—Es una lástima que abandonéis vuestra búsqueda cuando la acabáis de rozar con las manos. Pocas veces vi a nadie con tales condiciones naturales. Ahora ya sabéis que correréis grandes peligros si alguna vez entráis en ese laberinto, al no haber completado el aprendizaje. Cuando llegue esa ocasión, no lo hagáis sin haber practicado este sueño. Quizá logréis concluirlo. Recordad que deberéis memorizar este laberinto del pergamino de tal modo que se acople con el que hay dentro de vos, y los dos sean uno y el mismo. Sólo así esa fuerza que ha estado a punto de mataros pasará a vuestro través sin haceros daño, convirtiéndose en vuestra aliada.
Pero yo me sentía sin fuerzas. Aquella visión de Rebeca me había parecido tan real que no quise seguir allí ni un momento más. Deseaba regresar junto a vosotras sin esperar un solo día, pues estaba seguro de que algo terrible os sucedía.
No fue posible emprender el viaje de inmediato, por mi debilidad. Pero sí la siguiente jornada. Tras recuperar nuestros caballos, Yunán me acompañó hasta un refugio caravanero, donde apalabré el transporte hasta el puerto de Jaffa, en la costa de Palestina, para tomar la primera nave que me condujera de vuelta a España.
Antes de que su hija se vaya, Randa le pregunta:
—¿El encuentro será en el Barranco del Moro? Allí será. Os esperaremos ocultos entre los cañaverales.
—No olvides traer el tapiz en tu visita de mañana.
—Descuidad. Pero ¿cómo conseguiréis convencer a Artal?
—Ahora lo verás.
Cuando el Espía Mayor abre la puerta, Randa se acerca a él y parece ceder. Acepta, pues, el reto y le dice:
—Deberíais entregarme esa mano, para que os la arregle. Si mañana por la noche me la dejáis, y también mis tenacillas de orfebre, la tendréis lista al día siguiente.
—¿Y qué hago yo sin ella?
—Sólo será una noche. Y os habréis librado de ese martirio.
—¿Qué es lo que pretendéis? —le advierte Artal—. No lograréis ablandarme. Os dije que el próximo día será el último en que podría visitaros vuestra hija, y así será. Pasado mañana comenzará el procedimiento inquisitorial ordinario. No dependeréis ya de mí.
A pesar de las palabras que acaba de pronunciar, Artal vacila. Baja la cabeza, con un gesto de aceptación. Pero antes, se revuelve y encara a Raimundo para preguntarle:
—¿Qué andáis buscando? Porque vos buscáis algo.
—Sólo os pediré una merced.
—¡Ya sabía yo!
—Dejad que mi hija Ruth me traiga un tapiz para evitar la humedad y dureza de ese poyo de piedra en el que duermo. Me duelen todos los huesos.
Artal guarda silencio. Sigue desconfiando. Pero ahora la duda se ha asentado en él. Randa señala la celda y le dice con sarcasmo:
—¿O teméis que sea una de esas alfombras voladoras que ofenden el sentido común en las patrañas de los moros? ¿Receláis que me escape sobre ella a través de ese tragaluz de ahí arriba? Mirad que no se llega a él ni a hombros de cinco hombres bien talludos.
El Espía Mayor guarda silencio. Randa sabe que ahora no debe estarse callado por nada del mundo. Pero, también, que cada palabra que diga debe dirigirse hasta su diana a tiro derecho. No puede permitirse errores.
—Os estoy hablando del tapiz que mi mujer estaba tejiendo para mí hasta el mismo momento de su muerte, y que ahora ha terminado mi hija. Me sentiré mucho mejor arropado con ese paño en el que ella dejó sus últimos alientos.
Artal le mira, con una mezcla de sorpresa y, quizá, de respeto. O de envidia. La de quien sólo ha tenido amores mercenarios, y no cuenta con nadie que le alivie las soledades de su vejez. Y sólo acierta a decir, con voz más ronca y desfallecida que nunca.
