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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (16 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Al pasar junto a mí, la tela de las túnicas me rozaba la espalda y la cabeza. Luego, de repente, me levantaron la cabeza y me retiraron la venda de los ojos. Sentí que aflojaban simultáneamente las ataduras de los tobillos, muñecas y pecho. Todo mi cuerpo se puso en tensión, pues tenía miedo de caerme o de que me soltaran.

Pero los criados me incorporaron rápidamente y enseguida me encontré de pie sobre la hierba. Un señor del desierto estaba ante mí. Naturalmente, ya no me quedaba sentido común ni autodisciplina como para no mirarlo. El hombre llevaba un tocado árabe de lino blanco y una túnica de color vino oscuro. Sus ojos relucían y su rostro tostado por el sol esbozó una sonrisa. Mi mirada de sorpresa le divirtió. Había más señores apiñados en torno a mí y de repente me dieron media vuelta con brusquedad. Una mano poderosa apretó mis nalgas escocidas. Oí risas. Me propinaron unos manotazos en la verga, me levantaron la barbilla y examinaron mi rostro.

Por todos lados bajaban esclavos de las cruces. Dimitri, aún con la venda en los ojos, estaba a cuatro patas, sobre la hierba, mientras un joven noble lo violaba a conciencia, Tristán estaba arrodillado ante otro amo y metiéndose la verga del hombre en la boca y chupándola con movimientos vigorosos.

Pero aún más interesante era la visión de Lexius, que estaba un poco más retrasado, de pie bajo la higuera, observando.

Nuestras miradas se encontraron durante una fracción de segundo antes de que volvieran a girarme otra vez.

Estuve a punto de sonreírle pero hubiera sido estúpido hacerlo. Mis nalgas enrojecidas se estaban convirtiendo en el deleite de estos nuevos amos. Todos ellos tenían que estrujarlas, sentir su calor y comprobar cómo me retorcía yo. Me pregunté por qué no flagelaban también a todos los demás esclavos. Pero en cuanto esa idea me pasó por la cabeza oí que también los otros empezaban a recibir latigazos.

El señor del rostro moreno me empujó para que me pusiera de rodillas y friccionó con ambas manos mi carne castigada, mientras otro me cogía los brazos para que le rodeara las caderas. El hombre se abrió la túnica. Su falo ya estaba listo para mi boca y yo lo tomé, pensando en Lexius al hacerlo. Por mi retaguardia, un pene importunaba mis nalgas, separándolas, y finalmente me penetró.

Me sentí lanceado por ambos extremos y más excitado que nunca al pensar que Lexius lo estaba presenciando. Mis labios trabajaron con fuerza sobre la deliciosa verga que tenía en la boca, acoplándome al ritmo del hombre que me penetraba por detrás. La verga cada vez entraba más en mi boca, se adentraba más y más en mi garganta mientras el hombre de detrás me embestía enérgicamente chocando contra mi dolorido trasero hasta que finalmente vació su chorro en mí. Yo estreché mis brazos con más fuerza alrededor del hombre cuyo pene chupaba. Mamaba de él cada vez con mayor intensidad mientras volvían a separarme las nalgas, me las masajeaban y pellizcaban antes de que otra verga, todavía más grande, se deslizara dentro de mí.

Por fin sentí el caliente fluido salado en mi boca, y el pene, después de los últimos lametones, se retiró de entre mis labios húmedos y apretados, como si saboreara el movimiento tanto como yo. De inmediato, otra verga ocupó su lugar mientras el hombre de atrás continuaba meneando sus caderas contra mí.

Por lo visto, tomé a otro hombre más por delante y uno más por detrás antes de que me pusieran derecho de nuevo y me empujaran hacia atrás, desde donde dos hombres me cogieron por los hombros y presionaron mi cabeza hacia abajo para que no pudiera ver nada aparte de sus túnicas. Un tercero me separó las piernas para penetrarme sin más prolegómenos. Sus embestidas hicieron que mi cuerpo se balanceara, y mi propia verga subía y bajaba, aunque en vano. De súbito una masa de fresca tela me cubrió el pecho. Otro hombre se había colocado a horcajadas sobre mí. Desde detrás, me levantaron la cabeza y la balancearon para recibir su verga. Intenté liberar los brazos para agarrarme a sus caderas pero los que me sostenían lo impidieron.

Yo continuaba lamiendo la verga con avidez, con un hambre que para entonces era crítica y dolorosa, cuando el hombre que me había estado violando se retiró, creo que completamente satisfecho. Entonces sentí que la correa me azotaba las nalgas mientras los otros continuaban sosteniéndome las piernas separadas y levantadas. Me fustigaron con fuerza. Las antiguas erupciones volvieron a abrasarme. Me puse a gemir y a retorcerme sin dejar de lamer la verga, entre las risas que resonaban a mi alrededor. Lloré con amargura mientras el dolor aumentaba. Las manos que me sostenían por las piernas ejercieron más presión. Yo me aferré al miembro, lo trabajé con frenesí hasta que eyaculó y luego dejé que el fluido me llenara la boca antes de tragarlo lenta y deliberadamente.

