—¿Dónde está Raquel? —preguntó David.
Ahí la tiene, al otro lado del cristal —y el doctor entreabrió una persiana y señaló hacia la oscuridad—.
Se encontraba acostada en medio de una habitación de techos desproporcionadamente altos, con una ventana igualmente elevada y los postigos cerrados. Sobre la cama centelleaba el piloto de una cámara de video sujeta a la pared, y un micrófono se descolgaba desde el centro del techo. La mesilla estaba presidida por un reloj digital de grandes números, y la cabecera por el cilindro luminoso de una lámpara infrarroja.
Se la veía muy desamparada. El médico captó de inmediato el pudor ajeno ante aquella irrupción en la privacidad de la joven.
—Uno se siente como un intruso en lo más íntimo de otra vida, ¿verdad? A mí me pasa lo mismo, no crean que me he acostumbrado. Al acercarse más a la mampara de cristal, David reparó en la redecilla que cubría la cabeza de Raquel. De ella salía una maraña de electrodos. En apariencia, se encontraba totalmente inerte. Pero las plumas del polígrafo, que iban registrando su actividad cerebral sobre papel continuo, indicaban las turbulencias que se libraban en el interior de su mente.
—¿Está dormida? —preguntó David.
—Está soñando —el doctor se llegó hasta el ordenador y señaló la pantalla—. Miren los registros… Es todo bastante normal, teniendo en cuenta lo laborioso que resulta soñar. Excepto un par de gráficos que me preocupan. A ver si los encuentro…
Mientras los buscaba, las plumillas del polígrafo parecieron volverse locas. El doctor miró a Raquel a través del cristal y dijo, consternado:
—Eso es a lo que me refería. Ha vuelto al estado de agitación en que la trajeron. Presten atención.
Conectó el intercomunicador que permitía escuchar el sonido de la habitación en que se encontraba la joven. A través de él pudieron oír aquel inconfundible farfullo que salía de sus labios:
Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li
.
Tras ello, pareció calmarse. Pero sólo fue para entrar en un profundo trance. Inmersa en él, aún alcanzó a balbucear la melopea extrañamente rítmica:
Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar id
.
El doctor Vergara tecleó en el ordenador para procesar los registros de los electrodos sujetos a la cabeza de la joven. Y fue entonces cuando surgió aquello. David fue el primero en reconocer la figura que empezó a perfilarse sobre la pantalla. Sus laberínticos trazos recordaban los cuatro gajos que les había enviado Sara Toledano, además del de la Fundación y los otros tres que se habían llevado de la Agencia. Lo asombroso es que estaban encajados formando cuatro triángulos equiláteros. Pero aún se quedó más sorprendido al comprobar que éstos se ordenaban, a su vez, en forma de cruz:
—¿Ésos eran los gráficos de los que nos hablaba, doctor?
—Exacto.
—¿Cómo se lo explica?
—No son los impulsos tal y como salen del polígrafo, sino el resultado de procesarlos con un programa de ordenador. Aun así, nunca había visto nada parecido. Bueno, miento: sólo en otra ocasión, en que lo achaqué a un equipamiento muy baqueteado, y no le di más importancia. Pero éste es de la marca Grass, el Rolls Royce de los polígrafos. Los electrodos son de oro y las puntas de las plumillas de zafiro. No se trata de ninguna avería. Y quizá entonces tampoco lo fuera, porque aquella mujer tenía los mismos síntomas que esta chica.
—¿Una mujer? —saltó David—. ¿Se acuerda de cómo se llamaba?
—La trajo un amigo común, una noche en que estaba grabando los sonidos de la Plaza Mayor.
—¿Víctor Tavera, el ruidero?
—Sí. ¿Le conocen?
—Hemos estado con él esta mañana. ¿Podría imprimir ese gráfico? —le pidió el criptógrafo.
—La impresora está en otro cuarto. Vengan conmigo.
Salieron al pasillo y franquearon el mostrador donde hacían guardia las enfermeras. Fue al apartarse para que el médico retirara los folios que salían del aparato cuando David vio a aquel hombre chupado, a través de la ventana. Su imagen, bajando la escalera del hospital, fue como el fogonazo de algo ya vivido. Entonces tuvo la absoluta certeza de que no sólo se lo había encontrado aquel mismo día a la puerta del convento y en el salón de plenos del ayuntamiento, sino mucho tiempo atrás. Pero ¿dónde?
Mientras trataba de recordar observó que aquel hombre había llegado al final de la escalera y se estaba despojando de la bata de médico que llevaba puesta. Luego, se dispuso a entrar en un todoterreno negro de gran envergadura, con el parachoques trasero abollado.
—¡Imposible alcanzarle!
David desplegó al máximo el zoom de su cámara, abrió la ventana, lanzó un grito y cuando el individuo alzó su afilado rostro, apretó el disparador.
—¿Qué hace? —le reprochó Vergara—. ¿No ha visto el cartel de SILENCIO?
—Ahora se lo explico… Doctor, ¿conoce a ese hombre sentado junto al conductor? —dijo señalando al coche, que ya arrancaba.
—No lo veo bien.