—Lo pensaré. Mañana os daré una respuesta.
C
uando el comisario John Bielefeld pasó a recogerla al hospital, Raquel Toledano aún le daba vueltas a la llamada de James Minspert. Mientras subía al automóvil pensó en todo lo que ella misma se jugaba en el envite. No le era posible seguir ignorando las amenazas poco veladas de aquel individuo, viniendo de alguien que tenía tras él a la Agencia de Seguridad Nacional. Y eso la situaba ante un dilema inevitable, hacia el que había venido deslizándose a medida que vinculaba su suerte a la de David Calderón. Llevaba razón Minspert: nada valdría su carrera si se enfrentaba a ellos. Ni, quizá, su vida. Pero ¿qué le importaba ahora su carrera, con la que estaba cayendo? Y, en cuanto a su vida, ¿tenía sentido llevar la misma después de todo lo sucedido, y lo que había ido descubriendo?
La sacó de sus cavilaciones la bocina del coche, y el irritado comentario de Bielefeld:
—Vamos a llegar tarde. A ver si nos cobra este hombre.
Se refería al vigilante del parking, que no estaba en su cabina. —Espera, John, voy a ver qué pasa.
Raquel bajo del automóvil y salió en su busca. Lo encontró en la parte de atrás de la garita, enfrentándose a dos operarios municipales parapetados tras sus monos verdes de Parques y Jardines. Discutía a gritos con ellos, intentando sobreponerse al estruendo de la motosierra.
—¡Si cortan el árbol me voy a achicharrar ahí dentro! —protestaba. La joven se acercó a él, y a duras penas consiguió arrastrarlo hasta su puesto para que les cobrara y abriese la barrera. Él se empeñaba en hacerles partícipes de su problema:
—¿Cómo se va a secar el árbol en un día? —mascullaba—. Eso es que no ha llovido esta primavera, y tenían que haberlo regado o dejar que ahora le dé un poco el agua.
Cuando consiguieron salir, alejándose de la inhóspita mole del hospital, se encaminaron hacia la parte histórica de la ciudad, y poco después entraban en el patio de la Facultad de Filosofía y Letras.
—Tengo cita con la profesora Elvira Tabuenca —informó Raquel al bedel que guardaba la conserjería.
—¿De parte de quién? —y descolgó el auricular de la centralita.
—De Raquel Toledano.
La profesora no tardó en aparecer al fondo del vestíbulo. Era una mujer vivaracha, que caminaba a largas zancadas.
—O sea, que usted es hija de Sara —saludó a la joven—. Me pillan en mal momento. Alguien ha entrado en mi despacho. Raquel y Bielefeld se miraron, alerta, pero nada dijeron.
Les condujo hasta el fondo de un pasillo, donde chirriaba el taladro del cerrajero que se afanaba en el quicio de la puerta.
—¿Tiene para mucho? —le preguntó la profesora.
—Por lo menos media hora —contestó él sin quitarse el cigarro de la boca.
Elvira Tabuenca echó un vistazo a su mesa y pareció pensárselo. Frunció el ceño al oír el taladro, abrió un cajón, cogió una llave y dijo a Raquel y Bielefeld:
—Aquí no podremos hablar. Vengan conmigo.
Salieron de nuevo al pasillo. Entró en otro despacho para advertir a la secretaria del departamento:
—Estaré en el Seminario VII.
Se encaminaron hasta el extremo opuesto del corredor. Cuando hubieron llegado, el comisario indicó a Raquel que él se quedaría fuera, sentado en un banco, esperándola.
Entraron en una habitación muy holgada, revestida de vitrinas y estanterías, con amplias mesas en el centro.
—Tiene que disculparme —le informó la arqueóloga sentándose en una silla e indicándole que hiciera otro tanto—. He estado fuera, y cuando vuelvo me encuentro con que han entrado en casa y en el despacho. ¿Qué le parece?
—¿En el mismo día? —se alarmó Raquel.
—Pues creo que sí.
—¿Ha echado en falta algo?
—De momento, no. Aunque es difícil saberlo. Estaba todo muy revuelto.
—Tenía usted exámenes, ¿no?
—Sí, pero no creo que sea eso. Los chicos son serios. Quien haya sido ha estado husmeando en mi ordenador y disquetes, y en las memorias de excavación que tengo en el despacho.
—¿Memorias de excavación en Oriente Medio?
—Sí. La zona en la que yo me muevo.
—Es lo que financiaba mi madre a través de la Fundación, ¿me equivoco?
—No se equivoca. Aunque con Sara ha habido sus más y sus menos. No sé si está usted al corriente…
—¿Desde cuándo conoce a mi madre?
—Ella se puso en contacto conmigo hace ya varios años, cuando publiqué un avance de este trabajo en una revista de arqueología. Lo leyó, me escribió y se ofreció a estudiar una subvención.
—¿Cuál es el nombre del proyecto?
—Qasarra. Así es como se llama un pabellón de caza del período omeya, la dinastía árabe que reinaba en el momento de ser invadida España por los musulmanes. Cuando apareció su madre yo trataba de localizar ese edificio.
—Quiere decir que desconocía dónde estaba exactamente.
—Sólo sabíamos que se encontraba bajo la arena del desierto de Siria, en el extremo sureste.
—¿Por qué le interesó a mi madre?
—Porque, según la Crónica sarracena que habla de la conquista de España por los árabes, allí era donde estaba el califa Al Walid I en el año 711, cuando sus tropas derrotaron al rey godo don Rodrigo en la batalla de Guadalete. Su madre se puso en contacto conmigo en el momento en que emprendíamos la primera expedición, para encontrar el lugar. La verdad es que apareció en un momento providencial. —¿Providencial por qué?
A través de la Fundación dobló las subvenciones y nos allanó el camino para utilizar los satélites americanos. Desde el aire se podían descubrir antiguos cauces de agua y estructuras que están enterradas bajo la arena. Con estos datos, trazamos un círculo de unos ciento cincuenta kilómetros, y empezamos a buscar.
—¿Y mi madre iba con ustedes? —se extrañó Raquel.
—No. Creo que a ella la excavación propiamente dicha no le interesaba demasiado.
—Es que no es arqueóloga, por eso se lo preguntaba.
—Ya. Pero es que ni siquiera le tiraba mucho el arte omeya. Buscaba otra cosa.
—¿No le dijo qué?
—Intenté sonsacarla, y no hubo manera. Al principio eso no me preocupó demasiado, porque con los medios que ella nos conseguía avanzábamos muy rápido. Al terminar la primera campaña, dimos con un edificio enterrado a bastante profundidad, que era un candidato perfecto para el pabellón de caza… Eso fue hace tres años. La excavación resultó bastante laboriosa. Las tormentas habían sepultado el pabellón bajo toneladas de arena, y lo primero que apareció fue una cúpula. Llamé de inmediato a su madre y se lo conté. Se la veía muy excitada e hizo muchas preguntas. Traté de contestarlas lo mejor que supe, le detallé lo descubierto y le mandé unas fotos. Y en cuanto pudo viajar, se nos plantó allí.
Hizo una pausa para abrir un armario y buscar un dossier, que comenzó a hojear a medida que hablaba.
—Fue una visita muy cordial. Sara se interesó por la marcha de los trabajos, e insistió en que se podía acelerar el ritmo incorporando más gente. Yo le di las gracias, le contesté que me lo pensaría, y ella regresó a Estados Unidos… Bueno… Total que en estos tiras y aflojas se fue acercando el final de la campaña. Pero cuando ya estábamos recogiendo nuestras cosas, un buen día apareció un individuo que dijo representar a la Fundación.
—¿Se acuerda de su nombre?
