La llave maestra (30 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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No avisé de mi llegada, sino que me dirigí a casa de Laguna, pues siempre me había mostrado buena voluntad desde que me rescató entre las mercancías del muelle y me llevó luego a casa de los Toledano. Como médico de Alí Fartax, me confirmó la caída en desgracia del Tiñoso, quien andaba en el corso con sus piratas berberiscos, dejando a Noah Askenazi sin ningún contrapoder que se le opusiera. Y esto era lo que más le preocupaba. Laguna había atendido a don José Toledano en sus últimos momentos, y sospechaba de un envenenamiento, aunque era difícil de probar por la lentitud y dilación con que se le había suministrado la dosis.

Aclarado este punto, mis angustias apuntaban a la suerte corrida por Rebeca. Poca Sangre no se había quitado todavía la máscara. No se atrevía. Ella era una Toledano, debía respetar su luto, y para doblegarla necesitaba el apoyo de la comunidad judía. Pero mi ausencia y la muerte de su padre la dejaban muy a la intemperie, y aquel hombre despreciable cada vez iba más lejos, estrechándola de continuo con veladas amenazas, para averiguar el paradero de un pergamino que, según él, había prometido entregarle don José.

Sabedor de todo esto, y de que vigilaban su casa, mandé recado a Rebeca con el propio Laguna, para que se reuniera conmigo en secreto. Vino sin tardanza, y fueron tantos los abrazos y las lágrimas, tan tierna debió de ser la escena que componíamos, que el buen médico prefirió dejarnos solos durante largo rato. Al fin, cuando nos hubimos saciado de vernos, la tomé de las manos, la miré largo rato, y por lo flaca que la encontré entendí lo mucho que había sufrido, y le hice ver la necesidad de poner remedio a tanta calamidad, marchándonos de allí de inmediato.

Sus respuestas me confirmaron cómo había madurado en la adversidad. Me explicó que eso no resultaba tan fácil. El primer problema era doña Esther, como me aclaró en pocas palabras:

—Mi madre no querrá venir con nosotros. Ha nacido en Estambul y nunca se ha movido de esta ciudad, en la que se ha apoltronado entre cojines, afeites y otros aspavientos. Ni siquiera podemos comunicarle nuestros planes, porque se los sonsacaría Poca Sangre, por las buenas o por las malas. No es mujer de voluntad. Ni mala, ni buena. Y la poca que tiene se la administra Askenazi a su conveniencia.

El segundo problema era su hacienda, la herencia de Rebeca. No tanto por ella, cuanto por todos los que dependían de la misma, que era ésta gran industria y turbamulta. La mayor parte estaba invertida en mercancías distribuidas por toda Europa, en muchos fletes de camino, en créditos que cobrar… Desenredar esa maraña llevaría meses, quizá años. Y todo estaba en manos de Askenazi. En sus libros de contabilidad.

—¿Qué partido tomar, entonces? —le dije.

—Hay algunos lugares de probada fidelidad, como Bursa. No está lejos, y allí se ordena todo nuestro comercio de seda antes de traerlo a Estambul.

—Pero ¿nos creerán sin un salvoconducto de Askenazi?

—Llevaremos un salvoconducto mejor: mi propio padre —me dijo con firmeza.

No la entendí al pronto, hasta que añadió:

—Él quería morir en Palestina y ser enterrado allí. Lo tenía todo preparado para vivir en aquel lugar los últimos días. Estaba a punto de cumplir sus deseos, y quizá por eso se le adelantó Poca Sangre, envenenándolo. Pero yo realizaré su última voluntad. Se lo prometí en el lecho de muerte. Y no quiero encomendar sus restos a uno de esos mercaderes de huesos que, una vez cobrado el cargamento, los tiran al mar en cuanto pierden de vista la costa.

—¿Y qué haremos en Palestina?

—Hace tiempo que mi padre viene ayudando a escapar a los judíos perseguidos, enviándolos allí. La mayoría están en Tiberíades, al norte de Jerusalén, y le deben la vida a los Toledano. Serán leales hasta la muerte. Nos acogerá mi tío Moisés, que ha ido gobernando aquella colonia.

