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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (20 page)

BOOK: La llave maestra
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—Esperad ahí —me indicó Juanelo, señalándome el vestíbulo superior—. Iré a ver si don Carlos ha desayunado y rezado sus oraciones matinales.

Mientras aguardaba, contemplé el panorama que desde allí se dominaba. Debajo de mí se extendía la alberca donde nadaban perezosas las carpas y tencas. Alrededor, cundían los rosales, ligustros, jazmines y madreselvas que trepaban hasta rematar las tapias. Más allá, en sucesivas terrazas, se desplegaba un paisaje hermosísimo, bajo una cálida luz que empezaba a cobrar brío. Un tenue arco iris ponía una nota de serenidad en el ambiente, y el paisaje se mantenía a la espera, suspendido como un tapiz. Era un panorama amplio y generoso, que debía de calar hondo en el ánimo de quien disponía de él a diario.

Juanelo salió al cabo de un buen rato y me informó:

—Don Carlos está un tanto destemplado. Anoche tomó unas empanadas de anguila, y se empachó. Esta mañana apenas si ha probado la escudilla de capón con leche especiada con que se desayuna. Ni siquiera le ha aliviado el vino de sen que suele tomar como purgante. Acaba de salir el barbero, y su ayuda de cámara lo está vistiendo para la misa que hoy se celebra en memoria de la emperatriz Isabel. Será larga, porque habrá responso y sermón.

Al constatar mi gesto de impaciencia, añadió:

—Tranquilizaos. Intentaremos verle durante la comida. Entre tanto, venid por aquí. Os mostraré mi obrador.

Nos dirigimos hasta el claustro nuevo, donde se había instalado en una de las celdas del lado sur. Al entrar en el taller saludamos ál herrero que, allá al fondo, remendaba el fuelle de la vieja fragua.

—¿Entendéis de relojes? —me preguntó Juanelo señalando a los que allí había.

—Un poco.

—¿Dónde lo aprendisteis? —se extrañó.

—En Estambul.

—¿En Estambul? ¿Ya conocen los turcos estas máquinas?

—Fue un paisano vuestro a instalarlo. Y él me enseñó.

—Don Carlos me honra visitando a menudo el lugar —siguió explicando Turriano mientras preparaba la aceitera—. Le gusta inspeccionar estos mecanismos, y es necesario tenerlos a punto. Su Majestad los conoce bien, no se le puede engañar. Y también sabe lo suyo de astronomía. Más de una vez se las ha tenido tiesas con el cosmógrafo mayor.

Pensé para mí que los complicados engranajes de relojes y astrarios por fuerza tenían que resultarle familiares a aquel gran muñidor de intrigas políticas y concertista de naciones. ¿Qué era media Europa, sino un mecanismo ajustado por él?

—¿Todo lo habéis hecho vos? —le pregunté con admiración, señalando un reloj planetario.

—Todo, desde los cálculos astronómicos hasta el trabajo de fragua y el corte de las piezas.

Turriano había terminado de darle cuerda, y sacó la llave tras tantear que el muelle quedaba tensado y enrollado en su totalidad. Probó a hacer lo mismo con una pequeña muñeca, una dama con su mandolina.

—Es un autómata que fabriqué hace tiempo —me explicó—. Lástima que se haya estropeado. Cuando lo arregle, volverá a bailar y tocar su instrumento.

Reparé en una mano articulada de metal, y le pregunté:

—¿También esto es obra vuestra? Sólo he visto algo parecido en una ocasión.

—Si venís de Bruselas os estáis refiriendo a la de Artal de Mendoza. Yo la hice —admitió Juanelo—. Y bien que me arrepiento. Era de plata, y aún estoy esperando cobrarla.

—¿Cómo funciona?

—Es muy complicada en apariencia, pero más sencilla de lo que se cree si se conoce su mecanismo —afirmó, levantando la cubierta, para mostrar los garfios articulados que sustentaban los dedos de metal—. Todo depende de este engranaje, que es el que sirve de transmisión, regulando y amortiguando la sujeción a la carne. Funciona como una rueda Catalina.

