con muchos esclavos de su propia tierra, vosotros, los príncipes y princesas cautivos, sois una especie de exquisitez especial y una gran curiosidad.»
«Entonces seguro que no nos atan y nos colocan en nichos como a estos pobres —pensó Bella—, perdidos entre docenas y docenas de esclavos, sólo para servir de adorno en un pasillo.»
Pero la princesa también era consciente de la auténtica verdad. Este sultán poseía una cantidad tan vasta de esclavos que podía sucederle cualquier cosa, tanto a ella como a sus compañeros cautivos.
A medida que avanzaba a paso apresurado, y sus rodillas y manos empezaban a irritarse debido al roce con el mármol, continuó estudiando estas figuras.
Pudo distinguir que a cada una de ellas le habían doblado los brazos a la espalda y que sus pezones dorados estaban expuestos y algunas veces sujetos con abrazaderas; todos llevaban el cabello peinado hacia atrás para dejar al descubierto los adornos enjoyados de las orejas.
Qué tiernas parecían aquellas orejas, ¡como penes!
Una nueva oleada de terror invadió todo su cuerpo. Se estremeció al pensar en lo que Tristán sentiría allí, sin el amor de un amo. ¿Y qué sucedía con Laurent? ¿Qué le parecería todo esto después del singular espectáculo que había ofrecido atado en la cruz de castigo en el pueblo?
Otro tirón de las cadenas sacudió a la princesa. Le dolían los pezones. La correa jugueteaba entre sus piernas, acariciaba su ano y los labios de su vagina.
«Pequeño diablillo», se dijo otra vez. No obstante, con aquellas cálidas sensaciones hormigueantes que recorrían todo su cuerpo, arqueó aún más la espalda para que sus nalgas se elevaran y se arrastró con movimientos todavía más animosos.
Estaban llegando ante una puerta doble. Con gran conmoción, vio que había un esclavo colocado a un lado de la puerta y una esclava al otro. Estos dos cautivos no estaban envueltos, sino completamente desnudos, aunque pegados a las puertas mediante unas bandas doradas que rodeaban su frente, cuello, cintura, piernas, tobillos y muñecas, con las rodillas muy separadas y las plantas de los pies pegadas una contra otra. Tenían los brazos estirados y levantados por encima de la cabeza, con las palmas hacia fuera. Los rostros de ambos parecían serenos. Sostenían en sus bocas racimos de uvas diestramente dispuestos y hojas doradas como la piel de ambos, de tal manera que las criaturas parecían esculturas.
Pero la puerta se había abierto. Los esclavos pasaron junto a estos dos centinelas silenciosos en un visto y no visto.
Cuando la marcha aminoró, Bella se encontró en un patio inmenso, lleno de palmeras plantadas en macetas y parterres de flores bordeados de mármol veteado.
La luz del sol salpicaba las baldosas que Bella tenía enfrente. De repente, el perfume de las flores la reanimó. Vislumbró capullos de todas las tonalidades y descubrió, en un instante, que el vasto jardín estaba lleno de esclavos pintados de oro, enjaulados igual que otras hermosas criaturas, todos ellos colocados en posturas espectaculares sobre pedestales de mármol. Se sintió paralizada.
La obligaron a detenerse y le retiraron la traílla de la boca. Su mozo la recogió y se colocó a su lado. La correa jugueteaba entre sus muslos, le hacía cosquillas y la obligaba a separar las piernas. Luego, una mano alisó su pelo con ternura. Vio a Tristán a su izquierda y a Laurent a su derecha. Entonces comprendió que habían situado a los eslavos formando un amplio círculo.
De repente, el numeroso grupo de asistentes empezó a reírse y a hablar como si les hubieran liberado de algún silencio impuesto. Rodearon a los esclavos señalándolos con los dedos y gesticulando.
Una vez más, la pantufla pisaba el cuello de Bella, obligándola a bajar la cabeza hasta que los labios tocaron el mármol. Por el rabillo del ojo podía distinguir que forzaban a Laurent y a los otros a doblarse en la misma sumisa postura.
Un arco iris multicolor formado por las túnicas de seda de los criados los rodeó. El alboroto de la conversación era peor que el ruido de la multitud en las calles. Bella permanecía de rodillas, temblando, y sintió unas manos en su espalda y en el pelo, mientras la correa de cuero separaba aún más sus piernas. Varios mozos con túnicas de seda se situaron delante y detrás de ella.