—¿Moisés Toledano está en Tiberíades?

—Tan pronto asesinaron a Rinckauwer, huyó para preservar aquel reducto, y se llevó con él ese pergamino que ahora busca Poca Sangre. No sabíamos si la muerte del impresor era obra de los espías españoles en Estambul o de los turcos. Por eso desconfiaron de ti al sorprenderte en el piso superior de la casa, cuando viniste en mi busca.

—¿Por qué creían que yo era un espía?

—Pensaban que buscabas eso mismo que ahora persigue Poca Sangre, y que tú lo hacías por cuenta de Alí Fartax, quien habría matado a Rinckauwer al saber que se disponía a llevar un mensaje a Felipe II para preparar una tregua con él, basada en ese pergamino. Al Tiñoso no le interesa ninguna tregua, porque le impediría atacar las naves españolas que navegan por el Mediterráneo, de las que saca tan gran provecho.

—Entiendo que tu padre quisiera pactar con el sultán. Palestina es territorio bajo su dominio. Pero ¿y el rey de España?

—Tiene el título de rey de Jerusalén, y gobierna buena parte de los asentamientos judíos de Occidente. Sin su aprobación no podrá rescatarse a los nuestros que deseen poblar aquel territorio.

—De modo que ése era el objeto de mi misión, cuando me enviaron a Ragusa, aunque yo la hube de prolongar a Milán, Bruselas y Yuste.

—Eso es lo que deseaba mi padre, a cambio de mediar entre el sultán de Estambul y el rey de España, concertando los términos de una paz satisfactoria a ambos. Felipe II necesita desocuparse del Mediterráneo para centrarse en las cuestiones de Flandes. Y Solimán quiere achicar en Occidente las escaramuzas con los cristianos porque recela de los persas y ha de atender el flanco oriental, empezando por asentar Palestina.

Mucho me admiró la buena cabeza con la que Rebeca entendía de aquellos asuntos, a pesar de su juventud.

—¿Y Askenazi? —alcancé a preguntar.

—Sospecho que Poca Sangre busca algo más. Hay una parte en tu misión todavía más secreta que la tregua entre turcos y españoles, que ni yo misma conozco, ni quiso contármela mi padre antes de morir, para proteger mi vida. Pero sí que es sabida por mi tío Moisés, a quien se la transmitió una vez que estuvo seguro de que se iba a poner a buen recaudo. Y todo gira en torno a ese pergamino.

Me abrumó aquella trama de conspiraciones. Comprendí entonces la imperiosa necesidad de la huida. Con la ayuda de Laguna conseguimos una nave que nos llevó hasta Bursa, cerca de Estambul. Quedó muy impresionado el representante de Toledano en aquel lugar, al ver a Rebeca y los restos de su padre. En cuanto a los fondos para proveernos, había muchas remesas de seda, que nos pagó al contado un correligionario de Amberes que precisaba completar el flete de su nave, medio llena con un cargamento de pimienta. Y con todo ello pudimos armar un barco ligero y rápido, en el que nos dirigimos a Tierra Santa.

Desembarcamos en Haifa, que está a una docena de leguas de Tiberíades. Tras obtener un salvoconducto, nos dirigimos al norte, a Safed, donde cumplimentamos al gobernador turco, le entregamos numerosos regalos y solicitamos su autorización para sumarnos al asentamiento judío y enterrar a don José Toledano. Agradeció los presentes poniendo a nuestra disposición una escolta, con la que nos encaminamos al sur y entramos al fin en Tiberíades.