—¿Igual que el escape de un reloj?

—Eso es. Se trata de un escape que gracias a este engranaje dentado dosifica la presión sobre el muñón, para que el postizo se sujete con firmeza a la carne, pero no haga de pinza ni pellizque, que sería muy doloroso cada vez que se hiciese fuerza con los dedos metálicos. Comprobé aquel ingenioso sistema de bloqueo, que nunca habría descubierto por mí mismo de no estar en el secreto. Al devolverle la mano metálica le miré a los ojos para preguntarle por el Espía Mayor:

—¿Conocéis bien a ese hombre?

—Demasiado bien —respondió sin rehuir la mirada.

Intenté entrar en mayores averiguaciones sobre el particular, al ver que era Turriano hombre muy sincero. Pero no pude sonsacarle ni una sola palabra más. Con un gesto expeditivo, cubrió la mano de plata con un paño, dando así por zanjada la cuestión. No cabía duda: bastaba con nombrar a Artal para que la gente se pusiera en guardia. Volví, pues, a terreno seguro:

—¿Qué me decís del diseño que os envía Cardano? —le pregunté.

Lo extendió sobre una mesa. Estudió aquel bastidor cuadrado, con sus diez manubrios, engranajes y pequeños dados cúbicos.

—Él piensa que sólo vos sois capaz de construir ese artefacto —insistí.

—Cardano me tiene en un concepto excesivo. ¿Sabéis cuál es el mayor problema? Ése —y Juanelo señaló al fondo, donde se afanaba el herrero—. Que hay que recurrir a la fragua. Por eso tengo yo la mía medio destrozada. La fundición no permite superficies bien acabadas. El trabajo de herrería da mejor grano en el metal, y es el único modo de que se acople con suavidad. De manera que un mecanismo como ése llevaría su tiempo. Y su dinero, claro. Él y yo hemos hablado a menudo de la utilidad que tendría este aparato para construir las diferentes combinaciones de las llaves maestras. Porque no todo el mundo puede mantener un reloj, pero las llaves y cerraduras son de uso común, muy frecuentado y necesario, y su perfeccionamiento no debe dejarse en manos de simples caldereros.

—Ese es el modo como está protegido el mensaje para el emperador que traigo en este zurrón. —Juanelo fue hasta una mesa y tomó un objeto:

—Es piedra imán —aseguró—. Posee una fuerza que no se ve, pero que está ahí. Quizá en ella ande la solución para esa máquina. Aunque se requieren conocimientos que no tenemos.

En ese momento, sonaron golpes en la puerta. Era Herrera.

—Ha terminado la misa —nos informó.

—¿Cómo está de ánimo Su Majestad? —le preguntó Juanelo.

—Así, así. Ha pedido que le preparen la estufa.

El relojero torció el gesto, y se volvió hacia mí para explicarme:

—La estufa es la sala más liviana, la que da a levante. Es fácil de caldear, pero muy cerrada y asfixiante. No es el mejor sitio para tratar negocios. A don Carlos le afectan mucho estas cosas. Las misas por su difunta esposa, quiero decir. Dudo que sea oportuno verle ahora.

—Ha preguntado por vos —insistió Herrera—. Está en el aposento de mediodía. Podéis visitarle mientras se caldea la estufa.

Juanelo me miró, dudoso:

—El emperador despacha por las tardes, y el recurso habitual debería pasar por que le entregarais el correo a su secretario, Martín de Gaztelu. Pero en ese caso, no os recibiría. Las tardes son más apacibles. Es mejor esperar a que coma y eche su siesta. A las tres estará de nuevo en pie, y será el momento de verle. Se habrá recuperado.

—Maestro Turriano —le reprochó el arcabucero—. Su Majestad ha reclamado vuestra presencia.

