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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (14 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Pero luego el rostro de la mujer se tornó serio, y de nuevo agridulce. «Qué terrible ser tan guapa y estar triste — pensó Bella—. La tristeza no debería ser guapa.»

No obstante, Inanna cogió de repente la mano de Bella y la llevó hasta la cama. Se sentaron juntas. La mujer se quedó mirando los pechos de Bella y, en un impulso, Bella los levantó con las manos como si se los ofreciera.

Al recoger sus propios pechos entre sus manos y volverlos hacia Inanna, su cuerpo se estremeció con una sensación placentera. La mujer se sonrojó, sus labios temblaban y su lengua apareció brevemente entre los dientes. Mientras miraba los pechos de Bella, el pelo se le cayó sobre la cara. Cuando Bella observó a Inanna ligeramente inclinada hacia delante, con el pelo caído como una cascada sobre sus hombros y la opresiva faja metálica comprimiéndola, su cuerpo empezó a bullir inexplicablemente de deseo.

Bella estiró el brazo y tocó el cinto de metal. Inanna se retiró un poco pero mantenía las manos quietas como si no pudiera moverlas. Bella puso sus manos sobre aquella dura faja e inexplicablemente esto también la excitó. Abrió las abrazaderas, una tras otra; cada una de ellas provocó un pequeño chasquido. Pero la faja ya estaba lista para soltarse. Sólo tenía que deslizar los dedos bajo ella y abrirla.

Por fin lo hizo. De repente, apretando los dientes, el caparazón de metal liberó la fina tela arrugada que se acumulaba alrededor de la cintura de Inanna, quien se estremeció. Sus mejillas se pusieron como la grana. Bella se acercó más y apartó la tela violeta del corpiño, hasta llegar a las ajustadas calzas que la mujer llevaba bajo los bombachos. Inanna no movió ni un dedo para detenerla. Luego, Bella liberó los pechos, aquellos pechos magníficos, muy firmes y turgentes, con pezones de un oscuro color rosa, ligeramente altos.

Inanna se había ruborizado y temblaba descontroladamente. Bella podía sentir su ardor, pero parecía inexplicablemente inocente. Tocó con el dorso de su mano la mejilla de Inanna, y ésta inclinó delicadamente la cabeza para recibir su contacto. La caricia la elevó claramente en un paroxismo de pasión, pero la mujer no parecía entenderlo.

Bella estiró la mano buscando los pechos de la mujer pero luego cambió de idea y volvió a apartar la tela, revelando de este modo la lisa curva del vientre de Inanna. Entonces la mujer se levantó y retiró también la tela hasta que las calzas y los bombachos cayeron alrededor de sus tobillos. Aún tiritando, con las manos temblorosas, apartó la maraña de prendas de sus pies y se quedó mirando fijamente a Bella con el rostro colapsado por un terrible tumulto de emociones.

Bella se estiró para cogerla de la mano, pero Inanna retrocedió. El acto de mostrarse a sí misma desnuda la había dejado abrumada. La mujer movió los brazos como si quisiera taparse los enormes pechos o el triángulo de vello púbico pero, entonces, al percibir lo ridículo del gesto, enlazó las manos tras la espalda, y de inmediato volvió a ponerlas delante, impotente. Imploró a Bella con los ojos.

La esclava se puso en pie y se acercó a ella. La cogió por los hombros e Inanna inclinó la cabeza. «Vaya, parecéis una virgen asustada», quiso decirle Bella. Besó su mejilla ardiente y los pechos de ambas se tocaron. Inanna tendió sus brazos a Bella. Sus labios encontraron el cuello de la princesa y lo cubrieron de besos mientras Bella suspiraba y deseaba que la sensación la atravesara con un delicioso murmullo, como un sonido reverberante a través de un largo pasillo. El hecho era que Inanna bullía de ardor. Estaba más excitada que nadie que Bella hubiera tocado antes. La pasión la desbordaba aún con mayor intensidad que a su señor, Lexius.

