Volvimos otro día, pero no las encontró a su gusto. Y un segundo día, y tampoco las recogió, sino que las dejó. Yo empezaba a desesperarme. No era sólo que me ganara la nostalgia por veros a ti y a tu madre. Sino que tan dilatado viaje por fuerza había de poneros a ambas en peligro. Porque decaería aquella misión, volviéndola inútil y levantando fuertes sospechas sobre mi competencia y lo que era peor, mi lealtad.
Había corrido peligros sin cuento para llegar hasta allí. Sin embargo, todos ellos habían dependido, de algún modo, de esfuerzos exteriores a mí. Pensaba, por ello, que no me aguardaría nada peor, después de haber sido galeote, surcado mares y desiertos, sorteado tormentas, escaramuzando espías, haciendo rostro a envenenadores y fanáticos. Pero me equivocaba. Aún tenía que vencer obstáculos internos que parecían insuperables. Y ahora, delante de aquel hombre —en cuyas manos estaba la clave de aquel laberinto y, con ella, mi destino—, me sentía impotente, casi prefería los peligros pasados.
Al menos, en aquellos, todo transcurría más rápido, contando yo con alguna defensa y posibilidad de elección. Por el contrario, la dependencia de Gabbeh me dejaba inerme. Lo peor es que él captaba de inmediato mi estado de ánimo, y hasta llegué a pensar que cuanto más deprisa pretendía ir yo, más tascaba el freno. Tardé mucho en comprender que tampoco él podía hacer otra cosa, ni transmitir aquellos secretos al primero que dijera necesitarlos, sino siguiendo las mismas leyes a las que había tenido que sujetarse. En definitiva, que dependía tanto o más que yo de aquel pergamino capaz de dictar a todos sus propios designios.
De modo que hube de esperar a que encontrase aquellas cañas en su punto. Sólo entonces las recogió, separó, desbastó y pulió, eligiendo la que iba a dar los cálamos que servirían para mi aprendizaje. Y para probarme.
Sacó un estuche de cuero, lo desplegó, y aparecieron sus instrumentos, la cuchilla para cortarlas, unas tijeras y el puntero. Separó las hojas de las cañas, las desmochó y eligió el mejor tallo. Tras un largo examen, colocó la caña en la palma de la mano izquierda y la cortó de forma oblicua. Luego se concentró para hacer la hendidura central, explicando:
—No debe romper ninguna veta natural de la caña, sino que ha de ser paralela a sus paredes, ya que servirá para almacenar la tinta cuando se está escribiendo. Sólo si utiliza las propias paredes de la caña fluirá con armonía. Y ha de cortarse por el centro, de modo que las dos mitades sean iguales. De lo contrario, la mano se desequilibrará. Una vez que hubo acabado, lo tomó en su mano derecha, espaciando bien a lo largo del asta los dedos corazón, índice y pulgar.
—Será un buen cálamo —aseguró satisfecho—. Debes protegerlo, para preservar su temple y que no se despunte.
A continuación, tomó una resma de papel, y la alisó con una piedra de ágata. Empuñó el puntero y, ayudándose de una regla de madera, fue trazando las guías, distribuyéndolas en renglones casi invisibles. Dividió la resma en dos partes y me entregó una de ellas, concluyendo:
—Ha llegado la hora de la verdad. Haced como yo.
Se sentó en su alfombra, sosteniendo el papel sobre una tabla que apoyó en las rodillas.
—Un buen calígrafo ha de ser entrenado desde muy joven, a ser posible desde la infancia. Pero intentaré al menos que conozcáis los rudimentos del oficio, para que podáis entender lo que encierra ese pergamino. Pues sin estas lecciones nunca lo entenderíais. Ni se pueden transmitir los secretos de
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a quien no haya superado estas pruebas.
Mojó la punta del cálamo en la tinta, tomando muy poca porción de ella.
—Haced lo mismo —me dijo, mientras mantenía el cálamo en alto—. Os preguntaréis por qué es tan importante la caña y su corte, y en especial el de la punta. Esta es la razón.
Posó el cálamo sobre el papel, con extrema suavidad. El resultado fue un pequeño rombo, limpiamente dibujado, en forma de punta de diamante.
—Esto se llama nugta, y condicionará toda la caligrafía que tracéis. Si vuestro nugta está bien proporcionado, también lo estarán las letras a las que sirve de módulo. Es muy importante porque, una vez establecida la altura de un texto, debe respetarse a lo largo de él. Y las variaciones han de establecerse con extremo cuidado y mano muy experta. De lo contrario, nunca seréis un buen calígrafo.
Esperó a que yo entintara el cálamo y me dispusiera a trazar un nufta para aleccionarme:
—Cuando la punta de la caña está bien cortada, bastará con una pequeña presión sobre el papel para obtener un buen nugta. Si es mayor, el resultado será un borrón.
Así lo hice, y apareció aquel romboide preciso y nítido.
—Muy bien —aprobó—. Ésa es la anchura por la que debéis guiaros para el grosor del trazo. Ahora escribid encima de él otros seis.
