La llave maestra (40 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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Pero él no quiso renunciar a su propósito, pues día y noche le atormentaba aquel secreto oculto a todos. Quebró, pues, don Rodrigo los candados, abrió la puerta y entró en su interior. Lo que allí vio le llenó de asombro…

Oímos, en ese momento, ruido de pasos y voces. Herrera me arrebató aquella página de vitela y la colocó precipitadamente en su lugar, apañando las otras de modo que no parecieran haber sido revueltas. Se oyó el hurgar de una llave en la cerradura, giró la manija de la puerta, y apareció un sacerdote.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó, entre alarmado e indignado. Era un hombre de cabeza bien proporcionada y rasgos firmes, muy corto el cabello y la barba entrecana. A las claras se notaba que hacía todo lo posible por contener su cólera.

—Nada… nada —se excusó Herrera—. Estaba comprobando si llegaba hasta esa pared una mancha de humedad, y quería consultar con Juanelo Turriano si se debería a una de sus conducciones de agua.

El recién llegado reparó en mí. No parecía satisfecho con la respuesta del arquitecto:

—¿Cómo habéis entrado? Yo tengo la única llave —y la mostraba, en su mano.

—La puerta estaba abierta.

—Eso no es posible. Siempre la dejo cerrada.

—Os digo que estaba abierta —insistió Herrera.

Cabeceó aquel hombre, contrariado, pero no quiso desairar al arquitecto. Desanduvo sus pasos, salió al pasillo y se le oyó decir:

—¡Entrad, don Alonso!

Mientras estaba fuera, Herrera hizo señal al azorado Juanelo para que le dejara hacer a él y me susurró:

—Es Benito Arias Montano, capellán del rey y revisor de la biblioteca del monasterio.

Más tarde, cuando pregunté a Herrera por él, llegué a saber bien quién era. «Ese hombre tiene más aristas que mi edificio», sentenció el arquitecto. Y me contó su marcha a Amberes, para editar la monumental Biblia políglota, aquel Escorial de la imprenta. En la que, según las malas lenguas, se habían infiltrado cabalismos de toda laya y esoterismos de rabinos. «En especial todo lo relacionado con el Templo de Salomón —me explicó más tarde Herrera—. Ha investigado sus medidas, para poder reconstruirlo. Y se le han hecho duros reproches por la biblioteca, plagada de volúmenes prohibidos y poco acorde con un monasterio».

Vine a concluir, en suma, que aquel hombre que se sentía invadido en sus dominios era un rehén de sus libros, y entendí entonces por qué nos recelaba. Al parecer, llevaba una vida ascética.

Dormía sobre unas tablas en el suelo, y sólo comía una vez al día, sin probar nunca la carne ni el pescado. Su mirada producía una extraña impresión, la de alguien que viviera hacia adentro, exiliado en su propio país.

Lo pude comprobar cuando Montano regresó a la biblioteca tras rescatar del pasillo a aquel tal don Alonso, y se esforzó por recuperar un aplomo que había estado a punto de perder por la cólera. Hablaba ahora sin atropellarse, con largos silencios, en los que no descansaban sus ojos, atentos y escrutadores. Pude notar que sus relaciones con Herrera no eran buenas, y que estaba lejos de querer soltar la presa. De hecho, sugirió a su acompañante —con muy elegantes circunloquios— que se sentara a la mesa y comprobara si todo estaba como lo había dejado. O si, por el contrario, alguien había hurgado allí.

Salió de detrás de él su acompañante, y me pareció conocerlo. Al cabo de largo examen, vi que era Alonso del Castillo, aquel morisco a quien yo había conocido en el monasterio de mi tío Víctor de Castro. No nos habíamos vuelto a encontrar desde el día en que fuimos juntos a la Alhambra de Granada. Era yo entonces lampiño, y por eso no me reconoció él ahora, cuando yo andaba bien barbado.