Bella no aguantaba más. Agarró a Inanna por la cabeza y presionó su boca contra la de la mujer.

Aunque ésta se puso rígida, Bella no la soltó y finalmente la boca de Inanna cedió. «Eso es —pensó la muchacha—, besadme, besadme de verdad.» La princesa absorbió el aliento de Inanna mientras los pechos de ambas se apretujaban entre sí. Bella la rodeó con los brazos, apretó su pubis contra el de la mujer y retorció las caderas, mientras su cintura explotaba con una sensación que luego envolvió rápidamente todo su cuerpo. Inanna era toda suavidad y fuego, una combinación absolutamente cautivadora.

—Querida, pequeña inocente —le susurró Bella al oído. Inanna gimió, sacudió el pelo hacia atrás y cerró los ojos, con la boca abierta mientras Bella besaba su garganta y los cuerpos de ambas se apretujaban. El espeso nido de vello de Inanna cosquilleaba y arañaba a la esclava, y la presión de su sexo llevaba todas las sensaciones a tal grado que Bella pensó que no podría seguir en pie.

Inanna estaba llorando. Era un llanto ronco, grave, al borde de la liberación, acompañado de sollozos que surgían como pequeños estertores y sacudidas de hombros. De repente se soltó, se encaramó a la cama y dejó que el pelo le tapara el rostro mientras sollozaba sobre la colcha.

—No, no tengáis miedo —le dijo Bella situándose a su lado y volviéndola cara arriba, con delicadeza. La mujer tenía unos pechos absolutamente sensuales. Ni la princesa Elena los tenía tan preciosos, pensó Bella. Colocó uno de los almohadones bajo la cabeza de la mujer y la besó. Luego se encaramó sobre el cuerpo de ella y su pelvis se empezó a frotar lentamente contra la de Inanna hasta que el rostro de ésta volvió a enrojecer de rubor mientras suspiraba profundamente.

—Sí, eso está mucho mejor, mi dulce amor —dijo Bella. La princesa levantó el pecho izquierdo entre sus dedos y lo estudió mientras aprisionaba el pequeño pezón entre el pulgar y el índice. Qué tierno era. Se inclinó y lo tocó con los dientes, sintió cómo crecía y se endurecía, y oyó el doloroso gemido de Inanna. Luego Bella cerró la boca sobre él y lo lamió con fuerza y amor. Deslizó el brazo izquierdo bajo el cuerpo de Inanna para levantarla y con la mano derecha contuvo y empujó la mano de la mujer que intentaba defenderse.

Las caderas de Inanna se separaron de la cama y toda ella se agitó debajo de Bella, que seguía sin soltar el pecho, deleitándose en él, lamiéndolo y besándolo.

Pero de repente, Inanna apartó a Bella con ambas manos y se dio media vuelta, gesticulando frenéticamente para que se detuviera, para hacerle entender que no podían continuar.

—Pero, ¿por qué? —susurró Bella—. ¿Creéis que está mal sentir esto? —preguntó—. ¡Escuchadme! —cogió a Inanna por los hombros y la obligó a alzar la vista.

Los ojos de la mujer eran grandes y brillaban con las lágrimas adheridas a sus largas pestañas negras. Su rostro estaba rasgado de dolor, dolor genuino.

—No hay nada malo en ello —proseguía Bella, y se inclinó para besar a Inanna pero la mujer no se lo permitió.

Bella esperó. Se sentó sobre los talones con las manos en los muslos y se quedó mirándola. Recordó lo enérgico que había sido su primer amo, el príncipe de la Corona, cuando la reclamó la primera vez.

Recordó cómo la habían subyugado, azotado, obligado a ceder a sus propios sentimientos. No tenía autoridad para hacer esas cosas con esta preciosidad voluptuosa, y además no quería hacerlas. Sin embargo, en este caso algo no iba bien. Inanna estaba desesperada, pero se sentía desgraciada.