De repente se hizo un silencio que acabó por destrozar la frágil compostura de la princesa.
Los criados se retiraron como si algo los apartara a un lado con un barrido. No se oía ningún ruido aparte del cotorreo de las aves y el tintineo de los carillones.
Luego Bella oyó el suave sonido de unos pies envueltos en pantuflas que se aproximaban.
No fue un hombre quien entró en el jardín sino que fueron tres. No obstante, dos de ellos permanecieron en segundo término por respeto al que se adelantó lentamente en solitario.
Había un tenso silencio. Bella vio los pies y el bajo de la túnica del personaje que se movía alrededor del círculo. El tejido era suntuoso y las pantuflas de terciopelo tenían un rubí en la punta. Aquel hombre se movía con pasos lentos, como si lo inspeccionara todo minuciosamente.
Bella contuvo la respiración cuando él se aproximó a ella. La princesa miró de soslayo al sentir que la pantufla de color vino le rozaba la mejilla y se apoyaba luego en su nuca, para seguir a continuación toda la longitud de la columna vertebral.
Bella se estremeció, incapaz de contenerse. El gemido sonó fuerte e impertinente a sus propios oídos pero no hubo ninguna reprimenda.
Le pareció oír una risita. Luego, una frase pronunciada con suavidad hizo que le saltaran una vez más las lágrimas. Qué voz tan sedante e inusualmente musical. Quizás el idioma ininteligible la hacía más lírica. No obstante, lamentaba no comprender el significado de aquellas palabras.
Naturalmente, nadie le había hablado. Aquellas palabras estaban dirigidas a uno de los otros dos hombres, pero aun así la voz la estimuló, casi la sedujo.
De súbito, sintió que tiraban con fuerza de sus cadenas. Sus pezones se endurecieron y sintió un picor que al instante extendió sus tentáculos hasta la ingle.
La princesa, insegura y asustada, se puso de rodillas, y luego notó que tiraban de ella para que se levantara. Los pezones le ardían y su rostro estaba al rojo vivo.
Por un momento, la inmensidad del jardín la impresionó. Los esclavos atados, la abundante floración, el cielo azul, de una claridad pasmosa, en lo alto, la gran cantidad de criados que la observaban. Además, el hombre que se hallaba de pie ante ella.
¿Qué debía hacer con las manos? Se las puso detrás de la nuca y fijó la vista en el suelo embaldosado. En su mente sólo persistió una imagen sumamente vaga del amo que la escrutaba.
Era mucho más alto que los muchachos. De hecho, era un hombre muy alto y delgado, de proporciones elegantes, que parecía de mayor edad por su aire autoritario. Era él quien había tirado de las cadenas que aún asía.
De forma totalmente inesperada, se las pasó de la mano derecha a la izquierda y con la mano libre dio un manotazo en la parte inferior de los pechos de Bella, lo cual la sorprendió. La princesa se mordió el labio para contener las lágrimas. Pero el ardor que sintió en su cuerpo la desconcertó. Ansiaba que la tocaran, que volvieran a golpearla; suspiraba por sufrir una violencia aún más aniquiladora.
Cuando intentaba controlarse, vislumbró brevemente el oscuro cabello ondulado del hombre, que no le llegaba a los hombros. Aquellos ojos eran tan negros que parecían dibujados con tinta, y los iris grandes y relucientes, cuentas de azabache.
«Qué encantadora es esta gente del desierto» pensó Bella, y los sueños de la bodega del barco volvieron de repente a ella como una burla. ¿Amarlo? ¿Amar a este hombre que no es más que un sirviente como los demás?
De todos modos, aquel rostro le provocó miedo y turbación. De pronto le pareció una cara inverosímil, casi inocente.
De nuevo se oyeron unas sonoras palmotadas y Bella, incapaz de dominarse retrocedió unos pasos. Sus pechos se inundaron de calor. Su joven asistente le fustigó las piernas desobedientes con la correa. Bella se mantuvo quieta, lamentando aquel error.
La voz volvió a hablar, tan suave como antes, tan melodiosa, casi acariciadora. Pero sus palabras hicieron que los jóvenes criados empezaran a actuar con toda presteza.
Bella sintió unos dedos suaves, sedosos, que se enroscaban sobre sus tobillos y muñecas y, antes de que pudiera comprender lo que sucedía, la habían levantado con las piernas alzadas en ángulo recto respecto del cuerpo, separadas por los mozos que la sostenían. También le estiraron los brazos hacia arriba mientras la sujetaban firmemente por la espalda y la cabeza.
