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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (28 page)

BOOK: La llave maestra
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No cabía duda. Aquél era el bar: Cañas y Barro se llamaba. Exactamente como lo había descrito Víctor Tavera. Si uno se situaba junto al teléfono público, al lado había un billar francés; el televisor quedaba al fondo y a la derecha; en medio, una máquina tragaperras de palanca, otra de tabaco y una sinfonola. Que, en efecto, incluía entre sus discos Amor secreto del Fary, como subrayó Gutiérrez señalando el artefacto.

Abundaba el serrín a pie de barra, adonde se dirigieron entre las precavidas miradas de los parroquianos habituales. Detrás del mostrador, borboteaba la Tolona, la dueña del bar, una matrona valenciana de imponente aspecto, que regentaba sus dominios con el pulso inexorable de quien conduce un barco ballenero en medio de las zozobras de alta mar. Hacía falta una mujer de su temple para gobernar aquella avanzadilla en tierra de nadie. Frente al matadero. Donde desayunaban y almorzaban matarifes, ganaderos y obreros con muchas zanjas en sus costillas, pero también fulleros de toda la vida que no la habían hincado desde que vinieron al mundo.

—Por la noche esto se llena de fulanas —informó Gutiérrez—. Y la gente ya no lo llama Cañas y Barro, sino Coños y Burros —rió su propia gracia—. Eso sí, las cañas las ponen bien.

David echó un vistazo a los papeles pegados al gran espejo tras el mostrador, que anunciaban las especialidades de la casa. No pudo evitar sonreír ante un reencuentro tan contundente con la creatividad de sus paisanos. Además de los clásicos combinados Sol y sombra, Artístico, Paso a nivel o Bikini, podían leerse nombres tan evocadores como Wonderbra, Quemabragas, Zipi y Zape, España y Olé…

—¿Qué va a ser, inspector Gutiérrez y la compañía? —tronó la dueña, pasando una bayeta por el mostrador.

—¿Hacen unas cañas y unas gambas con gabardina? —consultó el inspector.

Bielefeld y David asintieron con entusiasmo. Raquel se abstuvo, y el criptógrafo pudo advertir que no parecía encontrarse bien. La patrona gritó el encargo a la cocina y empezó a tirar las cañas en el surtidor. El inspector hizo un aparte con ella, y vieron cómo la mujer negaba con la cabeza reiteradamente. No podían escuchar las palabras de Gutiérrez, que estaba de espaldas a ellos, pero sí la respuesta que le dio ella, con su vozarrón:

—Mucha gente llama por teléfono, pero yo no los puedo ver, porque el aparato queda allá al fondo. No estoy al tanto de esas cosas. Y perdone, que tengo mucho trabajo.

Gutiérrez pagó la cuenta de mala gana y señaló el reloj:

—Me esperan para la rueda de prensa. Supongo que querrán venir. Al salir, con las prisas, apenas repararon en un hombre que tropezó con David. Alto e hirsuto, fuerte, de rostro cuadrado y tosco, cejijunto y desgarbado, como si hubiese dormido con la ropa puesta y todo él fuera desabrochado. Debía tener ya sus años, pero la edad quedaba un tanto desmentida por su robustez y vivacidad. Cuando entró en el bar, muchos evitaron su mirada. Sabían que era un hombre atravesado y peligroso. Llegado el caso, sólo la Tolona era capaz de controlarlo, y entonces se comportaba con la docilidad de un niño. Se dirigía hacia el teléfono, cuando ella le llamó desde el mostrador:

—¡Gabriel! —y le hizo un gesto para que se acercara a la barra. Una vez allí, la dueña bajó la voz para advertirle—. Yo en tu lugar me lo pensaría dos veces antes de andar haciendo llamadas desde ese teléfono. Han estado aquí a buscarte.

—¿Quién?

