—Puede que no creamos en esas cosas, pero respetamos las tradiciones.
Lo que viene a decir es que yo no respeté la tradición al casarme con Robert en una ceremonia laica a la occidental, y mira lo que pasó. Hago caso omiso de la cara avinagrada de mamá y me vuelvo hacia Gita.
—¿Qué vas a hacer después de haberte casado? ¿Seguirás al frente de la tienda?
—¡Por supuesto! Tal como está la economía, la gente se abalanza sobre las perchas de ropa usada.
Papá blande el tenedor en el aire.
—Ya veremos cuánto dura eso. Jasmine, ¿hasta cuándo estarás con nosotros?
—Hasta que la tía vuelva de India.
—¿Por qué no te quedas un poco más? —pregunta con delicadeza.
—La tía Ruma va a volver. Y yo tengo que hacer una presentación.
Mamá se vuelve hacia mí.
—Supongo que estos días te resulta difícil mantener el ritmo de trabajo.
—Me las arreglo bastante bien.
Mamá acribilla las patatas con el tenedor.
—¿Has empezado a salir con alguien? ¿Tienes novio?
Gita deja caer el tenedor en el plato.
—Mamá, es demasiado pronto para eso.
—No estoy de humor para salir con nadie —contesto—. Bastante tengo con llevar la librería.
Pienso en Connor Hunt. Ni loca voy a mencionar mi encuentro con él. De todos modos, darse de bruces con un extraño en una librería difícilmente podría considerarse una cita.
—Sí, no hay duda de que estarás ocupada —comenta mamá—. Ten cuidado en esa casa, está que se cae.
—No me pasará nada. —Se me escapa una risita nerviosa.
—La tía Ruma siempre ha dicho que la librería está encantada —dice Gita—. Será mejor que te andes con ojo.
Me señala con el tenedor. Unos cuantos granos de arroz salen volando y aterrizan en la mesa.
—La casa no está encantada —replico—. Lo que está es... vieja.
Mamá barre el arroz de la mesa con una servilleta.
—Ruma siempre ha sido peculiar, cree en fantasmas y todo eso. Mientras tengas los pies en la tierra, no te pasará nada.
Pero lo cierto es que tengo la sensación de haberme quedado sin suelo bajo los pies. Me siento insegura, efímera. Me aferro con todas mis fuerzas al vaso de agua por temor a salir volando.
—¿Podemos hablar?
Gita se asoma a la habitación de invitados de la planta de arriba. Estoy sentada en la cama con el portátil apoyado en los muslos. Levanto la mirada, deslizo las gafas de lectura hasta la punta de la nariz.
—Si no nos alargamos mucho...
No soportaría escuchar sus planes de boda con pelos y señales. Su fervoroso entusiasmo acabaría consumiéndome como las llamas.
Gita tuerce el gesto, como si hubiese notado una terrible punzada de dolor en algún punto de su anatomía.
—Bueno, pues nada... Me voy a la cama.
Me quito las gafas, le indico por señas que pase.
—Lo siento. Venga, cuéntame.
A regañadientes, recojo las hojas de papel pijama esparcidas sobre la cama.
Gita entra en la habitación de puntillas, como si temiera molestar a la alfombra.
—¿No echas de menos la otra casa y el cedro gigante del patio trasero, el que tenía aquellas ramas tan bajas? Me encantaba trepar a lo alto y mirar el patio del vecino por encima de la valla.
Apenas recuerdo la casita que teníamos al otro lado del pueblo, al pie de un sendero forestal.
—La verdad es que no pienso mucho en ello. Hacía siglos que no me acordaba de ese cedro... Supongo que el trabajo me ha tenido demasiado absorbida.
—No deberías trabajar tanto, no haces otra cosa —sentencia Gita.
—Tengo que hacerlo. En primer lugar, porque necesito el dinero. Y en segundo lugar, trabajar me mantiene cuerda.
Gita se sienta junto a mí en la cama.
—Espero que puedas hacer un hueco en tu apretada agenda para ser mi dama de honor.
Mis pulmones se ven súbitamente privados de oxígeno. El día de mi boda Gita estuvo a mi lado, con un vestido de seda amarillo. Vio cómo Robert me ponía el anillo en el dedo y me sostenía la mano al tiempo que prometía amarme y cuidarme para siempre.
—En las ceremonias bengalíes no hay damas de honor.
—Puede que no, pero quiero que estés allí. Y el viernes, cuando mamá y yo vayamos a comprar el sari, ¿vendrás con nosotras? A lo mejor, de paso, encontramos uno para ti.
Hago una mueca.
—Ya sabes que no me entusiasman los saris.
No tengo tiempo para envolverme en yardas y yardas de seda, meter los pliegues de tela hacia dentro en la cintura y luego intentar poner un pie delante de otro para caminar. Es un hecho conocido que los saris tienden a caerse en los momentos más inoportunos, y además son un atuendo formal, la quintaesencia de India. Sencillamente no van conmigo.
Gita me mira, radiante de ilusión.
—¿Lo harás por mí? ¡Estoy tan emocionada, llevo tanto tiempo esperando este momento!
