—¿Os acordáis de este animalito, Raimundo?
—¿Debería?
—Estabais conmigo en Yuste cuando llegó en una cesta de mimbre desde Portugal, como regalo para el emperador, de parte de su hermana Catalina.
—Y os la apropiasteis.
—Más bien la adopté. O me adoptó ella a mí. Es lo único que saqué en limpio de allí. Al morir don Carlos, cuando ya tenía mis cosas recogidas para abandonar el monasterio, quise recorrer por última vez aquel lugar, que tantos recuerdos me traía. Bajé al jardín, paseé por él y reparé en algunos estropicios por culpa de las últimas tormentas del verano. Estaba admirando una azucena recién salida que, según el jardinero, fray Marcos de Cardona, debería haber florecido allá por junio, pero que pareció esperar tres meses para abrir su botón como homenaje póstumo al emperador. Estaba admirando la azucena, digo, cuando apareció esta gata.
Apenas un cachorro, flaca, escuálida. Todo habían sido regalos para ella mientras vivió don Carlos, pero a su muerte la gatita había quedado olvidada por el mucho trajín de los cortesanos que de allí se iban. Los frailes, como de costumbre, tenían cosas más importantes de las que ocuparse, y la vida del animal no valía gran cosa en aquel lugar. Me estaba pidiendo que no la dejara allí. Decidí llevármela. Y aquí está, ya muy vieja y medio ciega, pero hecha una reina.
Y mientras nos iban preparando la mesa, Juanelo me enseñó la casa. Al llegar a su taller, vi aquel aparato.
—La habéis fabricado. La máquina combinatoria de Cardano, quiero decir.
—No, ya veréis. He pensado mucho en lo que me dijisteis al entregarme su diseño en Yuste, aquellos propósitos tan ambiciosos que pretendía mi amigo. Pero no la empleo con ese fin, sino para hacer cerraduras y llaves, que es lo que yo le había pedido. Necesito algo que resulte práctico de inmediato. He de ganarme la vida.
—¿Cómo es eso?
—Se hizo obra en el Alcázar, y yo fabriqué distintas cerraduras que se pudieran abrir con una llave maestra. ¿Veis estos dibujos?
Y me mostró aquellos papeles en los que había establecido los esquemas de docenas de cerraduras diferentes, junto a un diseño que los tenía a todos en cuenta empleando una sola llave. Me costó hacerme con aquel ingenioso dispositivo. Pero comprobé que sucedía lo mismo que con el escape de la mano articulada que me había enseñado en su obrador del monasterio de Yuste: aquellos mecanismos eran muy difíciles de concebir, pero fáciles de ejecutar, pues en todo buscaba Juanelo la simplicidad.
—Es que si no son sencillos se estropean a menudo —se justificó—. Funcionó bien en el Alcázar. Mi desafío ahora es que valga para muchas más cerraduras sin que aumente la complicación de su diseño, y por eso necesito el concurso de la máquina combinatoria. Quiero ensayar un nuevo sistema. Imaginaos un edificio con más de mil puertas, cada una con cerradura propia y su llave diferente, pero con una llave maestra que sea capaz de abrirlas todas, y que sólo tendría el rey. Si lo logro, estoy seguro de que me alzaría con el encargo. La máquina me sirve para establecer todas esas combinaciones, usando distintas rejillas a modo de troqueles, con las tarjetas perforadas de Cardano. Tienen que ir las igualdades y diferencias muy precisas, y a mano sería imposible.
—¿Dónde hay en el mundo un edificio con más de mil puertas? —le pregunté, asombrado.
—Pronto lo habrá. En El Escorial. Un monasterio que se está levantando a toda furia, no lejos de aquí, y a siete leguas de Madrid. Juan de Herrera es ahora el arquitecto.
—¿Pues cómo? ¿Dejó la milicia?
—Hace ya mucho tiempo. Él es quien se ha encargado de las nuevas obras del Alcázar de esta ciudad de Antigua. Ahora acaba de enviudar, y heredado bien. Por suerte para él, que no se ve en mis aprietos.