—El inspector Gutiérrez, otro extranjero de su edad, una chica y un hombre alto, más o menos de tu estatura, joven, bien parecido. Tenían pinta de policías, o algo así. Acaban de salir… —hizo una pausa, y añadió—: Oye, Gabriel, no sé en qué lío andas metido, ni me importa con tal de que no me metas a mí, pero creo que deberías andarte con cuidado.

—No he hecho nada malo… todavía —se rió.

—¡Ay, Dios mío! Poco tardas tú en volver a las andadas. ¿Vas a comer? Pues anda, ponte en tu mesa, que ahora te tomo nota.

El salón de plenos del ayuntamiento formaba parte de la Plaza Mayor, cerrándola por el lado norte. Cuando llegaron allí, la conferencia de prensa estaba a punto de comenzar. Gutiérrez subió al estrado y ocupó su puesto en la amplia y protocolaria mesa, mientras Bielefeld se sentaba en la primera fila. David se atrincheró en la última, desde donde podía controlar toda la sala. Para su sorpresa, Raquel se rezagó saludando a algunos de los presentes. Debían de ser colegas de Nueva York, pero no le parecía oportuno pedirle mayores explicaciones. Se limitó a preguntarle, cuando ella se sentó a su lado:

—¿Cree usted que todos estos son periodistas?

—Supongo que sí, tendrán que estar acreditados. ¿Por qué lo dice?

—Por la gente que he visto ahí afuera. Ésos no eran periodistas, desde luego. Y también por alguno de los que conozco aquí adentro. Por ejemplo, ¿sabe quién es ese tipo? —y señaló discretamente a un individuo que estaba en el extremo opuesto de la sala, cerca de la puerta—. Es Samir. Muchos lo consideran el mejor criptógrafo del mundo.

—¿Ah, sí? Yo creía que era usted.

—Déjese de coñas, Samir no tiene escrúpulos, trabaja para el mejor postor. Y si está aquí quiere decir que ha olido carnaza. La ciudad empezará a llenarse con gente de lo más recomendable. Tenemos que averiguar lo que está pasando antes que ellos.

Mientras arrancaba el acto, estuvo atento a Samir, quien no había reparado en su presencia. Hablaba con un hombre vestido de negro, muy delgado, huesudo, el rostro anguloso y chupado. No alcanzaba a verle bien, pero le pareció que conocía a aquel individuo. «¿Habrá empezado a mover sus piezas James Minspert?», se preguntó David, inquieto.

Volvió su atención a la gran mesa que presidía el estrado. Según había adelantado el presentador, las distintas partes en conflicto explicarían su posición tras los sucesos del jueves y se anunciaría, con toda probabilidad, un compás de espera en la convocatoria de la conferencia de paz, hasta que se aclarase lo sucedido. En ese momento se disponía a hablar el delegado israelí. Su primera frase no pudo ser más rotunda:

—Jerusalén unificada es la capital unida e indivisible del Estado de Israel y del pueblo judío.

—Bien empezamos —ironizó David.

—Sólo está engrasando la artillería —le informó Raquel—. Se limita a citar la ley de 1980 por la que el Parlamento israelí se anexo la ciudad. Es una frase literal. Habrá que ver lo que sigue. La continuación no desmereció de tan brioso arranque:

—Lo diré de un modo muy claro: Jerusalén es el alma y el corazón del judaísmo, del mismo modo en que La Meca lo es del islam. Por respeto a lo que La Meca significa para el islam, entendemos que no estén dispuestos a compartir el lugar de nacimiento y la piedra angular de su fe. A cambio, pedimos que se entienda que Israel no puede compartir Jerusalén con aquellos para quienes representa algo secundario en su historia política y religiosa. El mundo islámico posee ciudades de mayor importancia cultural y espiritual, como La Meca, Medina, Damasco, Bagdad o El Cairo… Los judíos tienen Jerusalén, y sólo Jerusalén. Ninguna otra ciudad se ha erigido nunca en capital espiritual o política del pueblo judío…

—¿Qué me dice ahora? —preguntó David.

