—¿Crees eso posible? Recuerda lo que sucedió la vez anterior, cuando le llevabas ese mensaje a Bruselas, y ni siquiera alcanzaste a verle.
—Entonces lo ignoraba todo sobre ese mensaje. Ahora no vamos a ciegas.
—Pero ¿cómo viajaremos allí?
—Con los peregrinos que vuelven de Jerusalén. Yo me encargo de sondear a los que hay ahora en la ciudad, tantear naves en Jaffa, comprobar si todo cuadra, comprar voluntades.
Me aconsejaron tratar con los venecianos, que hacían dos peregrinaciones anuales de cristianos. Eran caras, pero muy seguras y bien organizadas, que es lo que más nos convenía viajando con una niña como tú. Duró poco más de un mes el trayecto a Venecia, desde donde nos encaminamos por tierra a Génova, para tomar una de las galeras del gran duque de Florencia, que nos llevó sin contratiempos hasta Marsella. Allí comenzó lo más duro, en un bergantín que se dirigía a España y soportó mal los dos temporales con que tuvo a bien obsequiarnos el golfo que llaman de Lyón. Pero, al fin, sin más percances, al cabo de cuatro días llegamos a Barcelona, y desde allí emprendimos de inmediato el viaje a Antigua.
Randa prefiere terminar allí su narración. Sabe que Artal no tardará en abrir la puerta para reclamar a Ruth y quiere consultar algo a su hija.
—¿Aún conservas el telar de Rebeca? La muchacha niega con la cabeza:
—Nos lo arrebataron tal como ella lo dejó. Con el tapiz que mi madre estaba tejiendo para cuando regresarais.
—¿Quién se lo llevó?
—Tuvimos que poner nuestros bienes en almoneda para pagar las deudas. Nadie quiso el telar, por viejo, y está depositado en casa de un banquero.
—Tienes que recuperarlo.
—Pero padre, eso no será posible.
—Has de hacerlo. Ruega a ese banquero. Hazle saber que lo necesitas para ganarte la vida y la de ese niño que traes de camino, en tu vientre…
—¿Por qué es tan importante?
Suena la llave en la cerradura, y Randa apenas puede musitar unas palabras al oído de su hija, antes de que en el umbral se recorte la silueta de Artal de Mendoza. Pero aún hace algo más, con el pretexto de acompañar a Ruth hasta el arranque de las escaleras. Al acercarse a la puerta repara en la mano metálica del embozado. Observa con detenimiento cómo se vale de ella. Y tiene la certeza del doloroso cepo que supone para el muñón de su portador.
D
avid Calderón se paró en seco al advertir aquel coche a la entrada del convento de los Milagros. Le dio mala espina. Era un todoterreno negro, de gran envergadura. El hombre que estaba al volante fumaba y leía un periódico cuando, de pronto, se abrió la puerta del convento y se escuchó un grito. Seguramente un nombre, no se oía bien. El conductor, un pelirrojo con el pelo al cero, dejó el periódico, tiró el cigarrillo y acudió a la llamada.
«No parece un simple chófer —pensó—. Demasiados músculos».
El criptógrafo se ocultó tras el tronco de un ciprés. Desde allí no podía ver al que había gritado. Quienquiera que fuese se mantenía en la sombra, en el umbral de la entrada. Con gestos enérgicos, daba instrucciones al conductor. Éste se agachó, cargó con una caja de cartón de buen tamaño, la llevó hasta el coche, abrió la puerta de atrás y la metió en el maletero. Luego repitió la operación con otra. Y, después, con una tercera.
Entonces salió del edificio quien hasta ese momento se mantenía en la sombra. A pesar de lo corto del trayecto y lo furtivo de su salida, David no tardó en reconocerlo. Era aquel hombre chupado y de rasgos angulosos, enteramente vestido de negro, que había visto esa mañana en la conferencia de prensa, sentado junto a Samir, el criptógrafo.
Ahora, a plena luz del día, pudo apreciar mejor su delgadez, una auténtica sinfonía de huesos. Se movía de un modo extraño y asimétrico, con el hombro izquierdo caído, como si éste le sirviera de palanca para desplazar el resto del cuerpo. Andaba con los codos levantados hacia atrás, lo que daba el aspecto de un ave de mal agüero que tuviese las alas atrofiadas. Al principio pensó que se debía al ordenador portátil que sujetaba bajo uno de los brazos. Pero sus hombros siguieron manifestando tan rara asimetría tras depositarlo en el interior del coche.
Antes de entrar en el vehículo, aquel hombre volvió bruscamente el rostro de tortuosos rasgos, y alcanzó a ver a David. Su presencia pareció ponerle muy nervioso. Empezó a gritar al conductor, quien dio marcha atrás para sortear un árbol, con tal premura que el parachoques golpeó contra uno de los pivotes metálicos que protegían el muro del convento. El impacto no pareció afectar demasiado al coche, sólido como un tanque. No tardó en rectificar el rumbo a golpes de volante, entre un rechinar de neumáticos. Y, tras levantar una gran polvareda, dejó atrás el paseo peatonal y escapó calle abajo quemando rueda.