—Espere, que se lo enseño.
Pulsó los mandos de la cámara, para centrar la imagen, y se lo mostró.
—No le había visto nunca, ni creo que trabaje aquí. Se la pasó luego a Bielefeld, explicándole:
—Es el mismo individuo de esta mañana, y el que acabo de ver salir del convento de los Milagros, cargado con las cajas. Han debido de venir derechos aquí, porque llevaban ese mismo coche.
—Un rostro así no se olvida fácilmente.
—Eso es lo que más me llama la atención —añadió David—. Tiene que cumplir una misión muy especial, porque de lo contrario no recurrirían a un tipo con esa pinta, sino a alguien que pasase más desapercibido.
—Sí, pero ¿qué misión? ¿Y qué es lo que hacía ahora aquí, en el hospital?
Por toda respuesta, David señaló el folio recién impreso que sostenía el médico, y se dirigió a él para decirle:
—Volviendo a ese gráfico, antes ha asegurado que sólo había visto algo parecido en una ocasión, una mujer que vino con Víctor Tavera. ¿Recuerda su nombre?
—Ese dato es confidencial.
—Comprendo sus reparos, doctor —le tranquilizó Bielefeld—. En realidad, lo que queremos de usted es una confirmación. Sospechamos que se trata de Sara Toledano, la madre de esa chica que tiene ahí dentro. Yo soy su escolta, ha desaparecido, y nos tememos que está en peligro.
—En casos así hace falta una orden judicial. Pero yo sí puedo consultarlo.
El médico fue hasta un teléfono, y se puso en comunicación con el archivo:
—Sí… Sara Toledano… De acuerdo, ya espero —luego colgó y se volvió hacia David y Bielefeld—. ¡Claro, debería haberlo sospechado! Era también americana, y no sé por qué la he relacionado de inmediato con esa joven. Sólo que, dada su edad, en ella había desencadenado otros procesos, era ya una enfermedad. Y estaba muy avanzada.
—¿Qué clase de enfermedad?
Algunos lo asocian a la epilepsia, pero yo no soy de esa opinión. Sólo les puedo decir que se trata de un estado alterado de conciencia. Se suele manifestar con una excesiva somnolencia diurna, y si los ataques son aislados, no pasa nada. Si crece, termina por colocar al paciente en otra dimensión de la realidad. Son conductas automáticas complejas que comienzan en vigilia y no se recuerdan posteriormente. Pueden durar minutos, horas e incluso días. Si la alteración de la conciencia es muy intensa, los sujetos pueden moverse, hacer vida normal, viajar en tren o en avión, llegar a su destino y preguntarse cómo han llegado allí, sorprendiéndose de ello. También pueden traducirse en «terror nocturno». El durmiente se incorpora de repente en medio de la noche y grita, en estado de pánico total. No se le puede calmar durante algunos minutos, y al cabo de ese tiempo a menudo no recuerda nada. En el mejor de los casos, alguna imagen suelta.
—¿Balbucean frases ininteligibles?
—Sí. Pueden mostrar trastornos de lenguaje. Sara Toledano los tenía. Rompía a hablar y no se le entendía nada, como si estuviera en trance.
—¿Cómo lo que acaba de hacer ahora la señorita Toledano? Vergara asintió. A David Calderón se le mudó la faz. Así había comenzado la enfermedad de su padre, que terminó arrastrándole hasta las catacumbas de Antigua.
—¿Y es hereditaria?
—No tenemos ni idea. Estos casos son muy aislados.
Sonó el teléfono. El médico lo descolgó, y su rostro fue acusando primero la sorpresa y, después, la incredulidad;
—Sí… Toledano… ¡Cómo que falta ese historial clínico…! ¿No puede haberse traspapelado…? Ya… ¿Y no hay ninguna nota…? Pues estamos buenos… Vale, vale.
—Me lo temía —se lamentó David cuando el doctor hubo terminado su conversación telefónica—. Una vez más se nos han adelantado.
—Supongo que se refiere a ese hombre al que ha gritado usted por la ventana —afirmó Bielefeld.
—Puede jurarlo, comisario.
—¿Tiene la matrícula del coche?
—La fotografié cuando huyeron del convento. Se la mostró en el visor de la cámara.
—O mucho me equivoco, o ése es uno de los vehículos registrados para nuestra delegación —afirmó el comisario.
—¿Podría comprobarlo?
—Sí. Y también la fotografía de ese individuo. Déjeme la cámara para enviarla lo antes posible —Bielefeld se volvió hacia el médico—. Doctor, ¿es necesario que Raquel Toledano se quede aquí, en el hospital?
—Me gustaría tenerla algo más en observación, pero, fuera de lo que les he dicho, está perfectamente.
—Lo digo por razones de seguridad. En el hotel tenemos protección.
—Esperen un momento. Podemos hacer una cosa para que se la lleven lo antes posible.
Regresó poco después con un pequeño maletín. Lo puso sobre una mesa, lo abrió y les explicó cómo funcionaba.