Era un pequeño paraíso. Un vergel junto al agua azul, limpia y fresca del lago que llaman Mar de Galilea, del que surte el río Jordán. Don José había venido pagando al sultán una renta de mil ducados por aquella colonia que, por encargo suyo, había sido levantada a partir de unas ruinas plagadas de ortigas y víboras. Su hermano Moisés había rehecho las murallas, para atraer con su protección a la dispersa población judía, librándola de los ataques de los beduinos que asolaban las rutas sirias. También había construido una sinagoga, y pagado a algunos hombres piadosos para que alentasen la fe y estudios talmúdicos. Había ido encaminando hacia allí a muchos fugitivos y expulsados de otras tierras, con la esperanza de constituir una comunidad que se valiera por sí misma. Quería que abandonasen el temor de la constante huida, y que vieran aquella tierra como suya, y para siempre. Los restos de muchos exiliados reposaban en su cementerio, entre ellos el gran Maimónides. Allí dimos sepultura a don José, en un hermoso emplazamiento.

Lo que vimos nos causó admiración. Los Toledano habían atraído a muchas gentes hábiles, reclutando a los mejores artesanos. De ese modo, se había desarrollado mucho la industria textil, importando ovejas merinas de Castilla, que son las de mejor lana, para competir con los tejidos de Venecia, tan apreciados. Habían plantado moreras para el cultivo del gusano de seda. Su consorcio podía colocar sin problemas toda la producción que tuvieran, pues controlaban numerosos mercados y monopolizaban el comercio con Grecia y el sur de Italia. De hecho, algunas de las partidas de seda que habíamos visto en Bursa procedían de aquel lugar.

Don José hubiese deseado pasar allí sus últimos días para dar ejemplo de su fe en el futuro de aquella colonia. Y se había hecho construir una espléndida villa cerca de los baños medicinales de agua termal, que tanto bien habrían hecho a sus fatigados huesos. La casa contaba con acceso directo a las termas, preservando la intimidad.

—Allí fue donde por primera vez tuvimos paz y reposo tu madre y yo. Intentamos dejar atrás todas nuestras congojas, emprendiendo una nueva vida, sin nada que nos atara al pasado. Y allí naciste tú —dice Randa a su hija.

Suspira, y calla un largo rato. Aún se conmueve evocando la felicidad de aquellos años con Rebeca, abandonados al deseo y la impaciencia de los que se aman.

—¿Y qué pasó? —le saca Ruth de sus recuerdos.

—Al principio todo fue bien. Tu madre llevaba con mano firme la fabricación de telas. Era gran organizadora, y muy hábil en el tejer. Algo que tú has heredado, pues has tenido la mejor maestra. Yo la ayudé, perfeccionando su telar. Tras haber visto trabajar en Estambul a Rinckauwer y al maestro relojero, y luego a Juanelo, empezaban a atraerme las invenciones mecánicas, y también me ocupaba en la orfebrería. No podíamos pedir nada más.

Pero las cosas cambiaron después de los primeros años. Murió el gobernador turco que nos había venido protegiendo y fue sustituido por otro que nos era menos propicio. Empezó a haber problemas con los suministros y con las ventas. Menudearon los hostigamientos de los beduinos y el menor celo en la protección que nos brindaban los soldados del gobernador. No nos costó mucho ver en todo ello la mano de Askenazi.

Y aún quedaba lo peor. Las aguas del Mar de Galilea, tan azules, resultaron engañosas. Se desató entre nuestros colonos algún episodio de fiebre, al que no dimos demasiada importancia. Sin embargo, vimos al cabo de algún tiempo que aumentaban las muertes por esta causa. Lo peor fue que perdimos a nuestro segundo hijo. Cuando a Rebeca le comenzaron a tentar los dolores del parto, le sobrevino un accidente de calentura tan recio que no se recuperó bien.

Se acrecentó luego esta epidemia, que se llevó a dos tercios de la población. Tú caíste enferma. Y visto lo mal que os sentaba el clima a Rebeca y a ti, decidimos trasladarnos a Jerusalén, que, por estar alta, es de aires más limpios. Hablamos de ello con Moisés Toledano, quien nos desaconsejó el traslado con vehemencia:

—¿De qué vais a vivir? —nos preguntó.

—De lo que teje Rebeca, y de mis trabajos de orfebre y artesano —le contesté—. Siempre se han vendido bien cuando los hemos llevado a Jerusalén.