—Seguimos en las mismas, frases cien veces dichas —insistió Raquel—. Es una declaración meramente protocolaria. Por lo que me han dicho mis colegas, el Vaticano no está en esa mesa porque ya han creado su propia cortina de humo. Y lo que ve usted ahí son todos funcionarios de medio pelo. No hay más que ver a Gutiérrez.

—O sea que esta conferencia de prensa no valdrá para nada.

—Eso me temo. Pero tienen que hacerla. Alguien ha de difundir la información, habiendo tanto criptógrafo y espía dedicado a ocultarla… David prefirió no replicar, porque notó que allí sucedía algo raro. El delegado israelí que estaba en el uso de la palabra había empezado a balbucir mientras aseguraba, enfático:

—Si el mundo árabe insiste en compartir el control de Jerusalén, asimismo se deberá aceptar el control compartido del Monte del Templo…

Llegado este punto, un zumbido resonó en la sala. El delegado se apartó del micrófono, tomándolo por un acoplamiento. E intentó retomar el hilo. Pero lo que se oyó poco tuvo que ver con el discurso que estaba leyendo:


Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li
.

David miró alarmado a Raquel:

—¿Ha oído eso? ¿A qué se parece?

—A los farfullos al final del discurso del Papa.

Por si cabía alguna duda, aquel primer arranque no tardó en convertirse en la previsible y rítmica letanía:

Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia.

Se produjo un gran revuelo en la sala. Los flashes de los fotógrafos crisparon aún más la escena, y ante la avalancha de cámaras y periodistas, dos de los encargados de seguridad se llevaron al delegado a toda prisa. Un grupo de agentes se interpuso formando una barrera. Bielefeld se había levantado a la primera de cambio y se acercaba a David y Raquel. No le pasó desapercibido aquel hombre chupado, vestido de negro, que se levantaba de su asiento para ganar la puerta de salida precipitadamente.

—¿Se han fijado en ese individuo? —dijo el comisario señalando hacia el lugar donde poco antes se encontraba aquel tipo. David comprobó que tanto Samir como su acompañante se habían marchado. Corrió hacia la salida, pero no los vio por ningún lado. Cuando Raquel y Bielefeld llegaron a su altura, el comisario les explicó:

—Ese individuo estaba en la Plaza Mayor el día que sucedió lo del Papa. Y se marchó de la tribuna igual que ahora, al comenzar esos farfullos.

—¿Pero quién es? —le preguntó Raquel.

—No lo sé. No tengo ni idea.

—Estaba con Samir, un criptógrafo —explicó David al comisario—. Y eso apunta en dirección a Minspert…

Calló, porque se acercaba Gutiérrez y no se fiaba de él. Fue Bielefeld quien se dirigió al inspector para decirle:

—Necesitamos la grabación de esas palabras antes de que se difundan.

—Descuide —le contestó—. En cuanto me hagan la entrevista para el telediario local me ocuparé de ello.

A David no le acababa de convencer la idea:

—No podemos seguir escuchando cintas mientras otros actúan. Inspector, ¿le importa que salga con usted en esa entrevista?

—Pero ¿qué va a decir? —se extrañó Gutiérrez.

—No se preocupe, me estaré callado. Lo único que quiero es aparecer junto a usted y que incluyan también mi nombre en un subtítulo electrónico.

—Veré qué puedo hacer —concluyó Gutiérrez antes de alejarse.

Cuando estuvieron a solas, Bielefeld preguntó a David:

—¿Se trata de un anzuelo?

—Naturalmente. Si alguien quiere hablar de la desaparición de Sara Toledano, no tendrá que volver a dejar recados en el contestador de la policía. Sabrá que estoy aquí y cómo localizarme. Y quizá se fíe más del apellido Calderón que de alguien como Gutiérrez.

