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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (31 page)

BOOK: La llave maestra
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Los Toledano se mantienen alerta, escudriñando la oscuridad que reina frente a ellos, al otro lado del río. Hasta que ven la señal que les hacen desde la ribera opuesta. Un fanal que agita aquel hombrecillo de escasa estatura. A la que contestan de inmediato moviendo su farol. Para no ser advertidos, han tenido buen cuidado de que entre ellos y la guardia del puente se interponga el edificio del degolladero.

Tan pronto han intercambiado las señales, los Toledano lanzan una escala de cuerda, que desciende por la roca, hasta topar con las ruinas de un molino, alcanzado por el rayo hace mucho tiempo. Y luego bajan por ella, quedando ocultos de los soldados entre un bosquecillo de alerces.

Frente a ellos, al otro lado del río, el hombrecillo se agacha, tantea con su mano las heladoras aguas y se estremece ante la idea de tener que atravesarlas para encontrarse con quienes le están esperando. No hay otro modo de entrar en la ciudad sin ser detenido. Después, se endereza, escruta la orilla opuesta, hace una nueva señal con su farol y, en cuanto le es devuelta, lo apaga. Ha llegado el momento.

Mal momento, por cierto, comentan los Toledano, mientras le esperan al otro lado. De día, y conociéndolo bien, el antiguo azud del molino ofrece en aquel lugar el único vado, aunque muy peligroso. De noche, con aquel tiempo, y para un forastero, es una locura atravesarlo. En la parte central, apenas se hace pie, y la corriente es fuerte. Muchos se han ahogado en aquel paso clandestino. Alguna razón muy poderosa y urgente debe de tener aquel hombre para querer entrar en Antigua, a pesar de todo.

Se interna en el cauce oscuro, en el agua afilada y fría. Avanza con tiento, guiado por la débil luz de quienes le esperan al otro lado. Intenta no perder pie en su penoso avance. Resbala, y está a punto de perder el equilibrio. Al llegar al arriesgado centro del cauce, el agua le alcanza primero hasta la cintura, luego hasta el pecho, y más tarde va subiendo hasta el cuello.

Desde la otra orilla, los Toledano observan, angustiados, su extraña forma de moverse. Lo hace rígido, oponiéndose a la corriente, en lugar de ofrecer la menor resistencia. Debe de tener acalambrados los miembros. Saben que está a punto de entrar en la parte más honda y difícil del cauce, y se miran entre sí.

—No lo logrará sin nuestra ayuda —dice el más joven y fornido de los Toledano.

Se despoja del tocado que lleva en la cabeza, lo desenrolla, se lo ata a la cintura y pide a los que le acompañan:

—Entregadme vuestros turbantes.

Los va anudando al que acaba de ceñirse al cuerpo, y añade:

—Sujetad ese extremo, de manera que esté siempre tenso. Luego, sin perder ni un instante, se adentra en la corriente.

En medio del cauce, engullido por las aguas, el hombrecillo está a punto de ser arrastrado hasta los remolinos. Pero se mantiene erguido con terquedad. El joven que acude a socorrerle sólo entiende su comportamiento cuando llega junto a él: sobre la cabeza, envuelto en una tela encerada para protegerlo del agua, lleva atado un bulto por el que parece sentir más aprecio que por su propia vida.

—Tened cuidado con esto —advierte a su salvador con un desfallecido hilo de voz.

Su auxiliador lo sujeta firmemente por los hombros, pasa uno de sus poderosos brazos bajo los del hombrecillo, y se dirige hacia tierra firme, agarrándose a la improvisada cuerda que mantienen tensa sus compañeros.

Ganada la orilla, le despojan de las ropas y le envuelven en una manta que ya traen prevenida. Está amoratado, tiritando, y apenas puede sostenerse. Han de izarle por la larga escala de cuerda y trepar hasta la muralla. Él no se separa de su bulto. Lo abraza para protegerlo, aun a riesgo de las magulladuras y golpes de las rocas con las que tropieza mientras lo alzan.

Ya intramuros, en la judería, lo llevan hasta la casa de los Toledano, donde les esperan con el fuego encendido, ropas secas y una sopa caliente. Tras de lo cual, cae exhausto en el lecho. Pero no sin tomar la precaución de usar aquel bulto como almohada.

Al día siguiente, tan pronto se despierta, el hombrecillo pide a quienes le alojan que lo lleven sin tardanza hasta el rabino Samuel Toledano. Éste, que ya está al tanto de lo sucedido, le recibe de inmediato. Cuando entra en la habitación, el forastero advierte que no está solo, como hubiera deseado. Le acompañan los tres adelantados y su consejo. El anciano rabino ha percibido su gesto de contrariedad ante la gran concurrencia. E invita a todos los presentes a abandonar la sala. Por primera vez, el hombrecillo sonríe.

Ya a solas, solicita permiso para utilizar el recado de escribir que ha advertido en una pequeña mesa, junto al anciano rabí. Éste se queda sorprendido ante tan extraña manera de explicarse, pero da su conformidad. El hombrecillo se aplica a dibujar durante un buen rato. O quizá escribir. Es difícil saber qué son aquellos trazos, cuadrículas y cuadrículas que va rellenando de tinta en un orden estricto y preciso, siguiendo unas reglas que sólo él parece conocer. Por la habilidad con que lo hace, bien se echa de ver que su ocupación es la de escribano.