—Es plaza difícil —insistió—. Sobre todo desde que Solimán el Magnífico reconstruyó las murallas y arregló la ciudad. Es mucha la gente que desea asentarse allí. Hay una cuota muy estricta para los nuestros. No os dejarán empadronaros. Y estaréis en peligro, por ser lugar frecuentado por los agentes de Askenazi, que en aquella mezcolanza pueden operar a sus anchas, a diferencia de Tiberíades, donde todo está bajo nuestro control.

Cuando don Moisés vio que nada de esto bastaba para disuadirnos, mandó llamar a Rebeca, y le dijo en tono grave:

—Sobrina, si vas a partir, tenemos que hablar de asuntos que, una vez muerto tu padre, sólo yo conozco, y que alguien más debe saber, por si a mí me sucediera algo.

Quería decir con ello que yo sobraba, por lo que me dispuse a ir a otro lugar e iniciar los preparativos de la partida. Pero, una vez más, Rebeca quiso ligar su suerte a la mía:

—Raimundo ha arriesgado su vida muchas veces en un largo viaje, ha vuelto en mi socorro sin que nada le obligara a ello, es el padre de mi hija y va a compartir su fortuna conmigo. Tiene derecho a conocer esos secretos. Y, además, quiero que los sepa.

Don Moisés conocía bien el temple de su sobrina, y ni siquiera pasó a discutir sus palabras.

—En ese caso, Raimundo, venid con nosotros, aunque habéis de saber que escuchar lo que he de decir a mi sobrina os unirá a ella más que el matrimonio.

—Que así sea —acepté.

Nos hizo entrar en un cuarto bien apartado, y volvió al cabo de un rato con una arqueta de marfil. Muy valiosa, a juzgar por su aspecto. No tenía candado alguno, sino una combinación de cuatro ruedecillas con números que permitían su apertura al componer una clave. Me maravilló aquel sistema, por no haberlo visto nunca, y hasta lo estudié más tarde, con el propósito de emularlo en mis trabajos de artesano. Se sentó junto a nosotros, puso la arqueta sobre su regazo, y dijo, dirigiéndose a mí:

—Esto es lo que ha podido costaros la vida, y lo que mi hermano y sobre todo, Askenazi pensaban que buscabais cuando en Estambul subisteis con tanto sigilo aquella escalera de la casa, que luego bajasteis con tanta prisa y alboroto.

Sacó de la arqueta un finísimo pergamino. De piel de gacela, me pareció. Cuando lo alzó para mejor mostrárnoslo, pude advertir que se trataba del fragmento de una pieza más grande, de la que había sido cortado en forma de cuña o gajo. Tenía por un lado unos trazos gruesos y geométricos, como de laberinto, que semejaban estar grabados a fuego. Y por el dorso llevaba escritas estas palabras:
ETEMENANKI
. Al leerlas, rebusqué en mi memoria, hasta recordar que habían sido pronunciadas por Carlos V en Yuste, al descifrar el menaje que yo le llevaba.

—Os preguntaréis lo que es —dijo don Moisés—. Prestad atención a mi historia, que entre los Toledano sólo se ha transmitido de padres a hijos al recibir este pergamino. Os irá la vida en ello a partir de ahora.

Y nos contó lo sucedido en la ciudad de Antigua durante el reinado de Alfonso X, a quien llamaron el Sabio. Todo lo pormenorizó muy por lo vivo. Su relato empezaba una desapacible noche de invierno, en que la llovizna azotaba las calles y la niebla se desgarraba en jirones a lo largo del río. La ciudad sólo tenía entonces un puente, fuertemente custodiado por guardias armados. Dentro de ella, los Toledano eran ya gentes respetadas, y esa noche de invierno tenían que ayudar a entrar a un fugitivo. Lo que iba a suceder debía quedar en la familia, por lo que sus miembros más jóvenes habían abandonado las casas al caer la tarde, apostándose sobre el farallón rocoso rematado por la muralla de la judería, que cae en gran tajo sobre el cauce. Desde allí, donde se encuentra el matadero de la aljama, pueden ver a los soldados en el cercano puente, a la luz de una hoguera agitada a rachas por el viento.

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