La llave maestra (2 page)

Read La llave maestra Online

Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
12.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Juan Antonio Ramírez de Maliaño, nuestro arquitecto municipal.

—Sara ya me había hablado de usted —atajó el anciano, tomando a Bielefeld del brazo y llevándole aparte, para evitar a Gutiérrez como intermediario.

—¿Qué ha pasado en la plaza? —le preguntó el comisario cuando estuvieron solos.

—No lo sabemos —contestó el arquitecto—. Mi gente está comprobando el estado de los edificios, y todo parece más o menos en orden.

Se oyó un siseo, y Maliaño calló atendiendo a los gestos de un hombre provisto de auriculares que les pedía silencio. Estaba agachado, en cuclillas, sobre una batería de micrófonos conectados a un complejo dispositivo de cables que se esparcían por el recinto. Bielefeld interrogó con la mirada al arquitecto. Éste bajó la voz para decirle al oído:

—Está grabando los sonidos.

—¿Qué sonidos? Ya han desaparecido.

—No del todo… Tenía que haberlo oído cuando comenzó. Daba miedo.

—Lo escuché a través del teléfono. ¿Dónde podemos hablar sin molestar a ese hombre?

—Mi despacho está aquí mismo. Espere a que monseñor Presti termine de despedir a las autoridades y subiremos allí.

—¿Hay vecinos en la Plaza Mayor?

—No. Son dependencias municipales.

Cuando advirtió que el arzobispo venía hacia ellos, Maliaño hizo gestos al hombre de los auriculares para indicarle la ventana de su despacho. El otro asintió, dándole a entender que enseguida se les uniría.

Presti entró en el edificio, ignorando de un modo ostensible al inspector Gutiérrez, quien no ocultó su contrariedad por no ser invitado a aquel cónclave. Era evidente que el prelado no deseaba convertir la reunión en un debate sobre la seguridad del lugar. Mientras subían las escaleras, hizo un aparte con Bielefeld y se dignó doblegar su espinazo para advertirle:

—Ya sé lo de Sara Toledano. Evite mencionarla por todos los medios.

Luego, volvió a enderezarse para recomponer su magro y afilado perfil, mientras el comisario experimentaba de nuevo la desagradable sensación de que aquel hombre se consideraba su superior por el simple hecho de saberle católico, apostólico y romano. Aunque, en realidad, Presti parecía sentirse superior a todo el mundo. Lo primero que hizo cuando hubieron entrado en el despacho fue sentarse en el sillón que presidía el tresillo, tomando posesión del lugar. Y cuando comenzó a hablar no fue para darles las gracias por su presencia ni pedir su opinión, sino para advertirles:

—Dispongo de poco tiempo. Está clareando, y he de encontrarme junto a Su Santidad cuando se despierte, para ponerle al tanto de lo que está sucediendo.

Todo esto lo dijo mientras limpiaba sus gafas con montura de oro. Tras ello, se las caló y ajustó sobre la nariz aguileña, para preguntar al arquitecto:

—¿Ha sufrido daños la plaza?

—No. Pero sigo desaconsejando el acto que se disponen a celebrar.

—Por Dios, Maliaño, no le he pedido su opinión sobre ese punto —le atajó Presti, desabrido—. Deduzco que firmará un informe en el que se dirá que la plaza está intacta…

—… y en el que seguiré haciendo constar mi desacuerdo —matizó el arquitecto.

No había en sus palabras énfasis alguno, pero sí la firmeza de quien ya consideraba suficientemente invadidos sus dominios. El prelado decidió ignorarlas, y volvió a la carga con impaciencia, señalando hacia el balcón.

—¿Y qué dice ese hombre, el que está grabando los sonidos?

—¿Víctor Tavera? Vendrá de un momento a otro —replicó Maliaño.

Apenas lo había dicho, cuando el aludido entró sin ningún protocolo. Los auriculares habían descendido desde su flequillo rebelde y le ceñían ahora el cuello, tan curtido como su rostro sin afeitar, decididamente silvestre. El nuncio miró con desagrado su atuendo de campaña, de un desaliño para él inaceptable. Sin esperar instrucción alguna de nadie, Tavera se sentó junto al arquitecto, con quien parecía entenderse con breves monosílabos.

—¿Y bien? —le interrogó Presti, dejando claro que era él quien presidía aquel conciliábulo.

Por toda respuesta, Víctor Tavera colocó la grabadora sobre una mesa baja, se inclinó sobre ella y pulsó una tecla. Del altavoz salió un confuso borbotón de sonidos, entre los cuales Bielefeld creyó reconocer algunos de los oídos a través del teléfono.

—Permítanme que limpie un poco este follón —dijo Tavera. Manipuló el aparato, hasta que el zumbido de fondo y los espeluznantes alaridos parecieron articularse en una rítmica melopea.

—Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia
.

—¿Qué diablos son esos ruidos? —preguntó Presti mientras consultaba su reloj.

—Son algo más que ruidos —explicó Tavera—. Y empezaron desde el mismo momento en que molestaron a la plaza con los preparativos para la ceremonia. Me temo que alguien está hurgando debajo de ella.