Una vez más me volvieron boca abajo. Vislumbré la hierba del jardín y las sandalias de los que me mantenían suspendido. Mis nalgas echaban humo con cada azote. Cuando otro pene entró en mi boca y uno más en mi ano, me flagelaron desde un lado para que el cuero se enrollara sobre la misma carne castigada. El siguiente latigazo alcanzó la espalda y, por debajo, la verga y los pezones. Cuando el cuero alcanzó otra vez el pene me sentí completamente fuera de mí. Impelí mi trasero contra el hombre que me violaba y absorbí la otra verga en mi boca aún más profundamente.

Ya no me quedaban pensamientos reales. Ni siquiera soñaba con otros momentos, ni tan sólo con Lexius. En mí bullía la mezcla apropiada de dolor y excitación, y abrigaba la inútil esperanza de que tal vez mis señores y amos quisieran ver actuar mi verga en algún momento.

Pero ¿qué necesidad tenían de ello?

Cuando por fin estuvieron satisfechos, permitieron que me pusiera a cuatro patas y me enviaron al centro de la cercana alfombra. Me quedé allí, inmóvil, como un animal que ya no les fuera útil. Los señores volvieron a acomodarse en un corro. Se sentaron con las piernas cruzadas sobre los cojines y alzaron de nuevo las copas: comieron, bebieron y murmuraron entre sí.

Yo permanecí de rodillas con la cabeza baja, como me habían enseñado, e intenté ignorarlos. Quería buscar a Lexius, ver otra vez su figura entre los árboles, saber que observaba. Pero lo único que veía eran las sombras confusas que me rodeaban. Veía el relumbre de espléndidas túnicas y el fulgor penetrante de las miradas de los hombres, cuyas voces oía cómo subían y bajaban de tono.

Yo jadeaba y mi verga, tan viva que me hizo sentir humillado, se movía a pesar de mis esfuerzos por impedirlo. Pero ¿qué importancia podía tener eso en el jardín del sultán? De vez en cuando, uno de los hombres estiraba el brazo para darme un manotazo en el pene o estirarme los pezones. Una gracia y una penitencia. Podía oír la risita del grupo, algún comentario. La situación era tan íntima y controlada que resultaba insoportable. Me puse en tensión, incapaz de ocultarme. Cuando me pellizcaron las ronchas, ahogué un grito con la boca cerrada.

Para entonces el jardín se había tranquilizado pero todavía llegaba hasta mí el sonido de las correas de castigo y de los gritos roncos y triunfantes de placer.

Finalmente aparecieron dos criados con un nuevo esclavo y a mí me cogieron del pelo, me sacaron del corro y empujaron a la nueva víctima hasta el lugar que había ocupado yo. Luego chasquearon los dedos ordenándome que les siguiera.

LA GRAN PRESENCIA REAL

Laurent:

Me moví tras ellos por la hierba, aliviado de no ser ya el centro de las penetrantes miradas. Aunque, por otro lado, era enervante la manera en que los criados murmuraban entre sí y a mí sólo ocasionalmente me incitaban a continuar dándome una palmadita en la cabeza o un tirón de pelo.

El jardín aún estaba lleno de quienes seguían disfrutando del festín y de esclavos jadeantes exhibidos igual que yo momentos antes. Algunos de los que vi aún continuaban en las cruces, o bien los habían vuelto a colocar en ellas, y eran muchos los que se retorcían y forcejeaban violentamente.

No vi a Lexius por ningún lado.

Enseguida llegamos a una sala brillantemente iluminada que daba al jardín. En ella había numerosos criados ocupándose de cientos de esclavos. En las mesas que se esparcían por la estancia había manillas, correas, cofres de joyas y otros juguetes.

Me obligaron a ponerme de pie y escogieron, especialmente para mí, un falo de bronce de buen tamaño. Observé aturdido cómo lo embadurnaban de aceite, maravillado por la minuciosa talla del objeto, la hermosa factura de la punta circuncidada e incluso la superficie de la piel. Llevaba incorporado un aro de metal, un gancho en la base amplia y redonda del falo.

Los mozos no levantaron la vista en ningún momento para mirarme mientras manipulaban el objeto. Esperaban de mí una sumisión completa y silenciosa. Me insertaron el falo, lo introdujeron por completo y luego me colocaron unos alargados grilletes de cuero en los brazos. Me llevaron los brazos hacia atrás, obligándome a sacar pecho, y luego ataron fuertemente los brazaletes al gancho que colgaba en la base del falo.

Tengo unos brazos bastante largos incluso para un hombre de mi altura, pero si me hubieran atado por las muñecas hubiera estado mucho más cómodo. Los brazaletes estaban colocados por encima de las muñecas de modo que, cuando acabaron de fijármelos, mis hombros quedaron echados muy hacia atrás, con la cabeza levantada.

Alcancé a ver a otros esclavos musculosos y sudorosos en la habitación, a quienes estaban atando del mismo modo. De hecho, sólo había esclavos corpulentos, de constitución poderosa, nada de esclavos menudos y más delicados. Además, todos tenían el miembro más grande de lo normal. A algunos de ellos les habían flagelado a conciencia y sus traseros estaban muy rojos.

Intenté someterme a esta posición, aceptar aquella postura en que mi pecho quedaba forzado hacia fuera, pero me resultó doloroso. El falo de metal parecía asombrosamente duro y brutal, no tenía que ver en absoluto con los de madera o los forrados de cuero. A continuación, me abrocharon alrededor del cuello un collar rígido y grande del que colgaban varias correíllas largas, estrechas y delicadas. Aunque el collar quedaba flojo, era muy fuerte, rígido, y me obligaba a levantar la barbilla muy arriba por encima de los hombros, en los que se apoyaba firmemente. Inmediatamente engancharon también la larga correa que colgaba y podía sentir por mi espalda a la anilla del falo. Seguidamente estiraron otras dos correas, que caían de un único gancho situado en la parte delantera del collar, por encima de mi pecho y por debajo del tronco, las pasaron por ambos lados de mis órganos y también las engancharon con fuerza al gancho del falo.

Todo esto fue ejecutado mecánicamente, con tirones eficaces y contundentes por parte de los criados, quienes a continuación me dieron unas palmaditas en las nalgas y me obligaron a darme la vuelta para realizar una rápida inspección. Aquello me pareció infinitamente peor que la cómoda pasividad de la cruz.

Sus miradas se desplazaron por todo mi cuerpo, de modo impersonal aunque no indiferente, con lo cual la sensación de temor se intensificó aún más.

Me volvieron a dar más palmaditas en las nalgas y empecé a llorar, lo que curiosamente hizo que me sintiera mejor. Un criado me dedicó una breve sonrisa de consuelo y me acarició también la verga dándome unos rápidos golpecitos. El falo parecía balancearse dentro de mí cada vez que yo respiraba. De hecho, cada inspiración movía las correas que bajaban por mi pecho, lo cual agitaba levemente el falo. Pensé en todas las vergas que había tenido dentro de mí, en su calor, en el sonido resbaladizo que producían al entrar y salir, y entonces el falo pareció expandirse, crecía todavía más, se hacía más pesado, como para recordármelo todo, como para castigarme por ello y prolongar el placer.

Volví a pensar en Lexius, me preguntaba dónde estaría. ¿Sería la larga paliza que recibí durante el banquete su única venganza? Contraje las nalgas y sentí el frío borde redondo del falo y la carne escocida que se estremecía alrededor de éste.

Los criados lubrificaron mi verga con movimientos rápidos, como si no quisieran estimularla en exceso ni ofrecerle una satisfacción. Cuando quedó reluciente, masajearon delicadamente el escroto con aceite. Luego, el más apuesto de los dos, el que sonreía con más frecuencia, me presionó los muslos hasta hacerme doblar ligeramente las piernas colocándome en una postura acuclillado bastante mortificante. Hizo un gesto de asentimiento y me dio una palmadita de beneplácito. Eché un vistazo a mi alrededor y vi a otros esclavos en la misma postura que yo. Cada uno de los cautivos que vi tenía el trasero terriblemente rojo, e incluso a algunos de ellos también les habían azotado en los muslos.

Con una clarividencia abrumadora, me convencí de que tenía el mismo aspecto que ellos. Estaba en aquella misma postura que ejemplificaba la disciplina y la humillación y, por un momento, me invadió una terrible debilidad.

Entonces descubrí que Lexius me observaba desde la puerta. Tenía las manos enlazadas sobre el vientre y me miraba con ojos entornados y expresión seria. La excitación y la confusión que sentí se duplicó, se triplicó.

El rostro me ardía cuando él se acercó. Yo continué en la misma posición acuclillado, con la vista baja, pese a tener la cabeza alzada, y me maravillé de lo difícil que era mantenerse así. El castigo en la cruz parecía algo fácil en comparación con esto. Allí no era necesaria mi intervención, pero en estos instantes tenía que cooperar. Y él estaba aquí.

Cuando movió su mano hacia mí yo estaba convencido de que me abofetearía otra vez, pero me tocó el pelo y luego me colocó la melena con delicadeza detrás de la oreja. Entonces los criados le entregaron algo. Pude distinguirlo con un solo vistazo: un par de preciosas abrazaderas enjoyadas para los pezones unidas con tres delicadas cadenas.

Mi pecho parecía más vulnerable en aquella postura, impelido hacia delante, con los hombros estirados dolorosamente hacia atrás. Cuando me puso las abrazaderas me asaltó el pánico sólo por el hecho de no poder verlas. El collar me mantenía la barbilla erguida. No podía ver las tres pequeñas cadenas que debían de temblar entre las abrazaderas; un adorno humillante que registraría cada una de mis respiraciones ansiosas, tal como un estandarte anuncia la brisa incluso cuando ésta es demasiado suave para poder sentirla. Aquella cosa brilló en mi imaginación: las abrazaderas, las cadenas. La sensación de estar comprimido era exasperante.

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