«Ocupaba ésta un edificio entero, de una traza tal que sus estanterías podían dominarse desde el punto central del que partían todos los anaqueles. Allí, como en el cogollo de una flor, trabajaban innumerables calígrafos con un salario fijo, para que ni el destajo ni la prisa estropeasen su letra».
«Ibn Saprut mantenía, además, una red de agentes en Damasco, Bagdad, Constantinopla y Alejandría, con el cometido de conseguir nuevos volúmenes. De este modo, la biblioteca real llegó a sobrepasar los cuatrocientos mil. Cuando ya no cabían en palacio y se hubo de proceder al traslado, la mudanza duró seis meses y su inventario llenó cuarenta y cuatro gruesos libros».
—¿Y decís que este documento que he traído aquí era el más preciado de esa biblioteca? —pregunta Azarquiel al rabino.
—No sólo era el más preciado, sino, al parecer, el verdadero objeto de su existencia. Toda ella estaba encaminada a conseguirlo. «Nunca se supo a ciencia cierta su origen. Llegó dentro de un códice del que formaba parte, la Crónica sarracena, donde se contaba la conquista de España por los musulmanes. Cuando el códice arribó a la gran ciudad, fue recibido por Ibn Saprut, quien de inmediato lo llevó en propia mano hasta el califa». En ese mismo momento, Al Hakam II abandonó el salón del trono y suspendió las audiencias pendientes para encerrarse junto a su canciller en la gran biblioteca. Dentro de ésta se custodiaba un fondo especial de varios cientos de libros, a los que sólo tenían acceso el califa e Ibn Saprut. En la puerta, permanentemente vigilada, podía leerse este lema: «La verdad completa no está en un solo sueño, sino en muchos sueños».
«Tras la llegada de aquel documento, menudearon las visitas del canciller a esta ciudad de Antigua, siempre en el más riguroso de los anonimatos. Pero aquello no duró mucho. Su fin y el del califa estaban cerca. Murieron casi a la vez y, con ellos, su secreto. Nadie podía sospechar que tras el fallecimiento de Ibn Saprut y de Al Hakam II la barbarie se impondría por doquier bajo el dictador Al Mansur, al que los cristianos llamaban Almanzor. Para poner de su parte a los más fanáticos, mandó que la incomparable biblioteca califal fuera expurgada de todos los libros sospechosos de herejía. Él mismo encendió las hogueras que ardieron día y noche. Otros fueron malvendidos en los zocos. Al cabo de muchos años, algunos de sus libros aún podían adquirirse en los anticuarios de Fez».
Hay tristeza ahora en la voz del rabino Samuel Toledano, cuando termina su relato.
—¿Comprendéis por qué es un milagro que hayáis encontrado ese pergamino? —dice el anciano.
—¿A qué debe su valor? —pregunta Azarquiel.
—Ya os lo he dicho: a que contiene el secreto de
ETEMENANKI
, La llave maestra, el lenguaje oculto del Universo, con el que Dios creó el mundo, y que subyace en todo lo existente. Se dice que, aunque desaparezcan las ciudades o se dispersen los pueblos, sumiéndose todo en la ignorancia y las tinieblas, nada se habrá perdido si se entiende ese lenguaje. Pero es muy grande el peligro de esas averiguaciones, porque su sustancia es la misma de la que está hecha la conciencia humana, y hasta la propia Divinidad de la que ha emanado. ¿No traéis el códice en cuyo interior se contenía este pergamino?
—¿Qué códice?
—La Crónica sarracena en la que se cuenta cómo y dónde fue hecho. Sin ella, sería temerario internarse en él.
El forastero ha seguido el parlamento del rabino, y su rostro se ha ido ensombreciendo con la preocupación. Ahora teme que sus últimas palabras signifiquen una negativa. No conoce el temple del anciano.
