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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (22 page)

BOOK: La llave maestra
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Desde detrás del grueso cristal que le separaba de él, el criptógrafo observó cómo Bielefeld echaba mano a la cartera de cuero y sacaba el tercer sobre. Vio cómo lo abría James, se calaba las gafas y empezaba a leer la carta de Sara. Se ajustó dos veces las lentes a la nariz, como si no diera crédito a sus ojos, y cuando hubo terminado movió la cabeza enérgicamente para decir no.

Aunque le era imposible escuchar la réplica del comisario, David estudiaba ahora su rostro, y en particular su frente. Acababan de aparecer en ella unas arrugas que no pronosticaban nada bueno. Estaban atravesadas por una abultada vena, como un relámpago que se abriera paso entre nubes cargadas de electricidad. Sin duda alguna, su paciencia estaba siendo sometida a una dura prueba. Por eso no se sorprendió cuando le vio apretar los dientes y subir el tono de voz, sin importarle que le oyeran, para decir con toda firmeza:

—¡Ya lo creo que nos entregará esos documentos! Y ellos vienen conmigo —señaló reiteradamente hacia el lugar donde se encontraban David y Raquel—. El señor Calderón debe autentificarlos, y la señorita Toledano retirar ese depósito que hizo su familia. O vienen conmigo, o aquí tiene su jodida acreditación.

Se descolgó del cuello la tarjeta de Visitante Privilegiado y se la puso en la mano.

Minspert reaccionó de inmediato, pidiéndole en voz baja:

—¡Maldita sea, comisario…! No me monte aquí una escena. Ni yo, ni usted, ni nadie puede saltarse las normas. Esto —esgrimió el sobre con la autorización de Sara— tiene todos los defectos de forma imaginables. Y esta casa no es una comisaría de pueblo donde los vecinos vienen a que les quiten las multas.

—Ya le explicará usted esas normas a la Casa Blanca, cuando le llamen —le replicó secamente Bielefeld encaminándose hacia la salida. James Minspert le sujetó por el brazo, e intentó no perder la calma, al proponerle:

—De acuerdo, ellos vienen con nosotros —le devolvió la tarjeta con gesto que pretendía ser conciliador—. Ahora bien, dado que considero esta situación irregular, nos acompañará en todo momento un responsable de seguridad. Él nos servirá de testigo, y así estaremos todos más tranquilos.

Desapareció tras una puerta. Tardó lo suyo en regresar. Y lo hizo acompañado de un oficial con cara de baldosa, que llevaba en la mano un grueso libro.

Bielefeld se había reunido con Raquel y David. Este último se creyó en el deber de explicarles:

—La guía de teléfonos que lleva ese tipo en la mano es el reglamento. Si se lo aplica estrictamente, estarán aquí todo el día, y perderemos ese avión a España.

—No lo perderemos si usted viene con nosotros y nos ayuda. ¿Cuándo va a haber otra oportunidad de tener esos documentos en sus manos? —le retó el comisario.

David se debatía en un mar de dudas. Eran las peores condiciones imaginables para regresar a la Agencia. Pero había algo en lo que Bielefeld llevaba toda la razón: no las habría mejores. Y la insistencia de James por negarle el paso constituía un acicate suplementario. De manera que decidió sumarse a la comitiva.

Tras saludar a la joven, su antiguo jefe se rezagó junto a él, para decirle:

—Ya has conseguido volver a esta casa, muy a mi pesar. ¿A qué debemos el honor?

Atravesaban en ese momento el vestíbulo. El suelo estaba adornado con el enorme escudo de la Agencia y su inevitable águila dorada. David detuvo sus pasos sobre la cresta del ave, para devolverle el cumplido:

—Quería comprobar qué tal estáis tú y tu úlcera.

—Los dos estamos encantados de verte. Creía que no te llevabas bien con la prensa —y señaló con la cabeza hacia Raquel.

—Ah, es eso lo que te preocupa. Tranquilo, ha venido por su madre, no como periodista. Además, creo que está en barbecho. Ahora no ejerce, y debe de ser de las pocas personas que tiene buena opinión de ti.

El oficial de seguridad se adelantó para mostrar a Bielefeld y Raquel cómo debían insertar la tarjeta en el torniquete de control. David rechazó el ofrecimiento de ayuda y se volvió para reanudar la conversación con su antiguo jefe, intentando hurtarse al juego de provocaciones que el otro había iniciado:

—Créeme, James, ella aceptará un arreglo civilizado. Está en juego la vida de su madre. Seguro que será discreta.

En realidad, pensó David, Raquel estaba siendo demasiado discreta. Apenas había abierto la boca desde que bajaron del helicóptero. Aun así, le perturbaba su presencia, saberla allí, en los mismos lugares donde él había pasado tantos años, en circunstancias tan distintas.

Se unieron al grupo. Estaban llegando al Gran Corredor. Era como entrar en el vientre de la ballena. Un opaco zumbido de colmena irradiaba de aquel maremágnum de pantallas gigantes, computadoras y conexiones. Su longitud solía impresionar a los visitantes, y Minspert lo sabía.

