La llave maestra (39 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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Ante su silencio, no pude evitar oír los comentarios de nuestros vecinos de mesa, que parecían haberse vuelto más locuaces tras lo sucedido. O quizá fuera la ausencia de Herrera. Aun así, hablaban velando la voz, acercándose a la llama del candil que les iluminaba el rostro y les daba un aspecto temeroso. Sus palabras me llegaban a ráfagas sobre el fondo de la tormenta, pero a pesar de ello pude entender que se referían al recién llegado, a quien reputaban por un fugitivo que huía de las obras de El Escorial:

—Hay allí un gigantesco perro negro que revuelve por los andamios durante la noche —decía uno—. Lo hace con gran arrastrar de cadenas, y sus aullidos no dejan dormir a los obreros, ni rezar a los monjes en el coro…

—Dicen que es el can Cerbero —añadió otro—. El guardián del Averno. Pues el lugar sobre el que se asienta ese monasterio es un escurridero de escorias conocido como la Boca del Infierno. Y por la noche se ven resplandores de grandes llamas, de las que surten vapores venenosos…

—Eso es por los experimentos extraños que allí se hacen. Los hornos están encendidos día y noche, trabajando a escondidas…

—Son muchos los que han muerto intoxicados. Y entre ellos se cuentan los mejores oficiales vidrieros del reino, que han acudido a los altísimos sueldos que se pagan. Pero pocos aguantan más allá de unos pocos meses, en que sucumben, si antes no tratan de huir…

—Es un abismo de misterios cuanto allí se hace…

Aunque estaba de espaldas a ellos y tenía más dificultosa la escucha, estaba seguro de que Juanelo también los había oído, y cuando nos retirábamos a descansar, le pregunté:

—¿Qué hay de cierto en lo que dice esta gente? Se rascó la barba, indeciso, antes de responder:

—No lo sé. Muchas de las cosas que suceden en El Escorial se llevan en gran secreto. Se están haciendo allí traídas de agua desmesuradas, cuando el monasterio aún está a medio construir. He hablado con el fontanero Francisco de Montalbán, que se ocupa de las fuentes, y tampoco le cuadra a él que se haga tanto acopio de líquido. Y se ha montado en la Torre de la Botica un destilatorio que depende directamente de Herrera, y que ya ha producido algunas víctimas. El médico sanador de la fábrica, Francisco Gómez, está sorprendido por las enfermedades que han aparecido. Otros aseguran que se está enterrando a los muertos en un prado, y no en lugar sagrado. Lo cual es gran sacrilegio.

Todas estas noticias aumentaron mis temores, pero también los deseos de ver aquel lugar, que me empezaba a atraer como la llama a la polilla. Dormí a salto de mata, deseando que amaneciera para reemprender el camino.

La primera impresión que tuve al aproximarnos a El Escorial fue de anonadante grandiosidad. En efecto, sólo una parte estaba concluida, hallándose el resto en obras. Pero con aquello bastaba. Los compactos volúmenes de las torres emergían por entre una algarabía de andamios, grúas y tornos. Sólo la basílica recababa más de veinte cabrestantes de dos ruedas. Una muchedumbre de peones se afanaba sobre la cantería, mientras los maestros iban de acá para allá controlando sus destajos. Y de toda aquella babel surgía un edificio ordenadísimo, una concordia casi musical de manos y herramientas, que entraban en su punto y momento a medida que las piedras subían desde los trazados de los punteros y brocas para ganar sus lugares, al ritmo de las canciones de leva, con sus vocablos en esa jerga de canteros que llamaban pantoja.

—Acompañadme —dijo Herrera tan pronto llegamos a las obras. Esquivamos el humo de los hornos de cal y el agua de las estancas donde los albañiles preparaban el mortero. A su alrededor se apilaban montañas de sillares, ladrillos, azulejos y yeso, en tal cantidad que bastarían para fundar una ciudad entera. Nos apartamos, dejando paso a los carpinteros, que acarreaban tablas y listones para armar puertas y ventanas. Más allá, los esparteros trenzaban el cáñamo para sogas y espuertas, se escuchaba el martilleo de las fraguas donde se trabajaban los metales, se preparaba el estaño y el cobre, se vaciaban los cazos de fundición en grandes planchas de plomo y se labraba el hierro en cerrajerías y clavazones. Juanelo se acercó para examinarlo.

—¿De dónde llega este metal? —preguntó a Herrera, tomando en sus manos un lingote sin labrar.

—De Vizcaya. Excepto el clavazón de la techumbre que está preparando este artesano —respondió el arquitecto señalando a uno—. Ese llega de Flandes, y se ocupa de él un pizarrero flamenco, para lograr el estilo al que don Felipe se aficionó durante su estancia en aquellas tierras.

—¿Cuál sería mejor para las cerraduras? —insistió Juanelo.

—No lo sé, vos entendéis más de esas cuestiones —respondió el arquitecto. Y por su tono noté que aún quedaba en él algún resquemor por la discusión que había mantenido con el ingeniero. O quizá tenía prisa por llevarnos a otro lugar.