La princesa temblaba espasmódicamente. Le dolían los muslos y el sexo estaba expuesto de un modo brutal. Luego sintió que otro par de manos le levantaba la cabeza y se quedó mirando fijamente a los ojos del misterioso gigante, su amo, que le dirigía una sonrisa radiante.
Oh, era demasiado apuesto. Bella apartó la vista al instante, con un pestañeo. Él tenía los ojos rasgados, lo cual le confería un aspecto levemente diabólico, y su gran boca provocaba en ella unas ganas tremendas de besarla. Pero, pese a lo inocente de su expresión, de aquel hombre parecía emanar un espíritu feroz. Bella percibía la amenaza en él. Lo sentía con su contacto. En aquella posición, con las piernas tan separadas, se sumió en un pánico silencioso.
Como si quisiera confirmar su poder, el amo le propinó unas rápidas bofetadas en el rostro que obligaron a Bella a gemir. La mano volvió a alzarse, esta vez para abofetearle la mejilla derecha luego la izquierda, hasta que de pronto Bella se puso a llorar de modo audible.
«Pero ¿qué he hecho?», se preguntaba mientras a través de la cortina de lágrimas descubrió que el rostro de él únicamente reflejaba curiosidad. La estaba estudiando. No era inocencia. Lo había juzgado erróneamente. Lo que en él fulguraba era sólo la fascinación que sentía por lo que estaba haciendo.
«De modo que se trata de una prueba —intentaba decirse la princesa a sí misma—. Pero ¿cómo puedo superarla o saber si fracaso?» Vio que las manos volvían a alzarse y se estremeció.
El hombre le echó la cabeza levemente hacia atrás y le abrió la boca para tocarle la lengua y los dientes. Bella, en un escalofrío, sintió que todo su cuerpo se convulsionaba asido por las manos de los criados. Los dedos exploradores le tocaron los párpados, las cejas y le enjugaron las lágrimas que surcaban su rostro mientras la princesa continuaba con la vista fija en el cielo.
Luego, Bella sintió las manos en su sexo expuesto. Los pulgares se introdujeron en su vagina y la abrieron de un modo insufrible mientras las caderas se balanceaban hacia delante provocándole una gran vergüenza.
Parecía que iba a explotar en un orgasmo, que no podría contenerse. ¿Estaría esto prohibido? ¿Y cómo la castigarían? Meneó la cabeza de un lado a otro intentando dominarse. Los dedos eran delicados, suaves, aunque firmes a la hora de abrirla. Si le tocaban el clítoris estaría perdida; sería incapaz de reprimirse.
Pero, a Dios gracias, el hombre tiró de su vello púbico, le pellizcó los labios, juntándolos con un movimiento rápido, y la dejó en paz.
Completamente aturdida, Bella giró la cabeza hacia abajo. La visión de su desnudez la acobardó aún más. Vio que su nuevo señor daba media vuelta y chasqueaba los dedos. A través de la maraña de su propio cabello comprobó que al instante los mozos alzaban a Elena como habían hecho antes con ella.
Elena se esforzaba por mantener la compostura, pero el rosado y húmedo sexo abría la boca a través de la corona de vello de color castaño y los músculos de los muslos empezaban a contorsionarse. Bella observaba aterrorizada mientras el amo procedía a examinar a Elena como antes hizo con ella.
Los pechos erguidos, elevados con un marcado ángulo, se agitaban mientras el amo jugaba con la boca y los dientes de la muchacha. Pero cuando llegó la hora de las palmotadas Elena guardó un silencio absoluto. La mirada en el rostro del amo confundió a Bella todavía más.
Qué interés tan apasionado mostraba, qué concentrado estaba en lo que hacía. Ni siquiera el jefe de los penados del castillo, con todo su encanto le pareció tan delicado como él. La suntuosa túnica de terciopelo se entallaba perfectamente a su recta espalda y hombros. Sus manos demostraban una gracia persuasiva de movimientos al abrir la roja boca púbica de Elena; la pobre princesa movía las caderas, arriba y abajo, con deshonrosas sacudidas.
El sexo de Elena, abierto en toda su plenitud, húmedo y evidentemente hambriento, avivó desesperadamente el prolongado apetito de Bella en alta mar. Cuando el amo sonrió al tiempo que alisaba el largo pelo de Elena para apartárselo de la frente y examinaba los ojos de la muchacha, Bella experimentó unos celos incontenibles.