—Este maletín es como un laboratorio del sueño portátil. No tiene complicaciones. Cuando la señorita Toledano se vaya a dormir bastará con que se sujete en la cabeza esa redecilla con los electrodos.
Luego pone en marcha el registrador que va aquí dentro y me lo traen al día siguiente. Yo lo descargo en el ordenador y vuelve a quedar listo para usarlo durante otras ocho horas. Convendría que alguien se quede velándola. Sólo para asegurarse de que ha remitido el ataque y tranquilizarla cuando se le pase el sedante que le voy a dar.
—Voy a tener el día un poco liado —se excusó Bielefeld mirando al criptógrafo.
—Está bien. Yo lo haré —se ofreció David.
Mientras esperaban a Raquel, el criptógrafo se paseaba, inquieto.
—¿Qué sucede? —le preguntó el comisario—. Me está usted poniendo nervioso a mí también.
—Ese hombre chupado… Lo he visto antes.
—Ya me lo ha dicho.
—Me refiero a que lo he visto antes de hoy. En Estados Unidos. Cuando ese individuo bajaba por las escaleras de este hospital, me ha venido como un golpe de memoria. De otro hospital, donde internaron a mi padre. Estoy casi seguro de que ese hombre también andaba por allí…
—Eso es muy grave. Tenemos que salir de dudas.
—¿Podría hacerme un favor, Bielefeld? Sé que no va a resultar fácil, pero cuando se ponga en contacto con los servicios de información para mandarles la foto de ese individuo, localíceme a alguien llamado Jonathan Lee. A ver si sigue viviendo en Georgetown. Si le cuesta encontrarlo en el censo, que pregunten en el hospital de la Agencia, donde estuvo con mi padre. Consígame su teléfono.
Se dispuso a pasar la tarde velando a Raquel en su habitación del hotel. La redecilla de la cabeza sujetaba su pelo rubio, que descendía entremezclándose con los finos cables de los electrodos hasta desbordarse sobre la almohada. Se la veía respirar tranquila, frágil y hermosa. De vez en cuando, se daba la vuelta y hablaba en sueños. En una de aquellas acometidas, se destapó. Durante un momento, David dudó qué hacer. Pero al darse cuenta de que se enfriaría con el aire acondicionado, se levantó para arroparla. Al cubrirla, hubo de ver a través de una abertura de la bata el diminuto tatuaje que llevaba entre sus pechos. Una pequeña rosa. Y bajo ella un nombre, tachado, que subía y bajaba acompasadamente, al ritmo de su respiración.
Cuando regresó al sillón no podía quitárselo de la cabeza. Era lo último que habría esperado, y le proporcionaba un pequeño atisbo de la verdadera vida de la joven. No la de una niña bien, que siempre había supuesto, sino de una adolescencia difícil, dentro de un matrimonio mal avenido, como el de Sara y George Ibbetson. Hubo de admitir lo poco que conocía a aquella chica con la que ahora estaba compartiendo, y de un modo tan abrupto, la mayor de las intimidades.
Aún estaba observándola, cuando sonó el teléfono móvil de Raquel. Nueva duda. ¿Debía cogerlo, o no? Lo buscó por toda la habitación, hasta encontrarlo en el bolso de la joven. Al presionar el botón de entrada oyó una voz en inglés que le resultó conocida.
—Dígame… —contestó.
Pero tan pronto como escucharon la suya, colgaron.
Se quedó pensativo. ¿De quién era aquella voz? Hasta que se dio cuenta: de James Minspert. Y la desconfianza que hasta entonces le asaltaba a intervalos se convirtió en un aldabonazo que le obligó a reconsiderar todo lo que estaba pasando. ¿Qué clase de medidas había tomado James tras comprobar el robo del Programa AC-110 que ellos habían sustraído de la Agencia? Por ejemplo, ¿cuáles eran sus contactos en Antigua? ¿Por qué llamaba a Raquel? Si lo que deseaba era una explicación «oficial», ¿no habría sido más lógico que telefoneara a Bielefeld, responsable de los tres, a fin de cuentas? Quizá lo hubiera hecho también. En ese caso, ¿por qué no le había dicho nada el comisario?
Mientras le daba vueltas a todas estas preguntas, se quedó amodorrado, viendo una película en la televisión, con el volumen muy bajo. Tampoco él dormía bien, y no era simplemente el jet lag.
Hasta que sonó de nuevo el teléfono móvil de la joven.
Esta vez, su interlocutor no tuvo reparos en identificarse desde el primer momento:
—Soy Anthony Carter, ¿podría hablar con Raquel Toledano, por favor?
Esto tenía más lógica. Era natural que la joven se mantuviera en contacto con el gerente de la Fundación.
—Oiga, Carter, soy David Calderón.
—¡Hombre, el experto en pergaminos y piraguas! —intentó ironizar, antes de chillar, amenazador—. Escúcheme…
—… Escúcheme usted, porque no estoy para bromas ni para broncas —le interrumpió David—. Me temo que Raquel no va a poder ponerse. —Como advirtiera un dubitativo silencio al otro lado de la línea, añadió—: Está indispuesta. Pero si me quiere dejar algún recado, se lo daré en cuanto se recupere.