Eso debía de ser, porque Herrera nos hizo esperar mientras entablaba consulta con los oficiales de la guardia. Tras ello, regresó junto a nosotros para tender la mano hacia Turriano y decirle lo sucedido. O quizá fuera la ausencia de Herrera. Aun así, hablaban velando la voz, acercándose a la llama del candil que les iluminaba el rostro y les daba un aspecto temeroso. Sus palabras me llegaban a ráfagas sobre el fondo de la tormenta, pero a pesar de ello pude entender que se referían al recién llegado, a quien reputaban por un fugitivo que huía de las obras de El Escorial.

—Hay allí un gigantesco perro negro que revuelve por los andamios durante la noche —decía uno—. Lo hace con gran arrastrar de cadenas, y sus aullidos no dejan dormir a los obreros, ni rezar a los monjes en el coro…

—Dicen que es el can Cerbero —añadió otro—. El guardián del Averno. Pues el lugar sobre el que se asienta ese monasterio es un escurridero de escorias conocido como la Boca del Infierno. Y por la noche se ven resplandores de grandes llamas, de las que surten vapores venenosos…

—Eso es por los experimentos extraños que allí se hacen. Los hornos están encendidos día y noche, trabajando a escondidas… —Son muchos los que han muerto intoxicados. Y entre ellos se cuentan los mejores oficiales vidrieros del reino, que han acudido a los altísimos sueldos que se pagan. Pero pocos aguantan más allá de unos pocos meses, en que sucumben, si antes no tratan de huir…

—Es un abismo de misterios cuanto allí se hace…

Aunque estaba de espaldas a ellos y tenía más dificultosa la escucha, estaba seguro de que Juanelo también los había oído, y cuando nos retirábamos a descansar, le pregunté:

—¿Qué hay de cierto en lo que dice esta gente? Se rascó la barba, indeciso, antes de responder:

—No lo sé. Muchas de las cosas que suceden en El Escorial se llevan en gran secreto. Se están haciendo allí traídas de agua desmesuradas, cuando el monasterio aún está a medio construir. He hablado con el fontanero Francisco de Montalbán, que se ocupa de las fuentes, y tampoco le cuadra a él que se haga tanto acopio de liquido. Y se ha montado en la Torre de la Botica un destilatorio que depende directamente de Herrera, y que ya ha producido algunas víctimas. El médico sanador de la fábrica, Francisco Gómez, está sorprendido por las enfermedades que han aparecido. Otros aseguran que se está enterrando a los muertos en un prado, y no en lugar sagrado. Lo cual es gran sacrilegio.

Todas estas noticias aumentaron mis temores, pero también los deseos de ver aquel lugar, que me empezaba a atraer como la llama a la polilla. Dormí a salto de mata, deseando que amaneciera para reemprender el camino.

La primera impresión que tuve al aproximarnos a El Escorial fue de anonadante grandiosidad. En efecto, sólo una parte estaba concluida, hallándose el resto en obras. Pero con aquello bastaba. Los compactos volúmenes de las torres emergían por entre una algarabía de andamios, grúas y tornos. Sólo la basílica recababa más de veinte cabrestantes de dos ruedas. Una muchedumbre de peones se afanaba sobre la cantería, mientras los maestros iban de acá para allá controlando sus destajos. Y de toda aquella babel surgía un edificio ordenadísimo, una concordia casi musical de manos y herramientas, que entraban en su punto y momento a medida que las piedras subían desde los trazados de los punteros y brocas para ganar sus lugares, al ritmo de las canciones de leva, con sus vocablos en esa jerga de canteros que llamaban pantoja.

—Acompañadme —dijo Herrera tan pronto llegamos a las obras.

Esquivamos el humo de los hornos de cal y el agua de las estancas donde los albañiles preparaban el mortero. A su alrededor se apilaban montañas de sillares, ladrillos, azulejos y yeso, en tal cantidad que bastarían para fundar una ciudad entera. Nos apartamos, dejando paso a los carpinteros, que acarreaban tablas y listones para armar puertas y ventanas. Más allá, los esparteros trenzaban el cáñamo para sogas y espuertas, se escuchaba el martilleo de las fraguas donde se trabajaban los metales, se preparaba el estaño y el cobre, se vaciaban los cazos de fundición en grandes planchas de plomo y se labraba el hierro en cerrajerías y clavazones. Juanelo se acercó para examinarlo.

—¿De dónde llega este metal? —preguntó a Herrera, tomando en sus manos un lingote sin labrar.

—De Vizcaya. Excepto el clavazón de la techumbre que está preparando este artesano —respondió el arquitecto señalando a uno—. Ese llega de Flandes, y se ocupa de él un pizarrero flamenco, para lograr el estilo al que don Felipe se aficionó durante su estancia en aquellas tierras.

—¿Cuál sería mejor para las cerraduras? —insistió Juanelo.

—No lo sé, vos entendéis más de esas cuestiones —respondió el arquitecto. Y por su tono noté que aún quedaba en él algún resquemor por la discusión que había mantenido con el ingeniero. O quizá tenía prisa por llevarnos a otro lugar.

