La librería de las nuevas oportunidades

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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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Érase una vez una vieja librería en la pequeña y lluviosa isla de Shelter Island... A ese lugar tan especial, donde los libros parecen tener vida propia, llega un día Jasmine, dispuesta a hacerse cargo del negocio mientras la propietaria, su tía Ruma, viaja a la India para curar su corazón cansado. Sola en medio del polvo y el desorden, la joven intenta dar un toque de modernidad al local, colocando títulos nuevos y llamativos en el escaparate, pero muy pronto los clásicos de siempre imponen su presencia, y los autores vivos y muertos revolotean por las estanterías dejando oír su voz. Así Jasmine vuelve a descubrir a Shakespeare y a Edgar Allan Poe, y no solo eso: la chica aprende a escuchar a sus clientes, a comprender lo que de verdad buscan en una novela o en un manual de cocina, y acabará encontrando al hombre con quien compartir todos los libros de su vida. La librería de las nuevas oportunidades es a la vez una fábula romántica y un homenaje a la buena literatura porque a menudo es ahí, en las páginas amarillentas de un libro olvidado, donde están las palabras que pueden cambiar nuestra vida.

Anjali Banerjee

La librería de las nuevas oportunidades

ePUB v1.3

Zalmi90
08.04.12

Título original: Haunting Jasmine

Edición en formato digital: marzo de 2012

© 2011, Anjali Banerjee

© 2012, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2012, Rita da Costa García, por la traducción

Diseño de la cubierta: © The World of Dot

Adaptación de la cubierta: Random House Mondadori, S.A.

Fotografía de la cubierta: © Marta Bevacqua

En recuerdo de mi amigo Keith Curtiss

«Dedico esta novela a todos los libreros, estén donde estén.

Ellos son los que nunca se cansan de vender sueños».

Anjali Banerjee

1

Lo cierto es que no lo vi venir o, mejor dicho, no lo vi alejarse. Mi ex marido, Rob, usaba sus encantos como un arma, sin importarle a quién rompía el corazón ni a quién destrozaba la vida. Tampoco le importaba demasiado con quién se despertaba al día siguiente. Mi madre habría dicho «¿Has visto, Jasmine? Esto te pasa por haberte buscado un pene americano. Tendrías que haberte casado con un bengalí: fiel, bueno y leal a su cultura». Sus palabras evocan en mi mente la imagen de su alteza el pene real bengalí, ataviado con la tradicional churidar kurta, el glande asomando por la camisa de seda blanca bordada en oro en medio de una tradicional boda india. Pero mi madre no se saldrá con la suya: no pienso volver a casarme.

Ahora que el divorcio es un hecho, necesito alejarme de Los Ángeles, del ex marido infiel al que en el pasado creí perfecto. Viajo sola en un ferry con destino a la isla de Shelter, una mota de verde oscuridad empapada por la lluvia flotando en medio del estrecho de Puget. En la cubierta del barco el viento me azota el pelo, recordándome que sigo viva, que aún soy capaz de notar el frío. En la pantalla de mi móvil aparece de pronto el número de Robert, esa secuencia de dígitos verdes por la que he llegado a sentir verdadero odio. Hago caso omiso de la llamada y lo mando al desolado limbo del buzón de voz. Que se las vea con el agente inmobiliario y los buitres que planean sobre el piso. Yo he emprendido una huida en busca de la soledad.

A medida que nos acercamos a la isla, la costa oriental se va perfilando tras una densa cortina de niebla. Los madroños del Pacífico y los abetos parecen precipitarse en dirección a las playas agrestes y rocosas; las colinas arboladas se elevan hacia un cielo de peltre mientras el pueblo de Fairport parece abrazar el puerto con sus viejas casas arracimadas y sus luces titilantes. El corazón me late con fuerza. ¿Qué hago aquí? Pronto empezará a crecerme musgo entre los dedos, los pliegues de la nariz y los bolsillos de la gabardina, en la que conservo la carta de mi tía, su llamamiento urgente para que volviera a casa.