—Tranquilizaos, Azarquiel. He vivido lo suficiente. Cuento con numerosa descendencia de hijos y nietos. Los Toledano son buena simiente y no temo lo que pueda sucederme. Me tientan más la curiosidad y la piedad. Morir en el seno de los secretos divinos es un privilegio que pocos tienen. No será mala tumba, si así sucede. Puesto que él mismo se os ha revelado, yo os ayudaré a descifrar este documento, incluso sin la asistencia de esa Crónica. Sólo os pongo una condición: que compartáis sus beneficios con esta comunidad, con los Toledano al frente, y que nada se haga sin contar con su consejo.
—Os lo prometo.
Samuel Toledano conduce a Azarquiel a través de los sótanos de su casa y hallan al fin una estancia en la que el rabino se aplica a la tarea, rodeado por sus libros. Escribe y escribe sin tasa. O, por mejor decir, no es aquello escritura, sino apretados cálculos, conjeturas o cábalas. Son trazos en cuadrícula, unas llenas y otras vacías, que reemprende cada jornada, incansable, una y otra vez, tratando de entender la pauta que gobierna tan extraño lenguaje. De la coyunda de aquellos trazos surgen a veces imágenes familiares, pertenecientes al mundo visible de todos los días. Otras, entabla efigies harto peregrinas, que sorprenderían incluso a las mentes más calenturientas. Y hay momentos en que alcanza a reproducir parte del diseño del pergamino. Aunque esto sucede raramente, es entonces cuando Toledano parece sentirse en la buena senda. Cada vez consigue reproducir más trozo del mismo, y retoma lo hallado para ir desvelando aquellos rincones que se le escapan.
Su único contacto con el mundo exterior es Azarquiel. Es éste quien le lleva la comida, aunque apenas si prueba bocado. Luego pierde el sueño y el poco apetito que le queda. Al cabo de algunas semanas, el anciano es víctima de una extraña enfermedad. No sabe explicar lo que le sucede. Cuando intenta hablar, sólo acierta a farfullar palabras ininteligibles. Y una mañana aparece muerto, sellado su rostro por una mueca de terror que pone espanto.
No presenta ningún signo externo de violencia. Los ojos aún permanecen abiertos, y las pupilas dilatadas. Los tendones están tensos como estacas, y a los dos lados del cuello los músculos aparecen agarrotados y las venas hinchadas. Pero por dentro es como si sus entrañas hubiesen reventado una a una. Sea cual fuere la causa de su muerte, debe haber sido algo pavoroso.
Sin embargo, antes ha revelado a Azarquiel algunos de los secretos contenidos en aquel pergamino. Han debido ser los suficientes como para que el hombrecillo de aspecto cetrino haya decidido establecerse en Antigua. Algún tiempo después, ofrece sus servicios para redactar cualquier tipo de documento en romance, latín, árabe o hebreo. Mantiene un pequeño tenderete situado frente a la picota de la plaza, junto a la cabecera de la catedral, que se alza en el solar ocupado en otro tiempo por la Gran Mezquita.
Es un habitáculo mínimo, muy estrecho para servir de taller, y su función es la de mostrador de venta, un lugar donde apalabrar los trabajos. Los suspicaces no escasean en la ciudad de Antigua, y al comprobar el ajetreo de visitas que recibe, hay quien sospecha que en realidad lo utiliza como un mero punto de contacto.
Los rumores sobre Azarquiel se disparan cuando, transcurrido algún tiempo, empieza a dar muestras de una considerable holgura económica. Muchas miradas están pendientes de él. Sobre todo al comprobar que, poco a poco, pagando grandes sumas a un inquilino tras otro, ha pasado a sus manos una manzana entera de casas situada en la zona más preciada de la ciudad de Antigua. Se dice que tras él están todos los dineros de la comunidad judía, que le respalda como un solo hombre, con la familia Toledano al frente de la aljama.