—Lo habría hecho mejor si contara con mi propia pluma y tinta —se disculpa cuando termina.

El anciano examina el papel con detenimiento, apartándolo de sí para mejor observarlo. Su rostro se va llenando de asombro. Luego mira alternativamente al papel y al forastero, y guarda un largo silencio.

Al fin, le pregunta, con rostro severo:

—¿Dónde habéis visto semejantes trazos?

El forastero no parece dispuesto a hablar sin condiciones:

—Os lo contaré si me decís lo que significan —propone al rabino.

Samuel Toledano frunce el ceño, contrariado:

—Puedo ayudaros a descifrarlos, pero nunca antes de conocer quién sois y de dónde proceden esos trazos. Me va la vida en ello.

—Está bien —se resigna el hombrecillo—. Mi nombre es Azarquiel, y vengo desde Fez, en el reino de Marruecos.

—Es viaje largo, y muy arriesgado.

—Antes de venir a Antigua he estado en Córdoba, desde donde me he llegado aquí siguiendo la ruta de Muradal y Consuegra. El camino es escabroso, pero se evitan los puestos de control de las calzadas más importantes.

—No habéis contestado a mi pregunta. ¿De dónde proceden estos trazos?

Azarquiel se dispone a confesarle su secreto:

—Todo comenzó en Fez, cuando me requirieron como escribano para realizar el inventario y tasación de la biblioteca de una de las casas más ricas de la ciudad. Una familia de origen andalusí, que deseaba poner en orden su hacienda tras la inesperada muerte de su cabeza de familia.

Mientras iba examinando uno por uno los libros y documentos, reparé en la extraña mesa que me habían asignado para llevar a cabo la tarea, y que no era otra que la utilizada por el difunto para trabajar en su biblioteca. Si se miraba con atención, podía observarse que las dimensiones exteriores del mueble no coincidían con el fondo de los numerosos cajones. La medí con un cordel, y localicé un doble fondo secreto. Lo abrí con sumo cuidado, y apareció un pergamino.

No era un pergamino corriente, sino de una piel tan fina como una membrana, de gamuza o gacela. Llevaba dibujado en tinta muy persistente, o quizá grabado a fuego, lo que parecía un laberinto. No hacía falta ser muy perito para comprender que se trataba de algo antiquísimo. Junto a él, un papel hablaba de aquel pergamino como el mapa de un tesoro, el más rico que conocieron los musulmanes en Al Ándalus. Y que estaría al alcance de quienes tuvieran fe y supieran descifrarlo. Pero lanzaba maldiciones que ponían los pelos de punta y amenazaba con la más horrible de las muertes a los infieles no iniciados. Medité largo rato sobre qué partido tomar. Debía de ser de gran valor, a tenor del sigilo con que lo mantenía el difunto, ocultándolo incluso a su propia familia. Al fin, tras muchas dudas, me decidí a llevarlo conmigo.

Al cabo de algunos días de estudiar tan singular documento, empecé a tener un sueño, siempre el mismo. Al principio fue placentero, pero acabó convirtiéndose en una obsesión. En él se me aparecía el pergamino, su laberinto se desplegaba desde el centro en las cuatro direcciones de la membrana. Luego, parecía cobrar vida, crecía hacia arriba y hacia abajo, hasta convertirse en un edificio, por el que yo caminaba. Al principio, sin dificultades. Luego, me perdía. Quedaba confinado a un angosto pasillo, hasta que en torno mío se hacía la oscuridad. Me internaba en ella, temeroso, y de pronto perdía pie y caía en un agujero largo, interminable…

Así una y otra vez, hasta hacerme anhelar y a la vez temerla llegada de la hora de acostarme. Por un lado lo deseaba, porque aquel documento sólo parecía revelar sus secretos en sueños. Por otro, lo temía, porque dormía mal, me levantaba bañado en sudor en medio de la noche, y mi mano perdió su pulso. Me temblaba el cálamo, y no lograba concentrarme en el trabajo.

Asustado por tan peregrinos indicios, me cuidé muy mucho de mostrar a nadie aquel pergamino que parecía estarse apoderando de mi voluntad. Tras mucho meditarlo, reproduje con gran cuidado algunos fragmentos que me parecieron significativos, y los fui presentando a los que juzgaba más instruidos en la ciudad. Pero todo fue inútil: ninguno de ellos avanzó mucho más que yo. O bien lo ignoraban, o bien callaban lo que sabían, pues pude leer el miedo en más de una mirada.

Contrariado, decidí atender las indicaciones de quienes me aseguraban que sólo en esta villa de Antigua podría encontrar sabios con conocimientos suficientes para enfrentarme a aquellos enigmas. Aquí —me dijeron— se hallaban las mejores bibliotecas, los traductores más expertos y los mayores conocedores de las antiguas disciplinas. Y añadieron que vos, el rabí de esta aljama, sois el más reputado entre todos.