—Es el corredor más largo de mundo, superior a tres campos de fútbol —explicó—. Aquí clasificamos más documentos que todas las demás agencias del Gobierno juntas: más que el Ejército de Tierra, la Armada, las Fuerzas Aéreas, la CIA, el Departamento de Estado…

—¡Demonios! ¿Cuántos ordenadores tienen? —preguntó Bielefeld.

—No los contamos por unidades, sino por acres. La Agencia es el primer usuario de computadoras del mundo.

El oficial de seguridad les franqueó una puerta vigilada por dos marines del servicio especial. Varios carteles con el aviso de «Área Restringida» les condujeron hasta una rampa por la que descendieron dos plantas. Una vez en los sótanos, fueron interceptados por un portal de alta seguridad.

Cuando hubo obtenido luz verde, el oficial que les acompañaba empezó a acreditar a los presentes en el ordenador de acceso, introduciendo sus respectivas tarjetas. Al llegar a la de David, el oficial tuvo sus dudas: la tarjeta roja no permitía traspasar un portal de alta seguridad. Miró a James, y éste asintió con la cabeza, en un gesto que no pasó desapercibido al criptógrafo.

Entraron en un estrecho pasillo, por el que caminaron hasta que les cerró el paso una cámara acorazada, protegida por una gigantesca puerta de acero con un dial de combinaciones.

—Necesito la llave —les explicó James.

Había que solicitarla en una expendedora automática. Minspert introdujo su tarjeta magnética y su número de identificación personal. La máquina hizo parpadear el cartel de «Comprobando la lista de acceso». Tras un «O.K.», hizo girar su carrusel de llaves y dispensó una de ellas mediante un brazo robotizado. Era su llave personal, y desde ese mismo momento, todo lo que sucediera en aquella cámara quedaba bajo su responsabilidad.

Chirriaron los goznes de la gruesa puerta de la cámara acorazada, y James se adentró en ella, mientras el oficial de seguridad se interponía, reteniendo a sus acompañantes.

En el interior de la amplia habitación abundaban los letreros rojos que advertían sobre el «Área de Exclusión», y recordaban las precauciones que debían observarse con los documentos sensibles. Una vez que Minspert localizó los fondos depositados por los Toledano, los colocó sobre una mesa y corrió una cortina de color negro alrededor de ella. Sólo cuando hubo extraído los documentos solicitados indicó al oficial que permitiera el paso a Raquel y a David, para que procedieran a identificarlos. En realidad, fue David quien lo hizo, revisando cuidadosamente los papeles. Al terminar, movió la cabeza, contrariado:

—No veo por ningún lado los documentos que nos interesan.

—Hay material que sigue estando clasificado como secreto —se justificó su antiguo jefe.

—No tiene nada que ver, James. Secreto o no, debería estar aquí.

—¿Qué ha pasado con esos papeles, señor Minspert? —intervino Bielefeld.

—No se lo puedo decir.

—¿Tampoco a mí, que represento a sus propietarios? —preguntó Raquel.

—Creo que debería leer las condiciones del depósito, señorita Toledano. Si los fondos se ven implicados en un proyecto clasificado, la confidencialidad les alcanza también a ellos.

—Conozco esas condiciones. Y entre ellas está la posibilidad de recuperar cualquier documento cuando medie causa grave. ¿La vida de mi madre no lo es?

—Claro que lo es. Pero no tenemos ninguna prueba de que la supuesta desaparición de su madre guarde relación alguna con esos fondos…

—Sí que la tenemos —Bielefeld echó mano a su vieja cartera de cuero y extrajo la cinta de video—. Aquí está la prueba.

—¿Qué es eso?

—La grabación del discurso del Papa.

—Mi gente ya ha examinado esa cinta.

—Pero no tiene los datos que le vamos a proporcionar nosotros.

Minspert empezaba a impacientarse.

—Este lugar no es el más adecuado para discutirlo. Vamos a mi despacho —y se dirigió a Raquel para preguntarle—: ¿Desea retirar estos fondos, tal y como están, o no?

—Desde luego que sí.

Minspert ordenó al oficial de seguridad:

—Proceda con la valija —y se volvió hacia el comisario para explicarle—. Eso evitará que seamos inspeccionados en todos y cada uno de los controles que nos encontremos, incluidos los volantes.

El oficial pidió a Raquel que firmara un «conforme», introdujo los documentos en un contenedor que recordaba las carteras de los repartidores de pizzas, y lo selló.

—Cuando quiera, señor.

Tras desandar el camino, Minspert les condujo a un ascensor privado. Lo accionó valiéndose de una llave, y subieron directamente a la octava planta. Al salir, tomó la valija de manos del oficial y le indicó un asiento en la sala de espera:

—Le llamaré si le necesito.

El despacho de James estaba presidido por un atril. David recordaba que solía empezar su jornada de trabajo con una reunión. Sólo con sus colaboradores más inmediatos, lo que él llamaba su guardia pretoriana. Y quería algo muy rápido. Los «titulares del día», los llamaba. En esas ocasiones, todo el mundo permanecía de pie. Incluido él; aunque, eso sí, atrincherado tras aquel atril.