Tras ello, con gran sigilo, discretos e incansables, sin que para nada se acusen los cambios desde el exterior, han ido haciendo obra hasta transformar el antiguo bloque de viviendas mal trazadas. Desde la calle, sólo se perciben las anodinas casas de siempre, sin apenas ventanas. Pero en el interior no han cesado las excavaciones a partir de sus bodegas y subterráneos, tan extensas y laberínticas que tardarán muchas generaciones en ser calibradas en toda su magnitud.
Hay recelos en torno suyo. Rumores. Los comentarios sobre estos laboriosos afanes clandestinos se suman a otros que ya corren sobre él. Y las sospechas aumentan al difundirse que, a pesar de su concisa vida social, Azarquiel frecuenta, además de a los judíos, a los moriscos y forasteros venidos de todas partes para trabajar en la Escuela de Traductores del rey don Alfonso X, aquel nuevo Salomón cristiano. Pero, como su vida pública es intachable y el hombrecillo cuenta con poderosos protectores, nadie ha osado molestarle o inmiscuirse en sus asuntos. Al menos, en vida.
Porque llega un momento en que Azarquiel empieza a sentirse mal. Cada vez más a menudo, mientras está hablando, cambia de un idioma á otro sin motivo aparente, hasta resultar casi imposible mantener con él una conversación de corrido. Luego, al cabo de algún tiempo, a medida que pasan los días y semanas, sólo es capaz de farfullar en un extraño e incomprensible lenguaje.
Desde que han empezado estos síntomas ha mantenido una frenética actividad, tapiando el laberinto de subterráneos que hay bajo sus casas, provocando derrumbes para borrar vestigios que pudieran comprometerle. Hasta que un buen día aparece muerto, flotando en el río. No presenta ningún signo externo de violencia y, sin embargo, su aspecto es terrorífico: los ojos abiertos, las pupilas dilatadas, los músculos agarrotados, las venas hinchadas, los tendones tensos como estacas y las entrañas reventadas. Al verle, más de uno se acuerda de la suerte del viejo rabino, Samuel Toledano. Antes de que le den sepultura, su cadáver desaparece misteriosamente.
Las búsquedas y registros que han seguido a su desaparición incrementan las sospechas sobre el origen de la fortuna de Azarquiel. Unos dicen que ha logrado encontrar un tesoro. Otros, que era un alquimista que había logrado fabricar metales preciosos, y que su avaricia le había llevado a morir durante la transmutación. Al examinar sus papeles encuentran insólitos planos de la ciudad, tanto de su superficie como de sus catacumbas y subterráneos, trazados en correspondencia horóscopa con las estrellas.
No tardan en propagarse las sospechas de magia negra. La casa donde ha vivido se convierte en un lugar más visitado de lo conveniente. Todos aquellos que esperan encontrar algún tesoro no cesan de atormentar su suelo. Las gentes la fatigan y hordan en tropel. Sus laberínticas bodegas, donde aún se siente el hedor sulfuroso que se extiende por las calles fangosas, son excavadas y removidas hasta la última piedra, sin que se encuentre otra cosa que unos vasos de cerámica rellenos de un mineral calcinado.
A las autoridades, lo que más les preocupa es el laberinto subterráneo en sí mismo. Azarquiel parecía tener un total conocimiento de los pasadizos existentes, y al unirlos entre sí ha logrado crear una segunda ciudad subterránea, aprovechando la solidez de la roca granítica sobre la que se asienta Antigua.
Nadie consigue explorarla, pues el hombrecillo ha tenido buen cuidado de cegar los conductos más estratégicos. Aun así, las bodegas de aquella casa infausta permiten internarse bajo la catedral, el Alcázar, el concejo y muchas otras edificaciones públicas y privadas, con el consiguiente peligro para sus habitantes. Se dice que las viviendas de la colonia judía están conectadas por aquellas galerías, que salen a varias leguas de la ciudad a campo abierto, para poder huir en caso de persecución. Y que, entre tanto, las utilizan para reunirse y celebrar sus ceremonias.