Al terminar su relato, el hombrecillo saca el envoltorio que ha traído consigo, lo abre y le muestra su hallazgo. Samuel Toledano palpa la membrana, la examina con detenimiento y se toma su tiempo antes de contestar. Lo hace pausadamente, mirando a su interlocutor con ojos cargados de preocupación, y aun de pesadumbre:

—No sois vos quien ha encontrado este pergamino, sino él quien os ha encontrado a vos, manifestándose.

Como si Azarquiel no pareciera entenderle bien, el rabino continúa:

—No os pertenece, sino que vos le pertenecéis a él. Es el más valioso documento de los más de cuatrocientos mil que atesoraba la gran biblioteca del califa Al Hakam II. Se creía perdido para siempre.

—¿Qué historia es ésa?

—Todo empezó hace más de tres siglos, durante el reinado de Abderramán III, padre de Al Hakam II, cuando el almirante Rumahis, que mandaba la flota del califa, rescató en el Mediterráneo a los tres supervivientes de un barco procedente de Roma que acababa de hundirse.

«Los tres náufragos eran tan ancianos, y se encontraban en un estado tan lamentable, que ningún tratante de esclavos daría gran cosa por ellos. En cambio, parecían personas instruidas, y el almirante Itumahis pensó que alguien podría adquirirlos a un precio razonable para destinarlos a la educación de sus hijos. Uno fue comprado en Túnez por un comerciante de Kairuán. El segundo fue vendido también de camino, y terminó en Fez. Al tercer anciano, el más sabio de todos, lo llevó consigo hasta Córdoba».

«La noticia de su presencia se conoció de inmediato entre la población judía cordobesa, que redimió al náufrago con todos los honores, lo cubrió de atenciones y lo puso al frente de la escuela rabínica. Su verdadero origen se mantuvo en el mayor sigilo. Roma sólo había sido su última escala. En realidad, el anciano procedía de Jerusalén. Era descendiente de los israelitas dispersados por Nabucodonosor, cuando éste tomó la Ciudad Santa, arrasó el Templo de Salomón hasta los cimientos y deportó a los judíos, llevándoselos consigo a Babilonia».

«Allí, dentro de los antiguos dominios de Babel, apesadumbrados por la disgregación de las tribus de Israel, los rabinos tomaron contacto con una hermandad instituida para preservar la unidad del saber. Su nombre era
ETEMENANKI
, que quiere decir La llave maestra. Ellos guardaban los secretos anteriores a Babel, y en especial aquella lengua única que yace bajo todas las demás y que se perdió con la construcción de la Torre. Una lengua que, según dicen, una vez sabida permite conocer las cosas a primera vista. Pues se ven desde dentro, en su misma sustancia, tal como las conoce y las creó Dios, y no en sus accidentes externos».

«El año en que los tres ancianos supervivientes fueron rescatados por la flota cordobesa, acababa de morir el gran maestro de la hermandad de
ETEMENANKI
. Los tres náufragos eran sus mejores discípulos, y nunca logró aclararse el motivo de tan largo y arriesgado viaje desde Babilonia, primero a Jerusalén, y luego a Roma. Mucho menos se entendió que hubieran puesto en peligro los conocimientos atesorados por la hermandad. Su pérdida habría resultado irreparable, ya que sus enseñanzas sólo se transmitían oralmente».

«La única persona que llegaría a conocerlas realmente fue Hasday ibn Saprut, el alumno más aventajado del anciano, puesto al frente de la escuela rabínica cordobesa». Era Ibn Saprut el primogénito de una muy rica y poderosa familia de comerciantes judíos, y su ascenso fue tan fulgurante que se le consideró depositario de saberes nada comunes. Hablaba todas las lenguas conocidas, y redactaba de corrido documentos en griego, latín, árabe y hebreo. Su sabiduría, el encanto de sus palabras, su capacidad de convicción, llegaron a ser legendarios. Se decía de él: «Si todos los océanos fueran tinta, todas las espadañas de las marismas plumas y los cielos en lo alto, papel no habría suficiente para escribir sus conocimientos».

«El hijo de Abderramán III, el califa Al Hakam II, depositó su entera confianza en él. Debido al largo reinado de su padre, este último asumió sus responsabilidades muy tarde, a los cuarenta y seis años. Dispuso de tiempo sobrado para educarse a conciencia, y también para cultivar su desapego por un poder que nunca llegó a apasionarle. Había heredado un reino pacificado y una fortuna inmensa, más de veinte millones de monedas de oro. Era uno de los monarcas más ricos del mundo».

«Nunca volvería a ser aquel reino tan respetado, ni Córdoba tan esplendorosa, con su medio millón de habitantes, sus ochocientas mezquitas y sus mil baños. Cada vez que desde la ciudad salía alguna misión a cualquier parte del mundo, Ibn Saprut encomendaba a sus enviados que recogieran todos los libros a su alcance. Por otro lado, tenía ordenado en la aduana que cualquier volumen que entrase en su reino fuera llevado a la biblioteca para ser copiado».

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