Los dibujé con sumo cuidado, hasta obtener una línea discontinua de siete de aquellos rombos.
—Eso os dará la altura. Escribid la primera letra, el alif, de modo que se ajuste a ella.
Tracé un alif de aceptable compostura, que en esencia es un trazo vertical, no muy diferente de la ele del alfabeto latino.
—Se puede mejorar ese arranque y ese final, pero el pulso es bueno. Ahora, trazad un círculo, utilizando ese alif como diámetro. Seguí sus instrucciones al pie de la letra.
—Esa circunferencia os servirá de referencia para la anchura. Usadla como guía para hacer la siguiente letra, la ba.
Y él mismo me dio ejemplo, trazando una elegantísima ba. Y de este modo prosiguió, hasta enseñarme todos los módulos. Cuando hubo terminado, se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Comprendéis ahora la importancia del corte de la caña? Acepté con la cabeza. Delante de mí tenía la prueba palpable de cómo podía incorporarse a una caligrafía la vida de una caña, y hasta la de una marisma. Mi rostro se iluminó con una sonrisa. El corte de la punta daba el nugta, y el nuqta daba la altura y anchura de las letras. Y con éstas se podía reescribir el mundo.
Era la satisfacción del que cree haber comprendido. Pero él se encargó de borrarla de un plumazo.
—Las partes adquiridas con el esfuerzo, la artesanía y la técnica son importantes. Así como saber guardar los módulos y proporciones. Pero eso es lo que corresponde al cuerpo, el tributo al mundo material. Sólo es el principio. Sólo es geometría. Y aspiramos a ser calígrafos, no agrimensores.
—¿Qué es, pues, lo importante? —pregunté, confuso, ante esta andanada.
—Las cualidades que atañen al alma. La pureza de la escritura debe reflejar la del corazón que la guía. De ahí brotará vuestro estilo. Una sensación de libertad y ligereza sobrevolará el texto, y el que lo lea se contagiará de esa belleza.
—Y entonces será como un arte —corroboré.
—El arte es un grado superior, pero tampoco basta con eso —me reprendió—. El calígrafo es mucho más que un simple embellecedor. Cada rasgo del cálamo debe ser como un gesto de amor. No es lo mismo hacer el ojo de la letra sad de cualquier modo que pensando en el ojo de la amada. O al trazar la curva de la letra nun, si tomáis como modelo sus cejas cuando ella os acaba de ver a lo lejos, en el tumulto del mercado, y está planeando cómo acercarse a vos para que el encuentro parezca casual. Esas cejas no tendrán reposo, y habrá un momento en que celebren la felicidad del encuentro, con su mezcla de coqueteo y desafío. Tal será el instante elegido, esa fugaz epifanía. Pues esos ojos, esas cejas, no hacen sino reflejar la grandeza y amor de Dios. Y celebrarlos es como celebrarle a El.
—Pero escribir así será tanto como pintar el mundo.
—No. Que eso sería idolatría. ¿Para qué reproducir lo que ya existe? ¿Para qué competir con los espejos o con el Creador? Los cristianos complementan sus escrituras con imágenes. Incluso osan pintar al mismo Dios. Nuestro desafío es representarlo todo con la línea, su ritmo y modulación, asumiendo la palabra creadora de la que todo procede. La escritura es una facultad que Dios ha otorgado sólo al hombre. Nuestro objeto no es la apariencia, sino el Alma del Mundo, como hacen los números con las leyes que amparan todo lo creado. Sólo así las astas de vuestros alifs se alzarán en la página en blanco como la caña del cálamo en los cañaverales del río. Y vuestra caligrafía será otra manifestación más del soplo del Creador, de su palabra.
Agaché la cabeza, anonadado.
Gabbeh posó su mano en mi hombro y me dijo:
—Ahora es cuando, por vez primera, estáis en condiciones de entender lo que hay en ese pergamino. Mostrádmelo.
Corrí a buscarlo, y lo extendí sobre la tablilla en la que me apoyaba para escribir.
—¿Veis este trabajo? —me interrogó—. Es una obra maestra, porque en él se ha utilizado el módulo nuqta de un modo férreo e implacable. Pero sin violencia alguna. Como si se estuviera escuchando una voz interior, que saliera de lo más profundo. Esta labor es de la época del califa Al Walid I. Sólo se ha empleado una vez, a raíz de la conquista de Al Ándalus, en tres lugares: en Qasarra, un pabellón de caza al sur del desierto sirio; en Jerusalén, para sujetar el Pozo de las Almas que hay bajo la Cúpula de la Roca; y en La Meca, para el zócalo del interior de la Kaaba.
Me asombró la precisión de los conocimientos de Gabbeh.
—¿Podéis leerlo? —le pregunté.
—Ya lo he leído. Es la aleya del Trono, los versículos del Corán que se emplean como talismán.