—Anthony Carter. Se presentó como el gerente de la Fundación. Además, venía avalado por la embajada americana. Desde luego, no era un especialista en arte omeya. En cualquier caso, ese individuo quería lo mismo que Sara, acelerar el ritmo de trabajo. Me contó que su madre no me había dicho nada por delicadeza, pero que la Fundación estaba atravesando una mala racha económica, y que había que conseguir fondos por otro lado. Al despedirse, insistió mucho en que no le comentara a Sara lo que me estaba contando, ni siquiera que había venido…
Nueva pausa. Al notar el efecto que producían sus palabras en Raquel, la profesora hizo un inciso para decirle:
—Mi impresión es que quería meter gente que me controlara. Y una ya está muy mayor para esos trotes. Además, íbamos a entrar en la fase más complicada, el interior del edificio, y yo quería trabajar sin prisas y con los míos, con gente de la que puedo responder. Le di largas. Me miró de un modo que me inquietó, y dijo: «Volveremos a vernos».
—¿Cumplió su palabra?
—Ya lo creo que volvió. Espere y verá… Yo tenía un plan que, si todo salía bien, nos permitiría acabar al verano siguiente. Terminaríamos de despejar el pabellón por fuera y podríamos acceder al interior. Como su madre me había vuelto a insistir, y tenía muy presentes las presiones recibidas para acelerar los trabajos, recluté más gente aquí en la facultad. Y en ésas estaba cuando telefoneó alarmado el capataz de allí para decirme que estaba ocurriendo algo grave, y que debía ir cuanto antes. Adelanté el final de las clases, me fui a Qasarra y ¿sabe lo que me encontré…? Espere, que le tengo que mostrar algo para que lo entienda mejor.
Fue hasta un archivador y buscó hasta dar con un mapa detallado de la zona. Lo desplegó y lo puso encima de la mesa.
—¿Ve esta carretera? Es bastante secundaria, y pasa por las proximidades de la excavación. Pues bien, la estaban ampliando para convertirla en una pista de aterrizaje.
—¿Para aviones? —se extrañó Raquel.
—Sí, sí, para aviones. Nada de helicópteros o avionetas. Eso sucede en algunos lugares del país: uno va por una carretera normal y de pronto gana en anchura durante un tramo, y se convierte en una pista de aterrizaje que puede emplearse en caso de emergencia, quizá con propósitos militares… Pero aquello era distinto. Después de la presencia de ese individuo y su insistencia en acelerar los trabajos, me olió mal. Era demasiada coincidencia que acondicionasen la carretera. No era un lugar estratégico. Además, el pabellón de caza estaba asentado cerca de un wadi, un lecho normalmente seco, pero que recoge las aguas cuando hay lluvia y mantiene alguna vegetación. Cuando les hice notar que si seguían adelante con la ampliación iban a cargarse aquellos árboles, ¿sabe lo que hicieron…? Los secaron.
—¿Cómo que los secaron?
—Sí, de un día para otro. Una mañana llegamos y estaban secos. Luego supe que les habían inyectado una sustancia tóxica.
Raquel no pudo evitar pensar en lo que acababa de ver aquella mañana en el parking del hospital, el vigilante protestando por el corte del árbol que daba sombra a su garita. Pero no le concedió más importancia. Y hubo de atender a la arqueóloga para seguir sus explicaciones:
—Yo estaba con la mosca detrás de la oreja, y enseguida apareció Sara —continuó la profesora—. A esas alturas no era cuestión de ocultarle la visita de aquel individuo, y se lo dije. Ella se mostró muy sorprendida: «¿Carter, el gerente de la Fundación, ha estado aquí?», me preguntó. Y eso le hizo volver a la carga: quería acelerar los trabajos, poner más gente a trabajar, más aparatos, que traerían directamente en avión, dado que ahora existía aquella pista, etcétera. Pero como yo había tenido la precaución de aumentar la plantilla y les prometí que terminaríamos la excavación en aquella campaña, la dejé sin argumentos. No obstante, su madre se quedó.