—Estaremos más cómodos aquí —Minspert se quitó la chaqueta y señaló a sus visitantes una mesa redonda con varias sillas. Bielefeld le alargó la casete del video con el discurso del Papa, y pidió a David:

—Señor Calderón, ¿podría explicar las novedades que hay?

—Verás, James. Sara acaba de mandarnos a la señorita Toledano y a mí unos sobres como ése que tienes tú. Y en ellos incluye una rejilla criptográfica del siglo XVI que al aplicarla sobre un texto de esa misma época nos da esta palabra. Creo que es una clave. Compruébala tú mismo.

Y le mostró el texto y, sobre él, la cartulina perforada que permitía leer la palabra
ETEMENANKI
.

Minspert examinó con detenimiento la amarillenta cuartilla y miró a David para preguntarle:

—¿Por qué piensas que esto es una clave? Bielefeld empujó la casete hacia James e insistió:

—Lo entenderá mejor cuando vea el video.

James encendió el televisor, pulsó el mando a distancia, y de nuevo desfiló por la pantalla la imagen del Papa, con el final de su discurso y aquel farfullo. Minspert lo oyó, lo miró sin apenas parpadear, y preguntó, fríamente:

—¿Y bien?

—La primera palabra que dice el Papa es esa clave,
ETEMENANKI
—intervino David—. Es el nombre original de la Torre de Babel. Y luego habla de Nabopolasar y Nabucodonosor, los dos reyes de Babilonia que la restauraron.

—¡Por Dios, Calderón! Ya sé que piensas que en la Agencia somos los últimos en enterarnos de lo que pasa por ahí, en el mundo, pero tenía entendido que el Papa sigue siendo católico. No tratarás de hacerme creer que está hablando en babilonio…

—Yo sólo te hago notar que Sara conocía bien esa clave, porque le dedica todo un capítulo del libro que estaba escribiendo. ¿Se lo podría enseñar, señor Bielefeld?

Se refería a los apuntes que se habían llevado de la Fundación y que ahora traía el comisario en su cartera. James los examinó, displicente, antes de sentenciar:

—Peor me lo pones. O sea, que ahora pretendes que es Sara quien se manifiesta en esa cinta. Si ésas son todas las pruebas que tienes…

—No es sólo eso, James —le replicó David, poniendo cara de mucha paciencia—. Esos farfullos coinciden con la forma de hablar de mi padre poco antes de desaparecer en los mismos lugares que Sara. Y tú lo sabes. Vuelve a pasar el video y lo comprobarás. Súbele el volumen. Fíjate en el final, antes de que se hunda la plaza.

Así lo hizo. Se oía al Papa decir:

Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia.

E inmediatamente se producía una inmensa interferencia, que saturaba los altavoces.

—Dices que tu gente ha examinado esta cinta, ¿no? —le preguntó David—. ¿Qué opinan ellos?

—La están analizando en la sección de Señales Especiales —respondió James.

—Muy bien. Pues diles que le apliquen un programa de traducción universal.

—¿Aplicar un traductor a eso? No es más que ruido…

—James… —David intentaba ser persuasivo—. Hazme caso por una vez. Di a tu gente que lo procesen como si fuese un lenguaje articulado. No te cuesta nada probar…

Minspert se levantó para pulsar el interfono y pedir a su secretaria que llamara al oficial de seguridad. No tardó en aparecer. James escribió una nota, se la entregó y le dio instrucciones muy precisas.

Mientras el comisario explicaba a Minspert la desaparición de Sara Toledano, David escrutó a su antiguo jefe, con la distancia que le otorgaban algunas de sus más aceradas convicciones. Era alguien a quien convenía no desdeñar. Nadie como James a la hora de trabajarse a los políticos y a la prensa. Sabía jugar el juego, proporcionar información privilegiada, chantajear, hacer favores… y cobrárselos. Un hueso duro de roer. Tenía más conchas que un galápago, y una mente tan tortuosa que todos le llamaban «James, el jabonoso», por lo escurridizo que resultaba a la hora de comprometerse. «Casi nunca dice NO —se afirmaba de él—. Tiene otras doscientas maneras de negarte algo». Se preguntaba cómo se las arreglaría ahora para darles esquinazo, sin que pareciese que obstaculizaba la investigación.

Y, sin embargo, a Bielefeld le había espetado un rotundo NO. Era evidente que el comisario le ponía nervioso. David lo veía enfrente, con su aspecto bonachón, sus transparentes ojos azules y sus muchos kilos de estoica tranquilidad. Las manos grandes, apacibles, peludas, dormitaban sobre la sobada cartera de cuero a la espera de que su dueño les encomendara una tarea mejor. Pero el criptógrafo empezaba a conocerlo y a advertir que bajo su conciliadora fisionomía se agazapaba un formidable adversario. No disponía de una retórica brillante. Sin embargo, tampoco se dejaba impresionar fácilmente. No parecía un hombre ambicioso y tenía la rara virtud de pensar por su cuenta e ir al grano.

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