En la era del correo electrónico, la tía Ruma prefiere escribir al modo tradicional. Saco la carta de su escondrijo y la olfateo: un suave perfume a rosas. Cada vez que la desdoblo, la fragancia del papel cambia —ayer olía a sándalo, anteayer a jazmín—, pero las palabras permanecen idénticas, escritas en la letra oblicua y anticuada de mi tía:

Debo ir a India. Necesito que vuelvas para que te ocupes de la librería en mi ausencia. Solo tú puedes hacerlo.

Cuando llamé para preguntarle «¿Por qué yo?», dijo algo así como me voy «a Calcuta por motivos de salud». No pude sonsacarle más información que esa, pero ¿cómo iba a negarle nada a mi frágil y anciana tía? Me prometió refugio entre los clásicos de la literatura universal, aunque hace años que no tengo tiempo para leer una novela. No hay más que ver el contenido de mi maxibolso: un ejemplar enrollado de la revista Forbes, un móvil, una blackberry y un netbook. El peso de la tecnología tira del asa, que se me clava en el hombro. Apenas queda hueco para los objetos habituales —una polvera, un pintalabios, pañuelos, aspirinas, antihistamínicos, tarjetas de crédito, recetas y un manojo de llaves, incluida la que abre el gimnasio del despacho—. Ni un solo libro, y sin embargo, ¿qué más da? ¿Cuánto puede costar vender lo último de Nora Roberts o Mary Higgins Clark?

Pasar un mes en la isla, sentada en la librería, es un pequeño sacrificio al que me someteré gustosa por mi adorada tía. Me he traído trabajo para mantenerme ocupada, incluida una pila de informes que no he tenido ocasión de repasar.

Mientras el ferry fondea, una ráfaga de viento me arrebata de las manos la carta de la tía Ruma. El papel de color rosa revolotea en el aire antes de caer al mar, y por un momento la escritura resplandece en la luz crepuscular hasta que se diluye entre destellos y se hunde en el agua. Me planteo zambullirme tras ella (morir ahogada se me antoja una buena forma de poner fin a mi sufrimiento), pero justo entonces una gaviota grazna, animándome a mantener la cabeza alta, a desafiar a Rob.

Me incorporo y me uno al tropel de pasajeros que cruza lentamente la rampa hasta Harborside Road. El paseo marítimo, flanqueado por farolas de hierro fundido e imponentes álamos, serpentea a lo largo de la línea costera y se pierde en la niebla plateada. Me imagino adentrándome en ella y saliendo a un nuevo mundo en el que los hombres no tienen aventuras, en el que dos personas pueden volver atrás en el tiempo, enamorarse otra vez y no hacerse daño la una a la otra, pero sé que eso es imposible. El tiempo se mueve en una sola dirección. Debo apretar el paso y encaminarme a la librería de la tía Ruma, aunque mis tacones no están hechos para las aceras de adoquines y mi abrigo es demasiado fino para este clima.

La ciudad no ha cambiado desde la última vez que vine de visita, hará un año. La tienda de bicicletas, el quiropráctico, el oculista. Un solo comercio para cada necesidad humana. Quienes busquen un abanico de posibilidades entre las que elegir ya pueden darse por vencidos. Un letrero escrito a mano anuncia una venta benéfica de repostería casera en el escaparate del café Fairport, donde los lugareños se reúnen para compartir cotilleos y recetas.

No recuerdo la última vez que se me ocurrió abrir un libro de cocina. En Los Ángeles, Rob y yo sobrevivíamos gracias a la comida para llevar, una estratagema que habría molestado a mi madre. Según ella, toda mujer bengalí que se precie debe ser como mi hermana Gita, una experta en el arte de preparar curry de pescado. Yo apenas recuerdo cómo hervir agua. Ahora que voy a vivir con mis padres, se me hará más difícil ocultar mis defectos.