Hay nuevas quejas por parte del cabildo, que ve así profanados los mismos cimientos de la catedral y sus catacumbas, en cuyas proximidades se asientan las casas del amanuense y quienes le apoyaban. Se producen, además, derrumbamientos y muertes, tanto abajo como en los edificios cuyos cimientos han quedado minados, debido a insensatos que excavan desde sus bodegas sin conocer cómo afectan a la superficie los estragos del subsuelo, algo que Azarquiel demostró saber a la perfección.
Mucho tiempo después de la muerte del hombrecillo, los más audaces sostienen que, en una cueva subterránea, protegido por siete puertas que conducen hasta debajo del río, aún continúa transmutando oro, apostado bajo el suelo de Antigua.
Por esa razón, y por afectar a intereses tan diversos, el solar horadado por él ocasionó agrias disputas entre el cabildo catedralicio y el concejo. Se decidió desplazar a los habitantes de aquella manzana de casas en la que había hecho obra Azarquiel, para evitar que nadie excavase. Pero ni aun así cesaron las reticencias. Y ahí comenzaron los pleitos. Tan adelante llegaron, que se decidió someterlo a la tutela y neutral arbitraje de la Corona…
—Fin de la historia —dice Raimundo Randa a su hija, que le ha escuchado embobaba.
—Pero, padre, siempre me dejáis en lo mejor —se lamenta Ruth—. ¿Y qué sucedió con el pergamino a la muerte de ese hombrecillo, Azarquiel?
—Eso mismo le preguntamos tu madre y yo a Moisés Toledano. Abrió entonces él la arqueta de marfil que tenía en su regazo y volvió a mostrarnos aquella membrana de final piel: «¿Veis este gajo? —nos dijo tomando una de las piezas—. Es el nuestro, el de los descendientes directos de Samuel Toledano. Se conoce porque lleva escrito por detrás la palabra
ETEMENANKI
».
Echó mano de nuevo a la arqueta y fue sacando, uno tras otro, hasta diez gajos parecidos en su forma y perímetro a aquel primero, aunque los trazos que llevaban en su interior, como grabados a fuego, eran todos diferentes. Les fue dando la vuelta, para que comprobáramos que nada había escrito por detrás.
—Estos otros diez proceden de otras tantas familias sefardíes. La reunión de los diez juramentados que hubo en nuestra casa de Estambul fue para que cada cual aportara su gajo.
Y nos contó que a la muerte de Azarquiel el pergamino había pasado a manos de los Toledano en su integridad, tal y como fue encontrado en Fez. Los descendientes del viejo rabino esperaron tiempos más propicios para continuar las exploraciones de aquel hombrecillo. Pero esos tiempos nunca llegaron. Todo fue a peor con las sangrientas persecuciones que no tardaron en desatarse contra ellos.
Cuando en el año 1492 se produjo el Decreto de Expulsión de los Reyes Católicos, hubo grandes discusiones sobre qué se haría al respecto, pues aquella comunidad hebrea se iba a dispersar. Había que dividir el pergamino, y los Toledano propusieron hacerlo en doce gajos, de modo que estuvieran representadas las doce tribus de Israel y ninguna pudiera disponer de los tesoros a los que conducía sin contar con las demás. Algunos se opusieron. Porque, si se dividía, sólo reuniéndolos de nuevo a todos sería posible tener la clave.
Y había otro problema: cómo señalar la antigua manzana de casas ocupadas por los judíos, para poder continuar algún día las exploraciones de Azarquiel, si les era dado regresar. Por ello, antes de cortar el pergamino, encomendaron a unos albañiles moriscos que reprodujeran distintas partes de él en los más importantes edificios de alrededor, marcando así el lugar. De ese modo, aunque alguno de ellos fuese derribado, siempre quedarían los demás, y a quien poseyera el pergamino entero le sería posible saber dónde buscar la entrada.