En ese instante, como si quisiera dar respuesta a Bella, Inanna se incorporó y se apartó el pelo del rostro humedecido, sacudió la cabeza con la más triste de las expresiones, separó las piernas, alcanzó su propio sexo y lo cubrió con ambas manos. Toda su actitud era de vergüenza, y a Bella le dolió verlo. La princesa apartó las manos de la mujer.

—Si no hay nada de que avergonzarse —le dijo. Deseó que Inanna entendiera sus palabras. Bella le empujó las manos a un lado y separó las piernas antes de que la mujer pudiera impedirlo. Inanna apoyó las manos sobre la cama para mantenerse quieta.

—Sexo divino —susurró Bella y acarició con devoción la entrepierna de Inanna provocando en ella un suave estremecimiento y un grito desgarrado.

Luego Bella le separó aún más las piernas para mirar aquel sexo y vio algo que la alarmó tanto que tardó un momento en recuperarse. Era incapaz de decir una palabra, de tranquilizar a Inanna.

Bella intentó disimular su sobresalto. Quizá no era más que un engaño provocado por el juego de luces y sombras. Pero Inanna sollozaba, no podía estarse quieta, y cuando Bella se inclinó más de cerca y separó a la fuerza aquellas piernas de hermosas formas, comprobó que no se había equivocado. ¡Tenía el sexo mutilado!

Le habían extirpado el clítoris; no había nada en su lugar, sólo una diminuta carnosidad lisa y cicatrizada. Los labios púbicos habían sido reducidos a la mitad de su tamaño, aunque también estaban agrandados por el tejido cicatrizal.

Bella sintió tal horror que por un instante no pudo hacer otra cosa para ocultar sus sentimientos que observar fijamente esta evidencia horrorosa que tenía delante. Luego se tragó la aversión que le provocaba aquella acción y miró a la seductora criatura que tenía delante. Impulsivamente, volvió a besar los pechos temblorosos y la boca de Inanna sin permitir que la mujer se intimidara. También le besó las lágrimas que surcaban sus mejillas y finalmente la atrapó en un largo beso que la subyugó.

—Sí, sí, querida —dijo Bella—. Sí, mi preciosidad. —Cuando Inanna se había calmado un poco, Bella miró otra vez el sexo mutilado y lo estudió con más atención. El pequeño nódulo de placer había sido extirpado, y también los labios. No quedaba nada aparte del portal del que podía disfrutar el hombre. La bestia inmunda, egoísta, el animal.

Inanna la observaba. Bella se sentó y levantó las manos para formular una pregunta con gestos. Se indicó a sí misma, su pelo, su cuerpo, para referirse a «las mujeres», luego hizo amplios movimientos a su alrededor para referirse a «las mujeres de aquí», y luego señaló el sexo cicatrizado con gesto inquisitivo.

Inanna asintió. Lo confirmó con otro gesto general:

—Sí —dijo en la propia lengua de Bella—. Todas... todas...

—¿Todas las mujeres de aquí?

—Sí —respondió Inanna.

Bella enmudeció. Entonces supo por qué a las mujeres del harén ella les había parecido una rareza tan tremenda, por qué se habían deleitado con las sensaciones de Bella.

Su odio al sultán y a todos los señores de este palacio se convirtió en un sentimiento sombrío y angustioso.

Inanna se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Se quedó observando fijamente el sexo de Bella mientras su rostro se fundía en una curiosidad silenciosa, infantil.

«Aquí sucede algo extraño —murmuró Bella—. ¡Esta mujer siente! Está tan excitada como yo —Le tocó los labios al pensar en los besos—. Ha sido el deseo lo que la ha impulsado a venir a mí, a liberarme de las ataduras, a traerme aquí. Pero ¿nunca se ha consumado este deseo?» Miró los pechos de Inanna, los brazos exquisitamente redondos y el largo y rizado cabello castaño que colgaba sobre sus hombros.