—Metafísico os veo, maestro Turriano.
—A mis años, uno se va poniendo melancólico… En ese Artificio está toda mi hacienda, y es tanto el dinero que debo, que si esto termina mal será mi ruina. Por eso es tan importante para mí que saliera bien el ensayo con las cerraduras del Alcázar, y el encargo de esa llave maestra de El Escorial.
Yo había ido allí con la esperanza de que Juanelo me consiguiera algún trabajo. Pero a medida que fue contándome sus penurias me di cuenta de que poco podría esperar de quien tan mal se las bandeaba para comer cada día. Él pareció leerme el pensamiento, porque me aconsejó:
—Deberíais hablar con Herrera.
—¿Os referís a El Escorial? ¿Qué puedo aportar yo a un monasterio? Es un poco tarde para meterme a fraile.
—El Escorial aspira a ser mucho más que un monasterio —me corrigió Juanelo—. También habrá un panteón y un templo, un palacio y un colegio, una biblioteca y un laboratorio… Todo el que tiene algo que ofrecer intenta participar. Además del diseño de esta llave maestra, yo mismo he trabajado en unas conducciones de aguas y preparo con Juan de Serojas un reloj para su iglesia. Lo que quiero deciros —y Juanelo sopesó sus palabras— es que si lográis encajar vuestras aspiraciones dentro de esa empresa, vuestra situación se verá grandemente facilitada. En ella se van a centrar todos los esfuerzos de la Corona durante muchos años. Estoy hablando de millones de ducados.
—¿Millones decís? Me cuesta creer que un edificio cueste tanto. Aun así, no veo qué relación puede tener con la búsqueda que yo llevo a cabo…
—También en eso os equivocáis —me corrigió de nuevo—. Alguien está aprovechando la obra que hacemos con el Artificio para indagar lo mismo que vos.
—¿Quién?
—Oficiales del Alcázar que vienen a verlo. Muy a la callada, pues habría graves conflictos con la ciudad si se supiera que se hacen excavaciones, y sus habitantes reclamarían cualquier hallazgo. Pero el caso es que se llevan a cabo alrededor de toda la Casa de la Estanca —y se acercó a mí para musitar—. Creo que detrás de todo está Artal de Mendoza.
—¿El Espía Mayor? —me sobresalté.
—¡Bajad la voz, por Dios…! Sí, el Espía Mayor. Ya sabéis cuánto le estimo —dijo con amarga ironía—, y cuánto me estima él, desde que le hice esa mano articulada de plata y nunca me la pagó… Y sospecho que detrás de él está el rey. Se han interesado mucho por algo que descubrimos la semana pasada al ahondar para los cimientos y asientos del Artificio.
—¿Dónde ha sido eso?
—Aquí cerca.
—¡Mostrádmelo!
—Calmaos, Raimundo. Ahora no es posible. Iremos allí tan pronto caiga la tarde y los obreros hayan abandonado el lugar. Estoy esperando a Juan de Herrera, quien también desea verlo, pues tiene un privilegio para buscar tesoros en esta ciudad. ¿Por qué no descansáis un poco mientras llega?
Me condujo junto al fuego, donde no tardé en quedarme adormilado. Hasta que Turriano me despertó, sacudiéndome.
—Mirad quién está aquí.
Era Juan de Herrera. Bastaba verle para apreciar su buena fortuna. Iba vestido con un jubón de holanda y un tudesquillo de paño forrado de tafetán. Se cubría con una gorra de las que llaman de erizo y lucía unas botas de buen cordobán que no desmerecían de sus calzas de terciopelo, con las medias de seda y cuchilladas despuntadas. Aquel joven arcabucero que yo había conocido en Laredo había hecho carrera, sin duda. Pero pagando un alto precio. Estaba muy avejentado. Había menguado a ojos vistas aquel empuje que en otros tiempos asomaba en sus ojos ardientes y negrísimos. Ahora acusaba el desfallecimiento del cortesano que ha de tratar a todas horas con gentes de palacio.