—¿No puedes hacer que te envíen un sari de India?
—¿Por qué iba a hacerlo habiendo tiendas aquí? Pero, ahora que lo dices, también podríamos encargar algunos saris de India. Y quién sabe, a lo mejor celebramos otra ceremonia allí. Dilip y yo lo hemos comentado en alguna ocasión.
—¿Vendrá algún pariente suyo de Calcuta?
—Sí, por supuesto. Sus abuelos y un par de primos. —Gita juguetea con las borlas del cubrecama—. Odio quedarme dando vueltas por la casa cuando él no está. Cuando se va de viaje, es como si me faltara media vida.
No puedo evitar que se me encoja el estómago. Qué fácil es el amor para Gita. Dilip y ella siempre se han llevado de maravilla, están perdidamente enamorados, beben los vientos el uno por el otro.
—¿Viaja mucho últimamente?
—Trabaja muchísimo. Lo han enviado a abrir oficinas en Bulgaria y Bangalore. Y más adelante lo mandarán a China.
—¿Por qué no lo acompañas?
—No puedo dejar la tienda desatendida tanto tiempo.
—¿Te llama cuando está fuera? Me refiero a si puedes controlar sus idas y venidas.
Gita suelta las borlas.
—Me llama cada noche. En ocasiones, varias veces al día.
—¡Bien hecho!
Me mira, ceñuda.
—No tengo la culpa de que sea un buen tío. Se preocupa por mí, me quiere.
Sus palabras me duelen. Robert también me quería. Ahora el objeto de todas sus atenciones es Lauren.
—Claro que te quiere. Todos los hombres quieren a las mujeres..., y cuantas más, mejor.
—¿Desde cuándo te has convertido en una amargada? No la pagues conmigo solo porque Robert resultó ser un crápula. Dilip no es Robert. Y tú tampoco pareces la misma.
—No, no lo soy —contesto con rotundidad, negándome a reconocer que sus palabras me han hecho daño—. Robert se encargó de que no quedara apenas nada de la mujer que fui.
—No tienes por qué ser tan cruel. —Gita se afana ahuecando las almohadas—. Eres igual que mamá y papá. Tan pesimistas, siempre poniéndose en lo peor, dándome consejos como si fuera una niña. Papá sigue pensando que voy a convertirme en cirujana cardíaca cuando crezca. Cree que lo de la tienda es como cuando jugaba a vestir muñecas. ¡Despierta, papá! ¡Jamás me verás abriéndole la caja torácica a nadie!
—Sí, también quería que yo fuera pediatra. —Mientras hablo, le escribo un correo electrónico a Robert para rechazar amablemente la oferta de malvender la casa. Le doy a la tecla de enviar—. ¿Te lo imaginas?
—¿Y a mí de cirujana? —Gita abraza una almohada.
—Como si lo viera, tú operando a corazón abierto y yo recetando antibióticos a una panda de mocosos...
—Lo de los niños no suena tan mal. —Gita frunce el ceño—. No me importaría tener hijos algún día.
—¿Por qué? Como acabes divorciándote, solo serán un problema añadido.
—¿Quién dice que acabaré divorciándome?
—Las estadísticas. La mayor parte de los matrimonios acaba en divorcio.
—Lo tuyo es peor que la amargura. Es..., es... ¡No tengo palabras! Ese tío ha acabado contigo de verdad. ¿Ya no crees en el amor? ¿No puedes intentarlo, aunque solo sea por mí?
Un dolor familiar se me instala entre las costillas. Miro por la ventana, hacia las aguas encrespadas que alumbra una luna pálida, indiferente. Pase lo que pase aquí abajo, la luna seguirá surcando el cielo. Arden ciudades enteras, se desatan guerras, caen civilizaciones, condenadas a extinguirse. Las mujeres solitarias lloran. Y sin embargo esa maldita luna sigue saliendo día tras día, el agua continúa fluyendo hacia el mar y Robert sigue viviendo sin mí.
Respiro hondo y se me cae el alma a los pies, como un ascensor repleto de piedras.
—La verdad, Gita, ya no sé en qué creo.
Por la mañana, tras un desayuno rápido compuesto por cereales y dos tazas de café cargado, me abrigo, meto unas cuantas carpetas en la cartera, me cuelgo el bolso del hombro y me dirijo a la puerta. Todo sea por el bien de mi querida tía Ruma.
—Espera. Te he preparado el almuerzo. —Mamá aprieta el paso para alcanzarme, blandiendo una bolsa de papel, y de pronto vuelvo a ser una niña que se dispone a ir al colegio. Tengo la misma sensación de haber sido pillada en falta, como si estuviera a punto de hacer un examen y me hubiese olvidado de estudiar.
—Gracias, mamá. No tenías por qué hacerlo. Iba a comprarme algo por el camino.
—¿Para qué vas a tirar el dinero? En el supermercado de la isla está todo carísimo. Como no tienen competencia... —Mientras habla, mete la bolsa de papel en mi maxibolso—. ¿Qué demonios llevas ahí dentro? ¿Vas a cargar con todo eso hasta la librería?
—Tengo que adelantar trabajo y hacer unas pocas llamadas por el camino. ¿Dónde habrá cobertura?