—¿Molestar a la plaza? ¿Qué quiere usted decir?

—Sara Toledano se lo explicará mejor que yo.

—Se lo pregunto a usted. Si no, ¿para qué lleva tantos años grabando los sonidos de esta ciudad?

Pero Tavera se mantuvo en sus trece, limitándose a apartar el flequillo de entre los ojos. La irritación del arzobispo crecía de modo ostensible. Había comenzado a repasar compulsivamente su sotana con la mano, como si tratase de arrancar de ella hilos o pelos.

Suya era una imposición que había creado gran malestar entre los habitantes de Antigua: exhibir al frente de la procesión su custodia, la celebérrima custodia labrada con el primer oro traído del Perú y envidia de toda la cristiandad.

Todo esto intuía Bielefeld mientras Tavera y Presti sobrellevaban sus tiras y aflojas gracias a la intermediación de Maliaño. Hubo de atender de nuevo a la reunión cuando el nuncio se levantó para ponerle fin y preguntó, dirigiéndose a él:

—¿Y si Sara Toledano apareciera durante la procesión de hoy?

—Es posible —aceptó el comisario, conciliador—. Ella me pidió que la acreditara. —Luego hizo un aparte con Presti para preguntarle—: ¿Piensa seguir adelante con sus planes?

—¡Qué remedio! —bufó el prelado.

—En ese caso, ¿podría acreditarme entre los escoltas? —ante la sorpresa del arzobispo, continuó—: Quiero moverme con libertad, para buscar a Sara.

—Hable con el coronel Morelli, del
Corpo della Vigilanza
. Aunque ya le advierto que, por razones de seguridad, no repartiremos esas acreditaciones hasta el último momento.

Bastaron unas pocas horas para calibrar los problemas. No cabía ni un alfiler en las calles del recorrido procesional, tomadas desde hacía horas por los más madrugadores devotos locales y los equipos de televisión de medio mundo.

La catedral era el punto de partida de la comitiva, que al final de su itinerario se encaminaría hasta la Plaza Mayor para que el Pontífice culminara la ceremonia con un llamamiento a la paz. En aquel trance final, estaría flanqueado por líderes de otras doce religiones, que le arroparían en su clamor por el fin de las guerras hechas en nombre de cualquier Dios. De ahí que esa solemne proclama no pudiera llevarse a cabo en el interior de un templo católico, sino en un punto de encuentro más neutral. También por esa razón la custodia no sería alzada hasta el estrado desde el cual pronunciaría el Santo Padre su discurso, sino que se colocaría en el centro, sobre un altar de reposo. El broche de oro lo pondría un acto ecuménico, algo muy étnico y multicultural, con cantos litúrgicos de distintos lugares del mundo. Y terminaría con una suelta de palomas, todas ellas blancas.

Sara Toledano le había comentado a Bielefeld que, desde el punto de vista diplomático, aquel discurso era clave, pues iba a permitir al Vaticano tomar posiciones en los planes que se avecinaban para Jerusalén dentro de la futura conferencia de paz entre palestinos e israelíes. Pero antes de llegar allí, aún quedaba la procesión. Y veía a Presti correr de un lado a otro, procurando que el Pontífice estuviera protegido desde su mismo arranque en la catedral.

El comisario se había situado frente a la puerta principal del templo, donde debía componerse el desfile en un orden estricto y preciso. Más allá de las primeras filas, se perdía toda visibilidad. Sólo era posible recuperarla desde la plataforma reservada a la prensa. Decidió subir allí.

Nunca lo hubiera hecho. A su lado se apostó la locutora estrella de la radio episcopal, dispuesta a retransmitir el evento micrófono en mano. En su preocupación por localizar a Sara desde la tribuna, Bielefeld quedó a merced de aquella cháchara implacable, y muy a su pesar hubo de enterarse de multitud de detalles sobre aquella abigarrada tropa de uniformes, cofradías y hermandades, «cuyas capas se extienden a lo largo de la calle como una serpiente multicolor». Eso dijo.

Pronto llamó la atención del comisario un grupo bien definido, que cerraba el capítulo de las cofradías. Los trajes de terciopelo negro de sus componentes, con una doble golilla para aliviar el cuello, les hacía parecer salidos de un cuadro de El Greco. Y llevaban un estandarte rematado no por las convencionales cruces planas de cuatro direcciones, sino por una cruz cúbica de seis brazos, tridimensional. Su sorpresa aumentó al comprobar que el prioste era el arquitecto municipal Juan Antonio Ramírez de Maliaño. Inconfundible, componiendo la figura apoyado en el bastón, con su larga barba blanca.

—¿Qué cofradía es ésa? —preguntó a un periodista.

—La más antigua, la Hermandad de la Nueva Restauración.

Puesto sobre aviso por el repicar de las campanas, el cortejo se organizó para recibir a las autoridades, que saldrían de la catedral tan pronto terminaran de abrirse las dos enormes hojas de la puerta principal, claveteadas de bronce. Bielefeld protegió sus ojos del sol haciendo visera con la mano y recorrió los rostros de la multitud uno a uno, buscando el de Sara Toledano. Si pensaba acudir a la procesión, debería estar allí, pues ése era uno de los momentos que mayor expectación despertaba. Pero no la vio por ningún lado.