El relojero asintió, contrariado. Miró a su alrededor buscando algo y de pronto, pareció tener un rapto de inspiración. O quizá atrevimiento, poco frecuente en alguien de natural tan tímido. Porque me entregó unos aparejos y me ordenó:

—Sujetad bien esto, y acompañadme.

—Pero…

—No hay pero que valga. Vos mismo entregaréis el mensaje a don Carlos y se lo explicaréis de viva voz.

—¿No es un poco precipitado? ¿Y si se niega a escuchar? —me inquieté.

—Lleva razón Juanelo —me aconsejó Herrera—. No habrá otra oportunidad.

—Tomad esto y venid conmigo —insistió el relojero.

Salimos al claustro nuevo y nos dirigimos hacia el corredor que lo comunicaba con el palacete. Por el camino, Herrera, más diestro en lides cortesanas, me hizo varias apresuradas recomendaciones:

—Su Majestad no siempre está de buen humor. Y por lo que he podido comprobar esta mañana, hoy tiene un día más bien imprevisible.

—¿No sería mejor dejarlo para la tarde? —insinué, inquieto. Juanelo me atajó con firmeza:

—¡No! Además, ya hemos llegado. Entrad conmigo y esperad en un rincón, intentando pasar lo más desapercibido posible. Yo os indicaré lo que debéis hacer.

Llamó a la puerta, esperó respuesta, y entró. Como me retrajera en el último momento, haciendo amago de no querer pasar, Herrera me dio un empujón, y cerró detrás de mí, obligándome a seguir a Turriano.

«La suerte está echada», pensé, mientras me agazapaba en una esquina.

Desde allí podía ver al emperador. Se encontraba junto a una ventana, sentado en un sillón de terciopelo rojo, con una manta sobre las rodillas. Tenía a mano una jarra de cerveza helada que, según supe después, le preparaba un maestro cervecero traído de propio. Reparé en su cara cuadrada, su mandíbula desencajada, que mostraba los escasos dientes que le iban quedando. Su piel era mortecina, los labios tan pálidos como su barba, los ojos enrojecidos y hundidos, la espalda muy encorvada. Sólo la recia nariz parecía conservar su compostura en medio de aquel generalizado desplome de la faz.

Don Carlos se había vuelto, al entrar Juanelo en la cámara, sin reparar apenas en mi presencia. A sus pies, un mastín, que había alzado la cabeza al vernos, volvió a dormitar en la alfombra, con la cabeza recostada sobre el escabel que aliviaba la gota al viejo monarca. Éste intentaba distraer aquellos dolores repasando un primoroso rosario de palo de águila con los paternóster de filigrana de oro.

A pesar del aliento corto y de la debilidad que se advertía en la voz del emperador, no se me pasó desapercibido el tonillo zumbón de sus palabras:

—Juanelo, ¿no habrá alguna manera de que esos relojes den la hora al mismo tiempo? Si eso le sucede al mejor mecánico del mundo, ¿qué puedo esperar de mis otros cortesanos?

—¿Para qué tanto trasto inútil, señor? —le preguntó Turriano, siguiéndole el juego, y haciéndose de nuevas.

Y al ver cómo estaban los ánimos, hizo un gesto de resignación que me sirvió de aviso para mantenerme a distancia. Luego, se dispuso a escuchar el motivo de la llamada del soberano. Se quejó éste de las hemorroides, que le habían vuelto a sangrar. Lo achacaba al mal funcionamiento del sillón que su relojero le había construido para aliviárselas, y que ahora el emperador señalaba, acusador.

El denostado armatoste se encontraba desterrado en un rincón, reo de sedición y deslealtad para con el monarca. Su apariencia era la de un sillón frailuno, con algunos aderezos que daban bastante mala espina. El respaldo podía echarse hacia atrás, mientras dos estribos, trabados y concertados con él, ascendían por los laterales delanteros para servir como reposapiés. Algo que tanto debía agradecer el derrengado cuerpo de don Carlos cuando las articulaciones se le agarrotaban.