Eso debía de ser, porque Herrera nos hizo esperar mientras entablaba consulta con los oficiales de la guardia. Tras ello, regresó junto a nosotros para tender la mano hacia Turriano y decirle:

—La llave.

—No debería haberos hecho esta copia —respondió Juanelo, incómodo—. Pero os he dado mi palabra.

Tan pronto se la hubo entregado, dejamos atrás la zona en obras y nos internamos en la porción construida del edificio. Los pasillos, holgados y umbríos, aún olían a mortero y madera de pino. Nos detuvimos ante una puerta. Herrera sacó la llave, abrió la puerta, nos hizo pasar con gesto apresurado, y nos encontramos en una amplia habitación, tomada al asalto por cientos de libros. Se extendían éstos por el suelo, trepaban por repisas y anaqueles y se acumulaban en una mesa.

—Es la biblioteca provisional —explicó, en voz baja, al notar mi asombro—. Su Majestad trata de reducir aquí las escrituras antiguas derramadas por sus reinos, donde están a riesgo de perderse. Y ha perseguido códices por toda Europa a golpes de ducado.

Se aproximó a aquella mesa de grandes dimensiones donde los volúmenes campaban a sus anchas y señaló una hilera de libros con una extraña signatura. En lugar de las letras o números corrientes llevaban un símbolo que nunca había visto, un número ocho tumbado.

—Son los volúmenes más reservados, copiados a mano por mandato expreso de Su Majestad —dijo Herrera con aire clandestino—. También están los códices árabes, hebreos y arameos. Aquí hay encerrados grandes conocimientos, que llevará mucho tiempo explorar.

Sobre la mesa había algunas páginas de vitela sueltas, escritas con primorosa caligrafía arábiga. Me preguntó, señalándolas: —¿Seríais capaz de traducir esto?

—¿Ahora? —le pregunté, sin salir de mi asombro.

—No habrá otra ocasión. Sentaos, por Dios, y decidme de qué tratan esas vitelas —me instó Herrera, con vehemencia.

Había empezado él a perder el control que hasta ese momento trataba de mantener sobre sí mismo, y yo a comprender el compromiso en que nos estaba poniendo a Juanelo y a mí. Pero me bastó leer la primera página para sentirme igual de implicado. En ella podía leerse el título, Crónica sarracena. Y al pie llevaba el nombre de quien parecía haber sido su último propietario: Rubén Cansinos.

Tal era el juramentado de Fez, el único superviviente del reparto de los doce gajos, quien tenía en su poder el último de ellos, por no haber acudido a la reunión de Estambul con don José Toledano. Allí, delante de mí, podía estar la clave para completar y descifrar el pergamino.

Tuve un pálpito, y levanté todas aquellas páginas de vitela, esperando encontrar el gajo restante. Pero mis esperanzas resultaron vanas.

—¿Qué hacéis? —me apremió Herrera—. Traducid. Os lo ruego por vuestra vida.

Tomé la primera página, y comencé a leer:

Nos contó Ben Abdelhaken, por haberlo oído a Abdala ben Uahab (muerto en 791), y éste a su vez a Alaits ben Caad (muerto en 748), que en una ciudad llamada Antigua, capital del reino de los godos, había un Palacio de los Reyes que se llamaba la Cava, y se contaba entre las maravillas del mundo. Sus cimientos se hundían en lo más profundo de la ciudad, pero era tan alto que muchos hombres intentaron arrojar por encima de él una piedrecilla sin conseguir pasarla al otro lado. La fábrica exterior era de un mosaico brillante y de muchos colores, donde se representaban diferentes historias. Y su puerta, de bronce, e inexpugnable.

Era fama que se debía a Hércules, quien para construirlo hubo de matar una bestia o dragón que, guarecido en una cueva, vigilaba aquel paraje. Y halló el lugar bueno para encerrar los secretos habidos en sus doce trabajos: toda la sabiduría del Oriente, de los astrónomos caldeos, de los egipcios, de la Atlántida y del jardín de las Hespérides. Tras de lo cual decidió trabarlo con un fuerte cerrojo, dictando un decreto para que nadie se atreviera a abrirlo, antes bien, que todos los reyes que subieran al trono añadiesen otro. Y entregó la llave, para su custodia, a doce hombres entre los mejores de Antigua, a los que hizo jurar que procurarían por que nunca se abriese.

Así se hizo, de tal modo que llegado el tiempo de los godos había veinticuatro candados, uno por cada rey.

En esto, subió al trono el joven Rodrigo, reputado por usurpador, quien por su propia mano se ciñó la corona. Y en vez de añadir una nueva cerradura quiso abrir las que había, por ver el contenido de aquel Palacio o Cava. El visir, los grandes del reino y los obispos trataron de evitarlo, y se le opusieron y resistieron. Pero él se empeñó en saber lo que contenía aquel lugar prohibido. Le ofrecieron entonces las personas principales todas las joyas y tesoros que poseían, con tal de que no lo abriese: «Mira lo que presumes que hay en ella, y eso tómalo de nosotros; pero no hagas lo que no osaron tus antecesores, que eran gente de prudencia al obrar así, por el gran peligro que encierra proceder de otro modo».

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