Noté cómo crecía la tensión en Herrera, ya que todo aquello podía tener para él graves consecuencias. Y mi interés se centró en cómo respondería don Alonso a su pregunta. Le vi dudar, por el compromiso que suponía acusar al arquitecto de haber revuelto aquellos papeles que parecían secreto de Estado. Pude imaginarme el dilema que se libraba en su interior. Miró el morisco a Herrera, como disculpándose.

—Todo cuanto hay en la biblioteca está bajo mi responsabilidad —le advirtió Montano.

Alonso del Castillo volvió la vista a la mesa. Me preguntaba yo qué origen tenían las tales vitelas, y qué había descubierto en ellas, para que aquel asunto presentara tan mal cariz. Iba a hablar el morisco, había pronunciado las primeras palabras, cuando una ensordecedora explosión sacudió el edificio con gran estruendo.

Herrera fue el primero en reaccionar, abandonando a escape la improvisada biblioteca donde Juanelo, Montano, Alonso del Castillo y yo mismo nos mirábamos con estupor.

El arquitecto no pareció dudar ni un segundo hacia dónde debía dirigirse, con una agilidad inesperada. Cuando salimos al corredor, nos llevaba ya mucha ventaja. Le vimos encaminarse a toda prisa hacia el piso bajo de la torre de poniente, donde se había instalado la botica. Montano, Juanelo y yo aligeramos el paso, tras él. Alonso del Castillo nos seguía a distancia. Su escaldado instinto de familia conversa le dictaba prudencia.

Al llegar a la base de la torre, nos encontramos con un retén de alabarderos, que sólo permitió el paso a Herrera. Desde el pasillo, vimos gran humareda, que salía de lo más profundo. Alguien nos dijo que era más el ruido que las nueces, y Montano y Alonso del Castillo se despidieron para volver a la biblioteca.

Juanelo y yo no estábamos seguros de que el accidente hubiese sido tan leve, sobre todo después de lo que me había contado y de lo que habíamos oído murmurar a los lugareños en la posada. Desde fuera, era difícil saber lo que sucedía en el holgado subsuelo de la torre de la botica.

Ahí dentro está uno de los más modernos destilatorios nunca construidos —me explicó Turriano—. Es uno de los lugares que más agua consume. Día y noche intentan desentrañar los mixtos naturales. Y hay combinaciones muy peligrosas.

Al cabo de un rato salió Herrera en compañía de un hombre tiznado y aturdido, al que dejó en manos de dos alabarderos para que le condujesen hasta la enfermería. Otros dos quedaron de guardia a la entrada de la chamuscada botica, por previsión e instrucción del arquitecto.

—Esto más parece escaramuza de Flandes que un lugar de recogimiento —comentó Juanelo al ver el lugar tan pertrechado de armas.

—No están de más —le atajó el arquitecto con cierta aspereza—, porque andan los canteros un tanto revueltos por un amotinamiento reciente.

Al pasar bajo un antepecho, me di de bruces con algo que pendía de una cuerda. Lo aparté de un manotazo, para que no se me metiera por los ojos, y miré hacia arriba. El espectáculo era macabro: un montón de huesos, colgados de un andamio y agitados por el viento.

—¿Qué es esto? —pregunté espeluznado.

—La última hazaña de nuestro obrero mayor, fray Antonio de Villacastín —apostilló Juanelo—. ¿Os acordáis del Perro Negro de el Escorial, que guarda la Boca del Infierno?

Recordé la conversación oída en la posada.

—Pues bueno —me explicó el ingeniero—. Tanto pavor han llegado a causar estos aullidos y apariciones, que nuestro obrero mayor ha decidido tomar medidas. Este fraile es hombre de mucho carácter, capaz de subir a los andamios para resolver con su propia mano una piedra mal encajada o poner fin a una disputa, por las bravas, si es preciso. De modo que montó la guardia varias noches, atrapó a un perro que erraba por los andamios y lo colgó de ese antepecho, para que lo pudieran ver todos a la mañana, cuando entran a misa. Esos huesos son cuanto queda de él.

Aún no me había curado de este espanto, cuando, al pasar junto a la caballeriza del rey, Herrera me tomó del brazo para que no pisara unas cenizas que allí había.

—Apartaos, Raimundo, no holléis esa hoguera. Son restos humanos. El otro día quemaron ahí a alguien.

—¿Cómo pudo ser eso?

—Un mozo de veinticuatro años —explicó Juanelo—. El hijo de un panadero de la reina doña Ana.

—¿Por hereje?

—Por cometer el «crimen nefando» con dos muchachos de diez años de edad. Los sorprendieron desnudos en los jarales, debajo de la cocina del rey. Confesó, comulgó y rogó por su vida, pero en vano.

—¡Dios mío!

—No todo es barbarie —intentó suavizar Herrera—. La vida de estas gentes ha mejorado mucho con las obras del monasterio, creedme. Fijaos en esta aldea. Cuando llegamos aquí no había en toda ella casa con ventana ni chimenea. Sólo una puerta, y por ella entraban o salían hombres y bestias, la luz y el humo. Y ahora está trabajando aquí lo mejor de España en el oficio de construir, y aun de media Europa.

—¿Y qué es lo que ha pasado en la torre de la botica? —me atreví, por fin, a preguntar.

—No es éste lugar para comentarlo —dijo el arquitecto—. Tengo una casita aquí al lado, para mejor atender las obras. ¿Por qué no me acompañáis?

Juanelo entendió que sobraba y se despidió, con la excusa de que debía aprovechar la luz para proseguir sus trabajos de encauzamiento de las aguas.

Herrera y yo enfilamos un repecho, una cuesta más que median; que nos dejó sin aliento. Una vez en lo más alto, se detuvo ante un herrén cercado de piedra seca, desde el cual se dominaba una hermosa vista de las obras de El Escorial.

—Éste es el aposento que me prestan. Modesto, pero digno.

El lugar era más amplio de lo que aparentaba por fuera y, a pesar de lo improvisado, acogedor. Había un banco de nogal, un aparador de pino, varios cajones para tener libros y una mesa con una escribanía forrada de cuero, con guarniciones doradas y una arquilla de sándalo con labores de betún negro.

Herrera debía de pasar allí muchas horas. Estaba invadido por las trazas y planos del monasterio, sujetos en algunos casos por los más diversos instrumentos. Ante todo, astronómicos, en una proporción que extrañaba en un arquitecto: un declinatorio, un planisferio, varios cuadrantes, ánulos, globos celestes y astrolabios. Me pregunté qué clase de edificio era aquél que se estaba construyendo con el concurso de tal cúmulo de aparatos. Tampoco me pasaron desapercibidos los diagramas y ruedas giratorias previstos por el Ars Magna de Ramón Llull, de quien el arquitecto me confesó que atesoraba cerca de un centenar de libros.

Estaba disponiendo Herrera una hogaza y viandas sobre la mesa, cuando llamaron a la puerta. Antes de abrir, me hizo seña para que me retirara de la vista, haciéndome pasar a la habitación del fondo.

Desde allí pude ver un hombre con dos soldados. Era el alcalde mayor, quien dijo al arquitecto:

—Esta noche llega el rey. Se han puesto guardias en el monasterio, se han inspeccionado las posadas y se está haciendo un registro de los forasteros que hay en el pueblo. ¿Tenéis alguien que declarar?

—A nadie —respondió Herrera.

—Quedad entonces con Dios —se despidió el alcalde. Atrancó Herrera la puerta y me llamó a su lado:

—Podéis salir, Raimundo. Venid a la mesa a reponer fuerzas. Sacó una jarra de vino para empujar el trasiego de un finísimo embutido. Cuando hubimos acabado, me mostró los planos del monasterio, con las modificaciones que había ido introduciendo.