—Si la hay será en el paseo marítimo, antes de tomar la curva para entrar en el pueblo. Pero ten cuidado con las olas, se te echan encima sin que te des cuenta.
—Hasta luego, mamá.
Las olas, dice. A mi madre le encanta advertirme de los innumerables peligros que me acechan. Mi avión podría estrellarse. La casa de la tía Ruma acabará consumida por las llamas. Tropezaré, me abriré la crisma y acabaré en coma. Y ahora las intempestivas olas oceánicas van a arrastrarme consigo.
No me importaría ejercitar las pantorrillas en la arena, así que me dirijo a la playa. Veo conchas rosadas de berberechos, conchas blancas de almejas, fragmentos azules y rojos de roca volcánica. No puedo detenerme a recogerlos, bastante cargada voy ya.
Una bandada de cormoranes cotorrea sobre las olas. Las gaviotas planean en el cielo entre graznidos agudos. Avanzo a paso ligero y me cruzo con un par de transeúntes madrugadores, una anciana y un hombre que pasean de la mano. Parecen felices, como dos piezas de un rompecabezas que encajan perfectamente entre sí.
Mi reacción frente a la melancolía es echar mano del arsenal tecnológico. Enciendo el móvil y por fin logro oír los mensajes pendientes. La voz de Robert sigue haciendo que se me dispare el corazón, un acto reflejo que se desencadena al oír ese sonido aterciopelado y grave con un leve acento texano. «Hooola, Jasmine.»
A medida que escucho, aprieto los dientes. Robert habla en un tono dicharachero, sin sombra de culpa ni remordimientos. Ojalá se postrara a mis pies, para que tuviera el placer de rechazarlo. Pero nunca volverá arrastrándose. «Tengo que pedirte un favor», dice. El resto del mensaje es ininteligible.
Le devuelvo la llamada, pero me sale el contestador: «Te habla la voz incorpórea de Robert Mahaffey. Ya sabes lo que tienes que hacer».
Sí, sé lo que tengo que hacer, y lo haría si no fuera porque es ilegal y me pasaría el resto de la vida entre rejas.
—La respuesta es no —digo—. No a la oferta de vender el piso por menos de lo acordado. —Cuelgo el teléfono con los ojos arrasados en lágrimas, parpadeo para ahuyentarlas y me concentro en devolver las llamadas de mis clientes. Hojeo carpetas y me afano en vender mis conocimientos mientras la luz del sol se abre paso en el cielo. Ráfagas de aire frío y salado me azotan el rostro. El anorak, los vaqueros y las zapatillas de deporte no impiden que me sienta aterida de frío. Me encamino al pueblo siguiendo la línea costera.
—... para elegir su fondo de inversión socialmente responsable —voy diciendo cuando de pronto se me escapa un grito porque una ola helada me alcanza de lleno y me moja hasta los muslos—. ¡Tengo que colgar, le llamaré más tarde!
Corro a trompicones hacia el paseo para escapar de las olas. Estoy empapada pero ya llevo recorrido más de medio camino, así que no voy a volver atrás. Cuando llego a la librería, estoy al borde de la hipotermia.
Dentro de la casa reina el silencio, y el ambiente es cálido. El aroma especiado del té indio me llega a través del pasillo, mezclado con los olores habituales a polvo y naftalina. Estoy temblando, me castañetean los dientes.
—¡Hola, tía Ruma! ¡Socorro!
Mi tía entra apresuradamente en el vestíbulo, ataviada con otro conjunto imposible: un sari azul y un jersey morado a rayas.
—¡Bippy! ¿Te has caído al mar?
—Casi. —Descargo el arsenal tecnológico en el salón—. No me noto los pies.
—Ven, pondremos esa ropa en la secadora y dejaremos los zapatos junto a la estufa. Te daré unos pantalones para que te los pongas mientras tanto.
La sigo hasta el lavadero, que ocupa la habitación contigua al despacho. Me tiende una toalla y se marcha apresuradamente.
Me quito los vaqueros mojados, las bragas y los calcetines, y lo meto todo en la secadora. Luego me cubro enrollándome una toalla a la cintura. ¿Y ahora, qué? Aquí estoy, medio desnuda, sin cobertura de móvil ni perspectivas de futuro.
Mi tía vuelve con un pantalón holgado de poliéster violeta con cinturilla de goma, un par de calcetines naranja y unas enormes zapatillas de peluche con forma de conejitos a los que no falta detalle, incluidas dos orejas que parecen brotar de cada pie. Me lo pongo todo. Parezco un grano de uva gigante. Me alegro de que mi tía no me trajera también un par de bragas suyas. Espero que los vaqueros se me sequen en un tiempo récord.
—Mucho mejor, cómoda y calentita. —La tía Ruma retrocede un paso y sonríe con aire socarrón—. A lo mejor podrías ponértelo para la boda de Gita.
—Ya veo que mamá te lo ha contado.
—Me ha llamado esta mañana a primera hora. ¡Es una noticia maravillosa!
—La mejor que me han dado en años.
La tía Ruma me da palmadas en el hombro.