Recordé entonces que, en efecto, aquella aleya se hallaba en el interior de la Kaaba, en letras cursivas. Pero yo no había sido capaz de relacionarla con el laberinto del pergamino en aquel momento, en el que desconocía este otro modo de escritura cuadrangular. Ahora veía a Gabbeh recorrer aquellos trazos con su dedo, dando la vuelta en espiral, arrancando en el exterior, en una de las esquinas del cuadrado en el que se inscribía, hasta terminar en el centro. A medida que leía las letras yo podía reconocerlas. Sin embargo, sólo después de varios recorridos guiado por su experta mano pude hacerlo por mí mismo.
—¿Es esto un plano? —volví a la carga.
—Puede servir como tal —me respondió—. Ya que indica el orden en que ha de recorrerse el laberinto. Que es el de la lectura de estas palabras puestas aquí en clave, tal y como yo acabo de hacerlo. Pero, en realidad, es un viaje a la semilla. A la semilla del mundo, de todo lo existente.
—¿Esta clave es el modo que los calígrafos llaman
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? —insistí.
—No sólo ellos, sino también los arquitectos, cuando trabajan en tres dimensiones. En ambos casos se considera la Llave Maestra o Escritura Primordial con la que Dios creó el Universo. Quienes conocen bien los secretos de
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son capaces de disimularlos en la arquitectura, los tejidos y la caligrafía. Quien penetra en un edificio así concebido, admira un tapiz que los contiene o recorre un diseño o texto que se ha hecho siguiendo esos designios, se ve alcanzado por sus efectos, incluso sin saber descifrarlo, y con independencia de su religión, raza o creencias. Se dice que hay una mezquita en Isfaham donde todo el que entra se ve embargado por una intensa emoción y rompe a llorar, sea del país que sea, porque sus proporciones contienen los secretos del alma humana y el modo de hacerla vibrar y reverberar al unísono con el resto de lo creado. Otras veces, esos diseños están contenidos en un sonido o en una melodía.
—¿Cómo puede estar un dibujo dentro de un sonido?
—Puede, no lo dudéis. ¿No habéis visto cómo tejen alfombras las niñas ciegas? Trabajan en el telar siguiendo el ritmo de la canción que entona una anciana, la cual va midiendo las longitudes de la lana teñida. Cada tribu, y hasta cada taller, cuenta con sus propias melodías, que hacen que sus alfombras tengan un diseño tan único como una genealogía. Pues lo mismo sucede con un calígrafo.
—¿Y cuál es el secreto de este modo que llaman
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?
—Se puede trabajar con una plantilla. De números o de letras.
—¿Pensáis que este calígrafo lo hizo así?
—Seguramente. Con una retícula de 60 por 60, es decir, de 3600 cuadrículas o nuqtas, que está debajo de ese diseño y permite combinaciones casi infinitas. Pero sólo es una guía puramente mecánica, algo externo. Para que actúe como una llave maestra lo que cuenta es que se ajuste a la verdadera plantilla, la que está en el interior de cada hombre, y sobre la cual están edificados todos los idiomas que se hablan, y aun todo lo creado, pues fue el lenguaje utilizado por Dios para hacer brotar el mundo. Y también el alma humana.
—¿Y cómo puedo conocer ese lenguaje, esa plantilla?
—No se trata de ningún idioma de los que hablamos, aunque se manifieste bajo esa forma, según las épocas y lugares. Sino de un lenguaje anterior, de aquel que se habló antes de que se dividieran los pueblos. Del mismo modo, debajo de ese laberinto está la escritura original o verdadera. Habréis de impregnaros de esos trazos que hay en el pergamino, dejarlos macerar dentro de vos, hasta que encajen allí, y fermenten y afloren, despegándose del resto de la aleya del Trono para ofreceros esa clave. Si lo lográis, habréis recorrido por vuestro interior un trayecto que os abrirá la mente como una llave al encajar en la cerradura. Al final, os habrá conducido hasta partes de vuestra conciencia que nunca hollasteis, igual que habéis llegado al corazón de este pantano. Ese viaje a lo más íntimo estará lleno de peligros, y puede carecer de retorno si no se sabe desandar el camino. No debéis emprenderlo sin un guía experto.
—¿Y quién puede ayudarme en ello?
—Esos secretos, los de vuestra conciencia, deberéis averiguarlos en otro lado, en la Casa del Sueño.
—¡Dios! —exclamé con desesperación—. ¿Aún he de viajar a otro lugar?
—Será el último.
—¿Podré regresar, después, a mi patria?
—Así es.
—¿Dónde está esa casa? —pregunté—. ¿Más acá o más allá de estos ríos? Mirad que hice promesa solemne de no pasar más allá de ellos.
—Más acá. Podéis visitarla de regreso a vuestra nación. Yunán os conducirá. Y ahora, excusadme. Si estáis dispuesto a proseguir vuestras averiguaciones, yo he terminado mi cometido.
Ese mismo día en el que terminé mi aprendizaje, embarqué de nuevo con Yunán, emprendiendo así el camino de vuelta. Acabábamos de alcanzar el canal principal, cuando se volvió hacia mí para interrogarme:
—¿Queréis ver lo que queda de
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?
Me asombró su pregunta. Tanto, que sólo acerté a decirle: