En ésas estaba, cuando su aperreado castellano empezó a atropellarse y resonar de modo extraño en toda la plaza. Era una reverberación bien distinta de la que procuraban micrófonos y altavoces al resto del discurso. Como si todo el recinto se hiciera eco del mismo, desde el suelo hasta los pináculos de pizarra en que remataban los tejados. A Bielefeld, situado en un lateral, bajo la plataforma, le bastó con mirar a Presti para advertir que algo iba mal. El arzobispo se había vuelto hacia el secretario encargado de revisar las alocuciones que pronunciaba Su Santidad. Aquel hombre estaba lívido, y sólo fue capaz de devolverle una aterrada mirada. De un zarpazo, Presti le arrancó la copia del discurso con la que seguía las palabras del Papa.
—¿Es esto lo que está leyendo? —le interrogó el nuncio, mostrando los folios.
—Es la versión que se ha repartido a la prensa —contestó el secretario.
El arzobispo comprobó que aún quedaba, al menos, medio folio. Acababa de devolver los papeles al secretario, cuando sintió en el tobillo una vigorosa tenaza. Era John Bielefeld, quien, desde debajo de la plataforma, le señalaba al Pontífice.
—Tiene que hacer algo, Presti. Y pronto.
En efecto, el Papa parecía congestionado. Pero no era a eso a lo que se refería el comisario, sino al incomprensible farfullo que parecía salir de sus labios:
—
Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li
.
Tras ello, pareció entrar en trance, con los ojos muy abiertos y las mandíbulas tensas. A decir verdad, era como si se estuviera atragantando y balbucease una melopea extrañamente rítmica:
—
Ar id ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia
.
—¿No se da cuenta, monseñor? —insistió Bielefeld—. Son los mismos sonidos que hemos escuchado esta madrugada.
La concurrencia apenas reparaba en ellos, pues podían pasar por un simple balbuceo debido al cansancio y la edad del Santo Padre. Pero los más allegados contenían el aliento pendientes de sus menores gestos. Fue al examinar la tribuna de autoridades cuando el comisario vio que alguien se levantaba, abandonando el lugar discretamente. Era aquel hombre chupado, de rostro anguloso, vestido de negro.
Y, de pronto, comenzó a oírse un zumbido sordo, una ronca vibración que estremeció toda la plaza, haciendo entrechocar los sillares de arenisca dorada. Era difícil adivinar de dónde procedía aquella trepidación, que ascendía por los edificios convulsionando sus estructuras, provocando en las ventanas el temblor de los cristales y en los tejados el castañeteo de sus lajas de pizarra.
Un murmullo de desasosiego brotó de quienes abarrotaban la Plaza Mayor, mientras se cruzaban miradas nerviosas. En el centro del recinto, la alfombra roja por la que había llegado el Pontífice se agitaba con rápidos estertores, mientras crujía con gran estrépito todo el tablado del escenario y la custodia manifestaba síntomas alarmantes de inestabilidad.
Para entonces, el arzobispo Presti ya había tomado una decisión. A un gesto suyo, todo el avezado comando del Cuerpo de Vigilancia del Vaticano subió a la tribuna. Rodearon al Papa y en un santiamén, lo sacaron en volandas por la rampa trasera. El nuncio gritaba órdenes en italiano mientras los guardaespaldas, sin demasiados miramientos, se abrían paso a empellones hasta ganar el automóvil que ya aguardaba con el motor en marcha. Tan pronto depositaron en su interior al Pontífice, salió a toda velocidad, precedido por las sirenas de los motoristas.
Bielefeld se volvió entonces hacia el centro de la plaza, donde los adoquines estaban cediendo a partir de una grieta de considerables proporciones. La crispación de la multitud había estallado en gritos y carreras. Quienes estaban de pie en la parte más cercana a los soportales retrocedieron hasta ellos para ganar alguna de las salidas hacia las calles laterales, provocando avalanchas que taponaban los accesos. Los sentados en las primeras filas se apresuraron a hacer otro tanto, derribando a su paso sillas y barreras.
El cortejo de políticos y autoridades que rodeaba la custodia tardó más en reaccionar, abrigando quizá la nebulosa idea de que les correspondía dar ejemplo de serenidad y sosiego. Pero una vez que constataron que aquello iba en serio, se produjo una estampida en toda regla.
El agujero del centro había crecido a tal velocidad que ahora mismo ya se estaba tragando la custodia más grande y admirable de la cristiandad, en medio de crujidos informes que daban cuenta del desguace —por aquellas malignas profundidades apenas entrevistas— del altar y la plataforma que la portaban.
De los bordes de la sima, en imparable crecimiento, surgía un traqueteo de chatarra, como si se estuviesen descuajaringando una tras otra las tres mil seiscientas piezas de oro puro con todas las pedrerías que decoraban aquella descomunal alhaja.
Las fuerzas del orden apenas habían comenzado a reaccionar, cuando en el fondo del agujero se oyó un estruendo aún más ominoso que los anteriores, hasta convertirse en un chorro de agua a gran presión, un surtidor del que empezó a brotar lodo y, después, cascotes, maderas, un zapato…
El caos más absoluto se adueñó del lugar. Aparecieron los primeros camilleros para socorrer a los heridos, que gritaban intentando hacerse oír entre los aullidos de las sirenas, los intercomunicadores policiales y los teléfonos móviles.
A medida que el surtidor fue cediendo y las ambulancias despejaban el lugar, las autoridades y miembros del cabildo se acercaron al centro de la plaza, escrutando y esquivando los más diversos objetos esparcidos por ella. Aquel géiser había escupido de todo, excepto cualquiera de las tres mil seiscientas piezas de la custodia. En un urgente cambio de impresiones, John Bielefeld tuvo oportunidad de escuchar las más peregrinas hipótesis. Dado el valor de la joya desaparecida —proponían algunos— no parecía que se tratara de un mero accidente, sino quizá de un atentado. El comisario se ajustaba los tirantes y movía la cabeza para sacudir su incredulidad. Aún se estremeció más al ver allí al inspector Gutiérrez.
—¿Qué piensa usted? —le preguntó Bielefeld.
—Todo esto es muy raro —respondió el inspector encogiéndose de hombros.
—No tanto —objetó el comisario con toda intención—. Sara Toledano ya lo había advertido.
—Ahora que lo dice: no la he visto por aquí.
—Ni la verá. Creo que debería hacer una visita al convento de los Milagros.
—Usted es su escolta. ¿No va a acompañarme?
—Yo ya he estado.
—¡Cómo que ya ha estado! —por primera vez, Gutiérrez pareció sentirse concernido.
—Ahora donde me gustaría entrar es ahí —y señaló el agujero que se abría en el centro de la plaza.
—¿Bajar ahí? ¿Pero es que no ha visto cómo ha quedado? Ni lo sueñe. En cuanto se evacue a los heridos habrá que empezar a recuperar las piezas y joyas de la custodia una a una. Llevará su tiempo.
—Estaré de vuelta en un par de días —concluyó Bielefeld—. Consígame un permiso para entonces. Y por favor, manténgame informado de sus investigaciones sobre Sara Toledano.
Apenas había dado unos pasos cuando se encontró con el arquitecto Juan de Maliaño, que mesaba su larga barba blanca con consternación. Se acercó a saludarle:
—¿Era a esto a lo que se refería usted al hablar de las extrañas condiciones acústicas de la Plaza Mayor?
—No se lo tome a broma, comisario. Demasiada gente —añadió señalando en torno suyo con el bastón—. Demasiado ruido. Era de esperar que la plaza reaccionara como lo ha hecho… —Oyó que alguien gritaba su nombre—. Y disculpe, que me reclaman.
Tras la perplejidad inicial, Bielefeld tuvo la impresión de que allí todos callaban algo. En cuanto a él, conocía bien sus obligaciones: regresar al hotel, recoger aquellos tres sobres que guardaba en la caja fuerte y tomar el primer avión de vuelta a Nueva York. Aún recordaba las palabras de Sara Toledano al entregárselos, cuando él le preguntó:
—¿Tienen que ver con ese proceso que estás investigando?
—Sí.
—¿Por qué tanto interés?
—Por el procesado, Raimundo Randa —había contestado Sara—. Lo suyo fue una odisea increíble. Nadie se toma tantas fatigas por algo que no sea verdaderamente importante. Está claro que ese hombre alcanzó a tocar con la mano secretos que le sobrepasaban.
—¿Qué clase de secretos?
—Algo terrible. Los mayores que alcances a imaginar. Y te quedarás corto.
R
aimundo Randa es conducido por un lóbrego laberinto de pasadizos y escaleras. Están subiendo. Pasan junto a las mazmorras donde los presos, descoyuntados, apenas tienen fuerzas para un gemido de socorro.
Él no puede verlos, ni ellos a él. Un capuchón negro de áspera sarga le cubre la cabeza. Pero sí escucha su rebullir, como de bestias, ahogado por la paja del suelo que tapiza las celdas. También le alcanza la humedad mohosa y el insoportable hedor.
Cuando todo eso va quedando atrás, los guardianes que le sujetan llaman a una puerta, que se abre. Le alzan en volandas, para que no tropiece en el travesaño. El interior se estrecha. Nota las paredes, el retumbar de los pasos en las bóvedas. Al final, un pasillo. Caminan por él largo rato. Se detienen. Oye cerrojos. Un prolijo y laborioso chirrido de cerrojos.
—Hay que engrasar esa cerradura —dice uno.
Le hacen entrar. No le arrojan ni empujan, sino que lo sostienen por los brazos al bajar los peldaños de piedra. Lo desatan y le quitan la caperuza que le cubre el rostro. Se frota los ojos con incredulidad. Mira a su alrededor. Está solo en una extraña habitación. ¿Qué lugar es aquél?
Mientras lo recorre con la mirada, oye cómo cierran al otro lado. El recinto no parece una celda. Alargado, empotrado entre dos recios muros maestros en los laterales, y clausurado al fondo por un tercero no menos imponente. Sus sillares tampoco ofrecen esperanza alguna de escapatoria. En el cuarto muro está la maciza puerta de hierro, gobernada por aquella cerradura. Tan complicada, a juzgar por su largo entrechoque de resortes y muelles. Arriba, muy arriba, se despliega una bóveda de cañón dando forma al techo. En su centro se abre una mínima tronera enrejada, que da al patio de la guardia. La luz entra por ella, cae desde lo alto tomándose su tiempo y se derrama negligente por la estancia.
Husmea el aire. Huele raro, pero no mal. Parece mortero de albañil. Han debido hacer obra para reforzar la puerta.
El único aderezo de la celda es un simple poyo de piedra en el que apenas cabe un hombre tumbado. Y sobre él se acuesta Raimundo Randa. Cansado. De tantos viajes. De aquel absurdo. De aquella ciega maquinaria que le ha llevado de encierro en encierro hasta el que parece ser definitivo. Barrunta que no saldrá de allí con vida o que, si lo hace, será para dar en el potro del tormento o en la hoguera.
Tantea con las manos su rostro escuálido. La barba, el pelo desgreñado y sucio. Le escuecen los ojos. Aprieta los párpados mientras rememora la pesadilla que le ha dejado en semejante estado.
Ahora sólo desea que todo acabe. No teme la ejecución. Ni siquiera los suplicios. No desea vivir. ¿Para qué, después de conocer la muerte de su mujer? Sólo le ata vagamente a este mundo la suerte de su hija, tan muchacha. Pero ella ya tiene quien le cuide.
Lamenta, si acaso, haber pasado tantas fatigas para quedarse, al final, a dos pasos de aquellos terribles misterios y secretos que se esconden en lo más profundo de la ciudad, y que han regido su suerte y la de su familia durante dos generaciones, al menos. Daría cualquier cosa por bajar allí, y conocerlos, aunque le esperen, como supone, peligros sin cuento. Pero ya es demasiado tarde. Y en aquel baile de imágenes, en el que se entrecruzan desiertos y ciudades, montañas y mares, siente cómo le va ganando la modorra…
Le despierta el esforzado trajín de la llave girando en la cerradura. Se alza, inquieto. ¿Cuánto tiempo ha estado durmiendo?
Al abrirse la pesada puerta de hierro, aparece un soldado. Se aparta para que entre una mujer. No puede verle la cara, sumida en contraluz. Cuesta advertir sus formas, porque está vestida con un sayal basto, una estameña parda.
Raimundo Randa se pone en pie y sigue con atención los movimientos de la mujer al bajar los peldaños. Es muy joven. Cree reconocerla mientras camina hacia él.
—¡No puede ser!,—dice entre dientes.
Al pasar bajo el rayo de luz que cae de lo alto de la bóveda, distingue primero la larga melena rubia que se desparrama sobre los hombros. Después, los rasgos de su rostro adolescente, endurecidos por la luz cenital.
—¡Ruth! —exclama el cautivo.
La muchacha corre hacia él y le abraza. Se estremece al sentirlo rígido como un leño.
—Padre, ¿qué os han hecho?
El guardián que vigila la entrada se retira para ceder el paso a una vieja que baja las escaleras, se aproxima al poyo de piedra y deja en él una jofaina con una jarra de agua, una toalla y ropa limpia.
Entonces, al alzar la vista hacia la puerta, Randa advierte por primera vez allí arriba la presencia de aquel hombre embozado, su amenazadora silueta recortada contra el umbral. A un gesto suyo, se retiran los soldados, dejando al prisionero a solas con su hija. Chirrían los goznes.
—No os olvidéis de engrasar esa cerradura —se oye afuera, amortiguado el sonido por la gruesa barrera de hierro.
Cuando se apagan sus voces y pasos, el silencio se apodera del lugar.
—Venid, padre, sentaos —le dice la muchacha llevándole con tiento hasta el poyo.
Ruth busca su mirada, el contacto con sus ojos opacos. Aquel hombre prematuramente envejecido continúa ausente, vuelto hacia adentro, ido. No hay brusquedad en sus gestos. Pero nota que algo se ha roto dentro de él. Siente la sorda desesperación que le inunda, la resistencia y tensión de los rasgos del rostro cuando le acaricia. La joven llega junto a la jarra. Se agacha para cogerla y verter el agua en la palangana. Toma la toalla, la humedece y comienza a lavar a su padre. Este parece reaccionar cuando ella le pide que sujete la jofaina. Quizá sea por el frío. Quizá porque al sostener el recipiente y acercárselo a su propia cara, torpe y lentamente, Raimundo ve su reflejo en el agua. Se le ensombrece aún más el gesto. Luego, se deja hacer.
—¿Y Rafael…? —pregunta, al fin, Randa—. ¿Dónde está tu marido?
La muchacha le sonríe. Trata de mostrarse alegre.