Eso, cuando funcionaba. Porque ahora el armatoste estaba atrancado. Juanelo me hizo una señal, me pidió que dejase en el suelo el aparejo que llevaba y que le ayudase a desplazar aquel pesado mueble hasta una de las ventanas, por mejor aprovechar la luz del mediodía. Revisó los engranajes y se sentó en el sillón. Poniendo en juego todo el peso de su corpachón, Turriano empujó hacia atrás con su espalda, al tiempo que accionaba con ambas manos los topes que, bajo los reposabrazos, desbloqueaban el respaldo, que debía ceder hacia atrás y permitirle tumbarse en el sillón cuan largo era.

En su ventana, el emperador había dejado el rosario y daba un tiento a la cerveza, mientras observaba las maniobras del relojero. Acarició, para sosegarlo, el cuello del mastín, que se había levantado gruñendo, y puesto en guardia. Temí que se abalanzara contra mí, pero no era yo lo que barruntaba el animal, sino el desastre que se avecinaba. Porque Juanelo, en sus maniobras con el sillón mecánico, lo había hecho ceder bruscamente, y se había desequilibrado hacia atrás. Y hacia atrás cayó, propinándole una formidable costalada, y haciéndole rodar por el suelo entre crujidos de maderas y metales.

El perro empezó a ladrar, y el emperador a reír, con lo que aquel alboroto fue mano de santo para el destemple que nos agobiaba a todos. Porque, a mayor beneficio mío, fue del todo natural que yo me apresurase a ayudar a Turriano, quien se maldecía a sí mismo en lengua italiana por su torpeza al manipular los resortes. Y fue entonces, por vez primera, cuando el monarca reparó en mí, e intentó recomponer la seriedad de un rostro todavía más grotesco por aquella mandíbula inferior larga y ancha que, como luego pude ver, le impedía comer bien y le dificultaba el habla, hasta el punto de no entenderse las sílabas finales de las palabras que pronunciaba.

Al apercibirse de que su señor me miraba interrogativo, Juanelo me presentó brevemente:

—Estaba en mi taller, esperando, y le he pedido que me sirviera de ayudante —dijo, sin insistir más por el momento.

Don Carlos esperó a que arregláramos el sillón. Turriano echó mano de sus herramientas, lo ajustó y reforzó, y, después de probarlo de nuevo, esta vez con éxito, invitó al emperador a que se instalase en él a sus anchas. Así lo hizo, aliviado. Y, entonces, el relojero se dispuso a mostrarle un nuevo instrumento que había estado perfeccionando, para lo cual me pidió que le alcanzase los aparejos que me había dado en su taller.

—Con la pértiga que os he preparado, señor, podréis pescar en la alberca desde esta solana de vuestro palacete, sin moveros de ese sillón que tanto bien os hace en vuestras fatigas.

Se dedicó don Carlos a probarlo con alborozo infantil, asegurándose de que estaban a su alcance las aguas del estanque que se extendía bajo la ventana. No tardó en sentir un poco de frío, y cuando entró su secretario, Martín de Gaztelu, mandó cerrar, para que no hubiese corriente.

—Señor —anunció el recién llegado—, ya han traído el carnero criado a pan con que cada semana os regala el prior del monasterio de Guadalupe. Si no disponéis lo contrario, os será servido para la comida del domingo.

El emperador asintió con un gesto de la mano, indicándole que pasara adelante con otros asuntos.

—Pide permiso para entrar el correo que os hace llegar desde Portugal vuestra hermana Catalina —continuó Gaztelu.

—¿Qué sería de mí sin mis hermanas? —aprobó el emperador. Vino el correo y fue disponiendo los envíos sobre una mesa cercana. De todos los presentes, el que más plació al monarca fue una graciosa gatita negra de enormes ojos dorados, que arañaba su cesta de mimbre, maullando sin tregua para que la sacasen. Ordenó don Carlos que se llevasen al mastín del aposento, y liberó a la gata de su encierro. El animal saltó de inmediato, ronroneando y se llegó hasta el emperador, quien la acarició, disfrutando con el regalo de su hermana.

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