Tras ello, le pregunté de nuevo por la explosión de la botica, pero hizo como que no le daba importancia y desvió la conversación hacia los papeles de la biblioteca. Deseaba saber mi opinión acerca de los mismos, pero al ver que él no soltaba prenda, yo no estaba dispuesto a contarle lo que sabía de Rubén Cansinos y los juramentados, ni siquiera que conocía al morisco Alonso del Castillo.

—Poco puedo deciros con lo que vi —contesté—. ¿De dónde han sacado esas páginas de la Crónica sarracena?

—No lo sé muy bien. Las trajo hace poco Artal de Mendoza, el Espía Mayor. Debe ser pieza importante, pues de lo contrario no habrían hecho venir a Alonso del Castillo. Es el intérprete de árabe del rey don Felipe y su secretario para los asuntos de Marruecos y del África.

«Otro que ha mejorado su fortuna», pensé para mí al acordarme de aquel joven tímido que me había enseñado las inscripciones de la Alhambra.

En ese momento, llamaron de nuevo a la puerta. Noté la alarma en el rostro del arquitecto, y me hizo señas para que volviera a esconderme. El arquitecto fue hasta la entrada, la abrió, y desde mi refugio oí una voz atiplada, que le decía:

—¡A las buenas tardes, don Juan! Su Majestad acaba de llegar, pero está fatigado y ha decidido retirarse a descansar. De modo que me he dicho: voy a dar la noticia a Herrera, para que no esté pendiente.

—Os lo agradezco, don Luis. Pasad, pasad. ¿Tenéis intención de ocupar la casa? —oí que preguntaba Herrera.

—Oh no, ya me han buscado sitio donde pasar la noche —respondió el recién llegado—. Sólo vine para saludaros.

Le despidió Herrera. Cerró la puerta, volvió a mi lado y me explicó:

—Era don Luis, el bufón. Todos le llamamos Borrasfuilla, por su pequeña estatura y mucho temperamento. Buen amigo mío. Suya es esta casa, que me presta cuando estoy en El Escorial.

—¿Casa propia tiene un bufón? —le pregunté.

—Y un criado que le sirve. Y un molino con su batán y presa, además de varias dehesillas, prados y huertos, amén de otros inmuebles en Madrid. Y mucho predicamento con el rey. Y con las mujeres —rió.

—¿Pues cómo es eso?

—Tendríais que verle. Aunque enano, está perfectamente proporcionado. Es de ingenio agudo y comedido, gran conversador, muy galante con el género femenino. Tanto que hubo que retirarlo de casa de un aposentador, hombre ya entrado en años y melancólico de carácter, quien dio en tener celos de lo mucho que regalaba su esposa a Borrasquilla.

—No puedo creerlo.

—Pues así es. Borrasquilla ha salido, además, muy bravo con el arcabuz. Y gran cazador, porque su pequeña estatura le permite emboscarse entre los matojos. Y algo torero. Es gran jinete, sobre un caballo enano, también de buena presencia. Y aunque entrambos montados apenas levantan un par de varas, causan gran admiración en quienes les ven, por su agilidad y presteza.

La visita del bufón parecía haberle puesto de buen humor. O quizá la noticia de que no tendría que acudir a cumplimentar al rey. Sacó dos manzanas y me ofreció una.

—Vamos fuera —añadió—. Está oscureciendo.

Las tormentas pasadas habían dejado aún más claro el limpio aire serrano, bajo el que comenzaba a despuntar el gran disco de la luna y las primeras estrellas. Nos sentamos en la hierba, junto a un arroyo crecido. En la fresca noche de plenilunio, el murmullo del agua se perdía colina abajo y se la podía seguir con la vista un larga trecho, una cinta plateada en dirección al monasterio, que descansaba en su explanada, rodeado por un estricto silencio.

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