«No, seguro que se le puede hacer sentir hasta llevarla a la culminación —pensó Bella—. Existe algo más que estas partes externas. Debe de haberlo.» Acogió a Inanna en sus brazos y la besó hasta obligarla de nuevo a abrir la boca.

Al principio, Inanna estaba perpleja y se oponía a Bella con suaves gemidos. Pero la princesa le apretó los pechos mientras introducía la lengua entre los labios. Lentamente, provocó la pasión de la mujer hasta que el corazón de ésta volvió a palpitar con violencia. Inanna apretaba las piernas e imitó a Bella cuando se incorporó sobre sus rodillas. Una vez más, sus cuerpos se enlazaron, y las bocas quedaron selladas. Toda la carne de Bella despertó con la de Inanna y su pubis quedó electrizado mientras danzaba contra el de aquella otra mujer. Bella se nutrió otra vez de aquellos pechos espléndidos, con avidez y fuerza, agarrando a Inanna por los brazos, sin dejarla escapar aun cuando la sensación la puso frenética.

Finalmente, Bella sintió que Inanna ya estaba preparada, la empujó con brusquedad hacia atrás sobre los cojines, le separó las piernas y abrió el pequeño sexo que tan sanguinariamente habían destrozado. La humedad vital estaba allí. Bella lamió los fluidos de delicioso sabor ahumado mientras las caderas de Inanna se elevaban con espasmos vigorosos. «Sí, cariño», pensó Bella y su lengua se introdujo en las profundidades del sexo para lamer la entrada de la vagina hasta que los gritos de Inanna se volvieron roncos, sin modulación. «Sí, sí, cariño», se dijo la princesa cerrando la boca sobre los labios cercenados para buscar los músculos más profundos, más duros, de la pequeña cavidad y arrojarse contra ellos con más furia.

Inanna se retorcía y forcejeaba debajo de Bella. Sus manos le tiraban del pelo pero no con suficiente voluntad como para alejar la cabeza de la princesa, que seguía enfrascada en su tarea y obligaba a Inanna a subir los muslos y a levantar el sexo para lamerlo con mayor desenfreno. «Sí, vamos, sentidlo, mi pequeña —pensaba— sentidlo en lo más profundo», y enterró el rostro en la húmeda carne hinchada y ahondó con mayor rapidez y profundidad, raspando con los dientes la diminuta carnosidad de tejido cicatrizar donde había estado el clítoris, hasta que Inanna levantó las caderas con toda su fuerza y gritó a viva voz, y todo su sexo se convulsionó con violencia. Bella lo había conseguido. Había triunfado. Chupó la carne palpitante con más fuerza hasta que los gritos de Inanna casi se convirtieron en chillidos y la mujer tuvo que apartarse y hundir la cara en la almohada con el cuerpo tembloroso.

Bella se incorporó. Se recostó otra vez sobre sus talones. Su propio sexo estaba preparado, latía como un corazón. Inanna se había quedado quieta, con el rostro oculto, pero se incorporó lentamente con aspecto asombrado, casi atontado, y se quedó mirando fijamente a Bella. Le echó los brazos alrededor del cuello y la besó por todo el rostro, el cuello y los hombros.

Bella aceptó todas estas muestras de agradecimiento y afecto. Luego se tumbó sobre las almohadas y dejó que Inanna se tendiera a su lado. Movió la mano entre las piernas de Inanna y le metió los dedos en el sexo.

«Bien, ésta es más importante que las otras —pensó—, y no ha habido nadie que la satisfaga.»

Sólo entonces, mientras se arrimaba a Inanna, Bella cayó en la cuenta de que quizá las dos estuvieran en peligro. Las esposas debían tener prohibido estar desnudas, excepto con el sultán o para él.

Bella sintió un profundo odio hacia el sultán y el deseo repentino de abandonar este país y regresar a la tierra de la reina. Pero luego intentó alejar aquellos pensamientos y disfrutar de la pura excitación de estar echada junto a Inanna, así que empezó a besarle de nuevo los pechos.

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