Para entonces, David había sacado su cámara y tenido buen cuidado de fotografiar la matrícula. Comprobó la imagen en el visor digital, miró el reloj y se dio cuenta de que llegaba con antelación a su cita con Raquel y Bielefeld. Aunque habían quedado allí afuera, decidió entrar.
«Nadie me ha dado vela en este entierro, pero de vez en cuando conviene salirse del guión —se dijo—. Suele resultar muy instructivo sobre lo que traman los demás».
Se acercó a la puerta e hizo sonar la campanilla. No acudió nadie. Volvió a pulsarla, esta vez con insistencia, y apareció una monja que le miró con desconfianza.
—¿Qué desea?
—He quedado con Raquel Toledano y John Bielefeld, los visitantes de la madre superiora. ¿Podría avisarles?
—Están reunidos.
—Ya lo sé. Dígales, por favor, que ha llegado David Calderón.
—Espere aquí.
La hermana portera volvió al cabo de un rato y le franqueó la entrada, acompañándole hasta el despacho de la superiora.
La tensión flotaba en el ambiente. Todo eran caras largas. En especial las de Raquel y el comisario. Pero no se quedaban atrás Presti, la monja y el inspector Gutiérrez.
«Lo de la vela y el entierro va de veras», pensó David, mientras Bielefeld se ocupaba de presentarlo al arzobispo y a la madre superiora.
—Puedo esperar fuera, si lo desean —se ofreció.
—Quédese, ya terminamos —dijo Presti sin inmutarse.
Saludó a Gutiérrez, y se sentó junto a Raquel. Dentro de aquel coro de cariacontecidos, la joven era caso aparte. Seguía teniendo mal aspecto. Estaba pálida y nerviosa, se mordía las uñas, pero no se atrevía a fumar. David le dirigió una mirada interrogante, y por el modo en que se la devolvió dedujo que las cosas no habían ido bien.
—¿Qué sucede? —le dijo al oído.
—Hay problemas —susurró la joven.
—¿Qué tipo de problemas?
—De todo un poco… Escuche, y lo podrá comprobar… Bielefeld había reanudado la conversación y se dirigía al arzobispo Presti, que ostentaba allí la máxima autoridad.
—No le comprendo, monseñor. ¿Por qué razón no podemos consultar unos documentos que la semana pasada tenía en sus manos Sara Toledano? Nos está usted cerrando uno de los pocos caminos que nos quedan. Han pasado tres días desde su desaparición y empieza a ser ya cuestión de vida o muerte.
Por el tono de sus palabras, Bielefeld parecía sentirse sorprendido en su buena fe. A estas alturas, David empezaba a conocerlo lo suficiente como para hacerse cargo de hasta qué punto aquello violentaba las convicciones católicas del comisario. No le resultaba fácil enfrentarse a un arzobispo. También se preguntó el criptógrafo a qué se debía aquel brusco cambio de criterio del jefe de la policía secreta del Vaticano. Y vio en ello, con poco margen de duda, el largo brazo de James Minspert.
—Ésa es una observación fuera de lugar —le respondió Presti. Sus eses, arrastrándose entre dientes, raspaban como la lija—. A mí no se me ocurriría jamás pedirle cuentas a usted por un documento confidencial de su Gobierno. Esos papeles son de la Iglesia. Y el hecho de que excepcionalmente se abrieran a una persona no quiere decir que se hayan vuelto públicos de la noche a la mañana.
—Yo no conozco la legislación española, pero entiendo que esos documentos no sólo afectan ahora a la vida de una persona, sino también a la seguridad pública.
Y al decir esto, Bielefeld se había vuelto hacia Gutiérrez en busca de alguna explicación o apoyo. Pero el inspector, como de costumbre, no parecía estar por la labor.
«También a él le habrá leído la cartilla Minspert, o algún superior con el que James se mantendrá en contacto», pensó David.
La insistencia del comisario hizo salir de su mutismo a Gutiérrez, aunque sólo fuera para escabullirse con unas palabras de compromiso:
—No tengo nada que añadir a lo dicho por monseñor. Ya lo hemos discutido antes. Es competencia de él, que está en su casa. Y no hay ninguna prueba concluyente de que esos documentos vayan a aportar pistas sobre el paradero de Sara Toledano. Ni que el archivo de este convento guarde relación alguna con el incidente de la Plaza Mayor. Además, parece usted olvidar los antecedentes familiares.
Esta alusión hizo que David mirase a Raquel. Y, al hacerse cargo del estado de la joven, decidió intervenir él. Sabía que no era lo más adecuado, pero callarse habría equivalido a una inadmisible complicidad con el inspector. De modo que se arrancó:
—Ya que ha citado usted los antecedentes familiares, debería recordar que fue Abraham Toledano quien salvó ese archivo durante la guerra. Además, ¿cómo puede decir eso después de las cartas que le hemos mencionado y de la llamada de teléfono que tienen ustedes grabada?
—Las cartas sólo son suposiciones de Sara, no pruebas contrastadas. Y la llamada es anónima —precisó Gutiérrez.
—¿Sólo suposiciones? —estalló Bielefeld encarándose con el inspector—. ¿Y qué me dice de los papeles de Sara? Me refiero a sus notas personales. ¿Qué me dice de su ordenador? Eso no es propiedad de la Iglesia.
—¿Qué ordenador? —preguntó Presti.
—El que estaba en la mesa de su celda el jueves pasado. Hoy no había ni rastro —insistió Bielefeld.
—¿Está seguro?
—Claro que lo estoy. Igual que de los libros y notas sobre el proceso a Raimundo Randa.
David entendió de pronto por qué había salido de estampida el hombre chupado y vestido de negro, llevándose en el coche aquel ordenador y documentos tan comprometedores. Ahora bien, ¿merecía la pena poner las cartas boca arriba? Era muy arriesgado. Podía equivocarse y además, proporcionaría a sus contendientes una información preciosa. De modo que se limitó a observar:
—A mi me envió varios e-mails desde este convento. Y yo también se los mandé a ella.
—No entiendo nada de ordenadores —intervino Teresa de la Cruz—. Pero la hermana Guadalupe se maneja bien con ellos. Venga conmigo.
David y la superiora salieron al pasillo y cruzaron por el lateral del claustro. Al doblar la esquina, el criptógrafo no advirtió la presencia de una hormigonera, y se tropezó con ella. La monja se disculpó:
—Siempre andamos de obras. Este convento es enorme.
En efecto, estaban tapiando una escalera que, por lo que le pareció entrever, conducía a los sótanos del edificio. Tomó buena nota del detalle, y a punto estuvo de sacar su cámara para fotografiarlo. Pero, de nuevo, se contuvo a tiempo: mejor no levantar la liebre.
Un pasillo más, y entraron en el antiguo refectorio. A lo largo de una gran mesa corrida varias monjas se afanaban sobre los ordenadores. La hermana Guadalupe bregaba con uno de ellos, destripado. Dejó a un lado la soldadora y levantó la vista hacia la superiora y su inesperado acompañante.
—Hermana, ¿puede atender al señor David Calderón? —Tras la presentación, la madre Teresa se excusó con el criptógrafo—: Discúlpeme, he de volver con nuestros visitantes.
David señaló la placa de circuitos impresos en la que trabajaba la religiosa:
—Un poco anticuado, ¿no? —sonrió.
—Pues ya ve —le contestó, muy tiesa—, a nosotras nos hace papel. Dan muchos problemas, pero como nos los regalan…
—Sara Toledano tenía su propio portátil, ¿verdad?
—Sí. Mucho más moderno que esto.
—¿Podía enviar e-mails desde aquí?
—Desde su celda, no. Pero desde esta sala, sí.
—El último me lo mandó el miércoles pasado —precisó el criptógrafo—. ¿Recuerda algo especial?
—La víspera del Corpus… Veamos… Ese día vino aquí, con el portátil. Se conectó, en efecto. Y me hizo una consulta, porque iba a comprar algo a la tienda de Mercedes. Es una viuda amiga, mía, que vende suministros informáticos. Ella es quien nos consigue estos trastos.
—¿Cómo se llama la tienda?
—En Red@ndo. Espere, que se lo escribiré y le pongo la dirección.
—¿Puedo ir a verla y decirle que me envía usted?
—Añadiré en este papel una nota, dejando claro que tiene usted relación con Sara Toledano. Mercedes es un poco desconfiada. La tienda está a la vuelta de la esquina, junto a la Facultad de Letras. Pero hoy no estará abierta, porque cierra los sábados.
Le acababa de entregar la nota, cuando entró corriendo la madre superiora.
—¡Venga rápido! Esa chica se encuentra mal.
Se refería a Raquel. Al entrar en el despacho, la vio tumbada en un banco corrido. Le impresionó su aspecto. Se agitaba en convulsiones incontroladas que recorrían su cuerpo de arriba abajo, y en su rostro se acusaba hasta qué punto le era afrentoso encontrarse en aquel estado de vulnerabilidad ante desconocidos. Temblaba con tal intensidad, que David tuvo que pedir ayuda a Bielefeld para sujetarla. Ya hemos llamado a una ambulancia —le informó el comisario—.
El doctor Vergara, del Servicio de Neurofisiología Clínica, se dirigió a Bielefeld y David alternativamente, sin acabar de adivinar a cuál de los dos debía endosar el diagnóstico.
—¿Son ustedes familiares de la paciente? David negó con la cabeza:
—Somos amigos. ¿Qué le sucede?
—Se lo diré cuando terminemos con los electroencefalogramas.
—¿Pero es algo grave?
—No lo creo. Más bien parece una crisis pasajera… ¿Quieren verla?
Les condujo hasta un pasillo donde podía leerse: UNIDAD DE SUEÑO. Entraron en una pequeña habitación, en la que destacaba un polígrafo, por encontrarse en plena actividad. Las plumillas zigzagueaban sobre el papel continuo, trazando sus registros como un sismógrafo. Junto a él, un ordenador. Y un discreto monitor de televisión donde se veía la imagen de la joven dormida.