Dirijo mis pasos a la librería de la tía Ruma, que queda seis manzanas al norte de la línea costera y ocupa un edificio victoriano de tres plantas pintado en dos tonos: blanco y sombra de Venecia. Mientras me acerco, una niña sale de la casa a la carrera, llorando a moco tendido, seguida por su madre.

—¡Pero yo lo que quería era Jorge el Curioso! —gime la pequeña.

—Otra vez será... —responde la madre, y la sube a un Volkswagen Escarabajo.

Me detengo en la acera, frente a la librería, y el corazón me late con fuerza. No estoy preparada para lidiar con berrinches infantiles. Había olvidado lo grande que es la casa y lo complejo de su diseño, con las ventanas en voladizo, las torrecillas y la galería que la rodea en todo su perímetro. A medida que me acerco, asoman aquí y allá los más que evidentes estragos del paso del tiempo. La pintura de la verja se está desconchando y al tejado le faltan unas cuantas tejas. Habría que restaurar la casa, darle una mano de pintura y poner un letrero de neón en el escaparate.

Respiro hondo y arrastro la maleta por los estrechos peldaños que conducen a la puerta trasera de la casa, que es ahora la entrada principal de la librería. Un sendero trillado bordea la casa y conduce a la ornamentada puerta principal, encarada al mar como si evocara épocas pasadas, cuando los invitados importantes llegaban en barco. Dudo que nadie importante cruce el umbral estos días.

Al abrir la puerta, oigo un murmullo de voces. Las palabras parecen fundirse unas con otras, pero luego cambian de idea y se dispersan. En el vestíbulo me envuelve la penumbra, solo rota por el tenue resplandor naranja de una lámpara modernista de cristal emplomado. Habrá que poner más puntos de luz.

La pesada puerta se cierra de golpe a mi espalda, aislándome del mundo. La fragancia alimonada de la cera para muebles se eleva entre el polvo. Un fuerte olor a naftalina impregna el aire. No sobreviviré todo un mes en este ambiente asfixiante, rodeada de inútiles reliquias y libros descatalogados.

Y luego está este maldito horror al vacío. Mi tía no puede ver un solo rincón despejado. A mi izquierda, una polvorienta alfombra de Cachemira cuelga de la pared, representando el árbol de la vida en sutiles tonos de rojo y dorado. A medida que me acerco, los colores cambian a verde y amarillo. A lo mejor la luz ha cambiado, o quizá el dios hindú con cabeza de elefante, Ganesh, haya decidido gastarme una broma. Es una figura de bronce que se alza a mi derecha, dispuesta a ahuyentar a la clientela. Mi tía debería exponer aquí los libros más vendidos, no figuras de adorno.

Y sin embargo, no puedo evitar alargar la mano para frotar la oronda panza de Ganesh. Me maldecirá por no arrodillarme para tocarle los pies. Al fin y al cabo, es poderoso, temperamental e imprevisible.

—Ya podrías maldecir a Rob, hacer que se le caiga el pito —le susurro a Ganesh, que no se molesta en contestarme.

Dejo el equipaje a los pies de la escultura y casi me doy de bruces con un extraño que parece haber salido de la nada. Levanto la vista y veo un rostro de facciones angulosas, ojos de mirada umbría, pelo oscuro alborotado por el viento. Un tenue resplandor azul brilla a su espalda, perfilándolo a contraluz. Viste un atuendo informal: cazadora con capucha, pantalón marrón con bolsillos en la pernera y botas de montaña. Lleva una pila de libros bajo el brazo. Al parecer, le sobra tiempo para la lectura.

—Eso tiene que doler —dice. Su voz resuena en el vestíbulo, una voz grave de barítono que me pone la piel de gallina. Desprende un olor a pino y a aire fresco.

—¿El qué tiene que doler? —Estoy acorralada. El desconocido me impide el paso y no parece tener intención de moverse.

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