—Supongo que se da cuenta de lo peligroso que puede resultar. Servir de cebo no es ninguna broma.

—Me temo que ya estamos sirviendo de cebo, comisario.

La Tolona salió de detrás del mostrador y se acercó hasta la mesa con el carajillo de coñac.

—¡Es él, Gabriel, es él! —dijo a Lazo señalando el televisor. Gabriel Lazo alzó la vista de las fichas de dominó, por encima del hombro de su oponente en la mesa de juego. Y vio a Gutiérrez y a David en la pantalla, en un balcón del ayuntamiento, contra el fondo de la accidentada Plaza Mayor.

—¿Quién? —preguntó el hombrón.

—Uno de los que vino aquí a buscarte. Ése que está a la derecha del inspector Gutiérrez.

Lazo reparó en el rótulo que aparecía debajo de él: «David Calderón».

—¡Es igual que su padre de joven! Éste no se me escapa. Tolona, apúntame esto en la cuenta.

Su oponente, un matarife de imponente envergadura, protestó:

—No puedes dejar el juego ahora, que vas ganando.

Lazo apuró el carajillo de un trago, recogió el dinero con sus manazas, y respondió:

—¿Me lo vas a impedir tú?

El matarife hizo un amenazador amago de levantarse, pero Lazo le dio un trompazo tan violento que cayó redondo, con silla, mesa, fichas y vasos. Hubo un revuelo en el bar, y varios compañeros acudieron a levantar al caído. Iba a enfrentarse a Lazo, pero éste echó mano a su bolsillo derecho y dejó asomar el mango de una navaja. Nadie se movió. Excepto la Tolona, que se interpuso entre los dos contendientes.

—No ha pasado nada. Yo me encargo de esto.

Todos volvieron a sus asuntos. La Tolona se llevó aparte a Gabriel Lazo y se plantó en jarras ante él, pidiendo una explicación.

—Ahora no, Tolono, ahora no… —le suplicó él, bajando la cabeza, avergonzado y confuso.

Salió de estampida por la puerta del bar. Enfiló la empinada cuesta y se acercó hasta la parada de taxis. No había ninguno libre, pero continuó corriendo hasta tomar uno a la carrera.

—Al ayuntamiento. Deprisa, deprisa… —le apuró—. ¿Me puede prestar papel y bolígrafo?

—Tenga. A ver si nos dejan llegar hasta allí. Que no creo…

No se equivocaba. La calle estaba cortada. Lazo pagó apresuradamente, bajó del taxi y corrió hasta el edificio. El lugar estaba protegido por fuertes medidas de seguridad. Dio la vuelta, escudriñando alguna brecha. Las delegaciones oficiales estaban despidiéndose y, a medida que abandonaban el lugar, la vigilancia iba cediendo.

Buscó las cámaras de televisión. Fue entonces cuando vio salir a David. Estaba en la puerta, lejos de su alcance, y le rodeaba mucha gente. Gabriel Lazo tanteó con nerviosismo el bolsillo derecho de su pantalón y comprobó que todo estaba dispuesto y a punto para el paso que se disponía a dar. No podía fallar.

David Calderón se alejó de las cámaras y focos. Le acompañaban un hombre fornido, mayor que él, y una joven rubia. Estaban saliendo de la barrera de protección policial. Lazo ya se dirigía hacia él, para tomar posiciones, cuando vio salir por la puerta al inspector Gutiérrez. Retrocedió para ocultarse tras la columna de uno de los soportales. Desde allí observó cómo los dos hombres se despedían. Esperó para ver qué rumbo tomaba David Calderón. Éste volvió junto al hombre fornido y la chica rubia. Decidió seguirles discretamente. Pudo oír cómo preguntaba David a su acompañante:

—Bielefeld, ¿de cuántos agentes disponen ustedes?

—No lo sé exactamente, pero hemos pedido a las autoridades quince permisos de armas y registrado cinco coches blindados —respondió el comisario.

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