Les puse al tanto de todo lo me pareció propio del caso y nos contamos brevemente nuestras fatigas. Tras saber las mías, Herrera hizo una pregunta que me desconcertó al pronto:
—Conocéis entonces el árabe, ¿no es cierto?
—Así es —respondí.
—Tenéis que venir a El Escorial. Os necesito allí.
—Todo eso se andará mañana —nos interrumpió Juanelo—. Vamos ahora a ver la obra que se hace para los cimientos del Artificio.
Tomó unas llaves de un clavo que había junto a la puerta y salimos a la plaza del Carmen. La atravesamos, subimos por la ladera y salvamos uno de los desmontes surcados por la fábrica del Artificio.
Flanqueamos ésta, pegándonos a ella, y llegamos a una de las torres que servían como depósitos para el agua. Sólo tenía tres muros, ya que el cuarto no era otro que la propia pared del peñasco sobre el que se alzaba la ciudad, y que la cerraba por el fondo.
—Pero… —me atreví a decir—. Estamos al pie de la Casa de la Estanca.
Asintió el ingeniero, pues aquélla era, en efecto, la falda de la colina sobre la cual se asentaba la parte trasera de la casa. Abrió con una de las llaves y tomó una piqueta y dos hachones con los que iluminarnos. Se asomó a la puerta, miró en todas direcciones para asegurarse de que no había nadie, y cerró por dentro.
—Tomad este pedernal y encended los hachones —nos pidió. Con aquella luz, caminamos por el interior de la torre hacia su fondo, donde las otras dos paredes laterales abrazaban la roca. Una vez allí, nos mostró a Herrera y a mí una hendidura que la atravesaba de arriba abajo. A la luz de las antorchas, parecía mano del hombre. Nos internamos en ella hasta que, al doblar un recodo, el paso quedaba cerrado por una nueva puerta.
—Sujetad este hachón mientras abro esa cerradura —pidió el ingeniero a Herrera—.
Cuando dejamos atrás aquella segunda puerta, la hendidura cambió de aspecto. Se diría una oquedad natural, propia de la roca. Anduvimos por ella largo rato, tanteando con cuidado el irregular suelo, que iba estrechándose más y más. Las dificultades aumentaron. Tuvimos que arrastrarnos, debido a un estrangulamiento de la piedra. Hasta que llegamos a un lugar más amplio, donde Juanelo se enderezó, alzó su tea y nos preguntó:
—¿Qué decís a esto?
Ante nosotros se alzaba un obstáculo completamente distinto al granito que nos rodeaba. Eran sillares negros, brillantes, regulares y bien labrados. Enormes. De una magnitud como nunca viera, y tan asentados y duros que parecían impenetrables.
—¿No se puede tirar abajo este muro? —preguntó Herrera.
—Intentadlo y veréis —le dijo Juanelo entregándole la piqueta que había traído consigo.
El arquitecto golpeó la piedra con ella. Sonó un golpe seco que apenas logró sacar unas pocas chispas.
—¡Es durísima! —dijo asombrado—. ¿Qué material es éste? Creo que sólo he conseguido quitarle unas pocas esquirlas.
—Así es —reconoció Juanelo—, pero a la piqueta, no a la piedra. El sillar ni siquiera se ha canteado.
Redobló Herrera su esfuerzo, golpeando de nuevo.
—¡Cuidado! —le advirtió Turriano.
Ya era tarde. El acero de la piqueta se había partido por la mitad.
—¡No puedo creerlo! —exclamó el arquitecto.
—Os lo dije. Y eso que es un hierro de primera.
—¿No habría algún modo de perforar esta piedra?
—¿Cómo? No hay huecos entre los sillares. Parecen sellados.
—¿Y bordearlos? —insistió Herrera.
—Ya lo hemos intentado. Es muy peligroso. Al excavar el granito que rodea esa barrera, caen encima quintales de piedra. Y si se sale vivo del desplome y se intenta despejar, caen otras tantas o más. Sólo podría entrarse si se tuviera un plano muy preciso que evitara estas trampas mortales. Quizá esos pergaminos de los que nos ha hablado Raimundo Randa. Con ellos parecía manejarse aquí abajo el tal Azarquiel.
—El pergamino es uno y el mismo, aunque esté ahora dividido en doce piezas —objeté—. Y yo no lo tengo completo, sino sólo once de sus gajos, sin saber siquiera cómo encajan entre sí. Mal podría utilizarlo como plano. Además, lo ignoro todo sobre la Crónica sarracena, donde se explica su origen y procedimientos de uso.
—Ésa es la razón por la que debéis venir con nosotros a El Escorial —dijo Herrera—. Creo que han aparecido algunas páginas de esa Crónica, y que andan sobre la pista del resto. Necesito una persona de confianza que conozca la lengua árabe —y añadió, dirigiéndose a Juanelo—: ¿Me habéis hecho copia de la llave de la biblioteca?
—La tengo en mi taller. Pero es algo que debe quedar entre nosotros, pues no cuento con autorización para ello.
Perplejo me quedé ante estas novedades. Tanto, que al día siguiente decidí acompañarles a El Escorial. Estábamos a mitad del camino, cuando se desató una violenta tormenta que nos obligó a refugiarnos en la primera venta a la que conseguimos llegar. Al ver que no escampaba y caía la noche, pedimos alojamiento y algo de comer. No puso buena cara el ventero ante aquellos huéspedes inesperados, pero no podía negarnos cobijo con semejante temporal, y hubo de acogernos bajo su techo.
Apenas empezada la cena, sonó un fuerte ruido contra una de las paredes. Todos los presentes tuvieron que haberlo oído, pero sólo Juanelo, Herrera y yo nos levantamos para asomarnos a uno de los postigos. Desde allí acertamos a ver un caballo que se había estrellado contra el muro de la cuadra, sin que se viera jinete alguno. Nos disponíamos a tomar nuestros capotes y salir a ver lo sucedido, cuando el posadero nos rogó encarecidamente que siguiéramos a la mesa, que él se haría cargo de todo. Y así fue, mientras los otros comensales se miraban entre sí, inquietos.
Terminábamos ya de cenar, cuando se oyó en la habitación de al lado un estrépito de cántaros rotos y otros objetos que caían. Esta vez fue Herrera el primero en reaccionar. Le seguimos, y alcanzamos a ver al posadero que cargaba con un hombre desvanecido, al que trataba de ocultar haciéndolo pasar por ebrio y restando importancia al caso. Pero el arquitecto no era de la misma opinión. Parecía conocer a aquel hombre, le ayudó a cargar con él y le obligó a llevarlo junto al fuego. Le dio algunos bofetones, hasta hacerlo volver en sí. Al abrir los ojos, también él reconoció a Herrera. Tan espantado se quedó al verlo, que se echó a sus pies rogándole que no le denunciara.
El arquitecto se apartó, rechazándolo indignado, y se enzarzó luego en una discusión tan fuerte con Juanelo que se retiraron ambos de allí para que nadie apreciara sus diferencias. Mientras oía las voces que se daban el uno al otro en una estancia vecina, me pregunté qué podía estar sucediendo para que dos amigos habitualmente tan concordes casi llegaran a las manos.
Al cabo volvió solo Turriano, muy disgustado, y llevó aparte a aquel hombre para hablar con él. No pude escuchar sus palabras, pero debieron de ser terribles, porque el forastero rompió a sollozar, aterrado.
Herrera ya no regresó. No así Juanelo, a quien aún no se le había pasado el sofoco. Me propuso beber algo, y yo le acompañé a la mesa, esperando alguna explicación de lo que allí sucedía. Pero no conseguí que despegara la boca.