La concurrencia recibió con alivio la vaharada de frescura que escapaba de las lóbregas entrañas de la catedral. Tras el acerico de las bayonetas de la guardia de honor, empezó a percibirse una borrosa mancha de color pajizo contra la penumbra de las bóvedas, como un dragón que se desperezara en su caverna. Poco a poco, en lenta concreción, fue configurándose la mole metálica que se cimbreaba de pies a cabeza. Hasta que la formidable custodia fue cobrando cuerpo, pieza a pieza, a medida que era bañada por la luz.

Al salir del portalón, le fue alcanzando el sol de media mañana, limpio y cálido, rebotando en las interminables aristas de aquella joya monumental, cuyos tres metros cumplidos de oro puro se alzaban como una llamarada cuajada de zafiros, rubíes, esmeraldas y perlas. De inmediato, un sacerdote se situó al lado, acarreando un sagrario portátil, para guarecer el Santísimo en caso de accidente.

—Ante nosotros está la mayor custodia del mundo —explicó la locutora—. Nueve años de trabajo le costó a todo un taller de platería. Es tan complicada de montar que su diseñador hubo de dejar un libro con instrucciones para ajustar sus tres mil seiscientas piezas y doscientas sesenta estatuillas, ensambladas por mil quinientos tornillos…

Aún seguía leyendo cifras de un papel cuando Bielefeld se alejó de la plataforma de prensa para acercarse a la comitiva del Papa. Éste era transportado sobre una muy discreta peana móvil, de la que cuidaban unos robustos guardias de seguridad vestidos de negro, para pasar más desapercibidos. A su lado caminaba el arzobispo Presti, con los ojos alerta bajo el ceño fruncido, la aguileña nariz cabalgada por las gafas, venteando el ambiente. Se colocó junto a él para preguntarle:

—¿Por dónde piensa desalojar, si pasa algo?

El nuncio señaló una calle adyacente por la que se deslizaba como una sombra la ambulancia con la unidad móvil de reanimación.

—Hemos establecido un circuito paralelo al de la procesión, completamente despejado. ¿Alguna novedad sobre Sara Toledano?

—Ni rastro —admitió Bielefeld.

La entrada del Santo Padre en la Plaza Mayor elevó la expectación de la multitud congregada en aquel cuadrilátero de armoniosa factura herreriana. El agitar de pañuelos y banderas le daba un aire alegre, en contraste con el tono mucho más sombrío de esa misma madrugada. Se había cortado el agua de la fuente de gran porte situada en el centro y cubierto su taza con un altar de reposo, de modo que nada restara protagonismo al acto. Tras acomodar allí la custodia, el séquito del Papa avanzó hasta la fachada oeste de la plaza. Bielefeld se dirigió a la tribuna del lado norte, pegada al ayuntamiento. Enseñó su invitación, buscando el lugar que tenían reservado Sara y él. Cuando vio los dos asientos vacíos, explicó al guardia que no iba a ocupar el suyo, que prefería quedarse de pie junto al tablado hacia el que ahora se encaminaba el Pontífice.

Pero antes, por un instinto heredado de su época de agente de seguridad, el comisario echó un rápido vistazo a las gradas. Y reparó en aquel hombre chupado, de rasgos angulosos y vestido de negro, que observaba con fijeza el avance del Papa. Distinguió con alivio los vigilantes con prismáticos y tiradores con rifles de mira telescópica distribuidos por los tejados. Aun así, la concurrencia era tanta que su propia densidad constituía un peligro.

Una vez que el Santo Padre hubo alcanzado la tarima, el arzobispo dio las órdenes para que se le ayudara a bajar de la peana móvil y alcanzar su trono. Cuando se hubo acomodado, esperó a que le colocaran el atril de madera entre los brazos del sillón. Miró alrededor para cerciorarse de que todo estaba en orden y recabar silencio. Luego, el Papa se volvió hacia su secretario para recoger los folios del parlamento que iba a pronunciar ante los asistentes.

En un español trabajoso, pero firme y enérgico, abogó por el éxito de la futura conferencia de paz. Reiteró su confianza en la tolerancia que desde siempre había caracterizado a la ciudad de Antigua. Hizo votos para que reinara ese espíritu sobre los participantes. Y según todos los indicios, empezó a desplegar lo que se prometía como una rutilante culminación, subrayando la importancia de Jerusalén, también para los cristianos:

—Y hemos de recordar, en fin, el irrenunciable valor simbólico de la Explanada de las Mezquitas y del Templo de Salomón allí erigido, que es una prefiguración de la propia Iglesia…

Other books

The Coercion Key by Catriona King
Dead Weight by Susan Rogers Cooper
Highland Avenger by Hannah Howell
Fighting to the Death by Carl Merritt
Outcast by Rosemary Sutcliff
Chantress by Amy Butler Greenfield
The Kraken King by Meljean Brook
Angst (Book 4) by Robert P. Hansen